sábado, 31 de mayo de 2014

Ocho apellidos vascos






OCHO APELLIDOS VASCOS


            Es una de las películas más taquilleras del cine español. Si no la que más. Para saber si es buena una película, la afluencia de público no es seguramente el mejor indicador; hay muchas películas de éxito que no son buenas, y muchas películas buenas que fracasan. Pero vamos a ser buenos; supongamos que las mismas personas que saborean los malos vinos son capaces de saborear también los vinos buenos; y que, aunque les gusten en cantidad los atracones llenos de sustancia, también saben saborear los platos finos; y que quien disfruta con una mala película también sabe apreciar películas buenas. Es mucho suponer. Supongamos. 


             Sabemos también que entre las cosas buenas unas son accesibles y otras no. Estas últimas son obras de arte incomprendidas. Pero Ocho apellidos vascos pertenece a la primera categoría. Es de esas obras cuya calidad penetra en el corazón de los espectadores. Entendámonos: no es una película perfecta; no es un producto irreprochable; pero es buena, muy buena; el humor que nos transmite ha sido creado en la fábrica del buen gusto; los clichés están vueltos del revés para sacar sonrisas sin disgustar a nadie; la carcajada nunca viene a costa de la desgracia ajena; y las manías de unos y otros, vista desde la distancia, no nos parecen vicios sino virtudes. Hay dos miradas que se cruzan en el entramado de la película: la del norte, empeñada en sacudirse el yugo del sur (aunque para los vascos de Donosti el sur es Vitoria), y la del sur, supurada de automatismo y tradiciones no cuestionadas; no cuestionadas por quienes viven entre ellas, como los del norte viven en esquematismos que no cuestionan tampoco; los árboles no nos dejan ver el bosque; las casas no nos dejan ver la ciudad. Esta película es una salida del bosque para ver bosque donde sólo veíamos árboles: porque estábamos dentro. Es una huida lejos de las casas para conseguir ver la ciudad. Tú no puedes ver las cosas cuando estás dentro de ellas.
            Esta película es un ejercicio de distanciamiento para poder ver las cosas que tenemos delante. Bertolt Brecht lo había convertido en teoría del arte: para poder ver a los personajes hay que evitar identificarse con ellos; que es lo que uno hace en los melodramas, en los culebrones, en los folletines decimonónicos. Ahora bien, cuando uno se aleja de las cosas uno no las siente. Las piensa. Ocho apellidos vascos es una película para pensar. Sin romperse mucho la cabeza, de sobremesa. Te abandonas a la risa y es una risa cálida, tierna; en ningún momento es una burla. Si alguien viene a verla para reírse del enemigo no encontrará en ella nada que predisponga al escarnio. El humor no es aquí sátira que azota, sino abrazo que une. La risa de Ocho apellidos vascos es entrañable. Estamos lejos de esos chistes fáciles que hacen unos para disfrutar a costa de los otros; de los que se ceban en las desgracias ajenas, buscando en la sordera o la mala pata la degradación de quienes la sufren; como los niños disfrutan viendo caer a la gente que tropieza, como si los coscorrones de unos tuviesen que ser el oxígeno de los otros.
            No. Cuando nos reímos de la kale borroka sentimos ternura. Porque eses muchachotes que llevan banderas por la noche son por el día corazones abiertos. Nos da pena el slogan, no la persona que lo grita. El esquema, no el corazón del hombre esquemático. La tradición del andaluz, no el andaluz que la vive. Por eso la película irradia optimismo. En los gestos guerreros no ve su autor al hombre como un lobo para el hombre, sino un hombre bueno que ha sido corrompido por la sociedad. Hobbes pierde la batalla frente a Rousseau. El cineasta cree sinceramente en el corazón de las personas, y por eso los esquemas (el albertzale, sí, pero también el guardia civil con su tricornio y su bandera) no son capaces de empañarlo; son el veneno con que la sociedad intenta intoxicar a las personas, pero en la película las personas resisten; porque no pueden las rigideces vanas acabar con la sonrisa del corazón bueno.
            Este humor no sirve para herir, sino para curar. Es una llamada a la tolerancia, a la solidaridad, a la ternura. Tampoco es la teoría de la distanciación que nos lanzaba Bertolt Brecht; desde la distancia, él quería hacernos pensar, y por eso nos vaciaba de sentimientos. La película, aquí, hace justamente lo contrario. Toma distancia para que las mentalidades sean abrazadas por la sonrisa, y al hacerlo, se dispara en el espectador un doble impulso liberador, una catarsis bifronte: porque al mismo tiempo que lo vemos con ojos críticos sentimos una gran ternura, yo lo llamaría teoría de la distancia íntima; es algo que de alguna manera encontramos en el gran filósofo y escritor Mariano Iberico. 


            Como obra de arte, su factura es académica. La película empieza en el mismo lugar donde termina. La recurrencia del vestido de la novia es humor teñido a golpes de efecto. Y hasta en la parte final hay algo que nos recuerda a Pretty woman: esto que has visto, espectador, no es más que un cuento de hadas; pero el cuento tiene la sonrisa amarga porque sabemos que la realidad que la sustenta la hemos vivido todos; no es obra de la imaginación, esta historia ha producido dolor, mucho dolor, miseria; por eso hay que enterrarla. Para enterrar el sinsentido (el de las boinas y los tricornios) son buenos los ocho apellidos vascos.
            Buena dirección. Fina ironía. Mucha incredulidad, porque en ningún momento se cree el espectador lo que está viendo. Pero detrás de todo esto, que es como si dijéramos el cuerpo de la película, lo más importante es el alma. El cuerpo es demasiado burdo. Las casas demasiado bonitas para ser auténticas. Las calles, los valles y el mar son hermosos cromos. Hasta la llegada a las tierras del norte, atravesando paisajes terribles y brumosos y una música cargada de dramatismo: todo, todo es humor, todo guiño. El espectador no se cree lo que está viendo, y en eso estriba la ironía. El realizador ha construido un país de cromos para reírse de él sin que la risa nos haga daño. Como hacía el horror en las tragedias griegas, aquí la risa nos libera de nuestras fobias y el pecho se nos ensancha respirando a pleno pulmón: es la catarsis de la risa. Al reírnos nos hemos purificado, sentimos que somos mejores, al salir del cine no somos los mismos que éramos cuando habíamos entrado. Que el cine, como todas las formas de arte, puede ser muy bueno y que lo vea poca gente, o que lo vea mucha gente aunque sea bueno, pero no tanto. Esta última, decíamos al principio, era la índole de los Ocho apellidos vascos. El cine, más que un medio de expresión, es aquí un medio para comunicarnos. Y nos ha comunicado. Todo el mundo parece entender el mensaje, puesto que ha sido un éxito de taquilla. Y lo que es más importante: también lo ha sido en el País Vasco.





sábado, 24 de mayo de 2014

La impertinencia de la lechuza






LA IMPERTINENCIA DE LA LECHUZA


            Oír hablar a un filósofo puede ser provocativo. Cuestionar los mitos viejos, desmontar los grandes dogmas, ponerlo todo en solfa y enfocar con gafas nuevas; el edificio se resquebraja y se tambalean las ideas. ¿Y si Sócrates no hubiera sido intelectualista? Lo que hemos aprendido de él ¿es posible que  fuera el fruto de un error?

SÓCRATES

            Se ha atribuido a Sócrates una concepción de la ética: que para obrar bien haría falta conocer el bien, o lo que es el bien, lo que está bien hecho; el que conoce lo recto actuará con rectitud, y el que obra mal no es porque sea una persona malvada, sino porque es ignorante. Cristo no dijo otra cosa: “perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Por eso se ha llegado a comparar a Sócrates con Jesucristo. Ambos, recordémoslo, fueron injustamente condenados a muerte.
            Para obrar bien hay que conocer el bien. Si uno conoce lo que es el bien y lo que es el mal, jamás obrará de manera distinta a lo que el conocimiento le ordena. Eso es el intelectualismo moral: quien manda no es la voluntad, sino la inteligencia; dicho de otro modo, la voluntad no es más que la inteligencia mandándonos seguir rigurosamente sus dictados.
            Una piedra no puede obrar bien. Ni una babosa, ni un calamar. La piedra no puede conocer, y las babosas y calamares, aunque conocen, no saben nada de lo bueno y de lo malo, de lo justo y de lo injusto. Hay un tipo de oraciones que llamamos condicionales y que tienen una estructura que nos dice que, para que suceda algo (llamémoslo x), tiene que suceder antes otra cosa (llamémosla y). En lógica lo escribiríamos de esta manera: xy. Lo que hay a la  derecha de la flecha es una condición necesaria; para que llueva hace falta que haya nubes, o lo bueno tiene que ser breve (si, como dice el poeta, admitimos que, cuando es breve, es dos veces bueno).
            Ahora bien, no tenemos derecho a leerlo al revés, porque entonces (yx) para que hubiera nubes haría falta que lloviera, y todos sabemos que no es así; para que llueva hacen falta nubes, sí, pero muchas veces hay nubes y no llueve. Vayamos con el segundo ejemplo: lo bueno ha de ser breve, pero no todo lo breve tiene por qué ser bueno. Y ahora volvamos al intelectualismo socrático: para obrar bien hay que conocer el bien, pero conocer el bien no es suficiente para que seamos buenos.


            Recordemos lo que era la oración condicional (xy). Lo que hay a la izquierda de la flecha es lo que llamamos razón (o condición) suficiente. Estamos encerrados en el baño y preguntamos a cuantos, por estar cerca de la ventana, están viendo el suelo de la calle pero no el cielo (porque el tejado se lo impide):
            -¿Hay nubes?- preguntamos.  
            -Sí –nos contesta él.
            -¿Cómo lo sabes?- le replicamos.
            -Porque está lloviendo.
            Claro. Si llueve, estamos seguros de que tiene que haber nubes. Basta con que algo sea bueno para saber que es breve. Y volviendo al intelectualismo moral: para obrar bien basta con conocer el bien; y aquí viene el problema.
            ¿Cómo deberíamos entender a Sócrates? ¿El conocimiento, para Sócrates, es una condición suficiente? Si así lo fuera, bastaría con conocer el bien para comportarnos correctamente. ¿Es, por el contrario, una condición necesaria? En ese caso sería preciso que supiéramos dónde está el bien para comportarnos correctamente, pero no bastaría con eso; para dejar de fumar haría falta saber qué es lo que conviene a nuestro organismo, pero hay mucha gente que lo sabe y sin embargo sigue fumando; es más, ni siquiera quiere que se lo recuerden; por ejemplo, muchos compran estuches de metal o de cuero para meter en ellos la cajetilla de tabaco y no ver, así, la fotografía que muestra los estragos del tabaco en nuestro cuerpo.
            El intelectualismo socrático no significaría lo mismo si entendiéramos que el conocimiento del bien no solamente es necesario, sino también suficiente. Platón, en el Protágoras (352 b-c), parece asegurar que con conocer el bien ya no necesitaríamos más para obrar bien: “si uno conoce lo que es el bien y lo que es el mal, jamás (…) obrará de manera distinta a lo que (…) el conocimiento le ordena”; nadie hace mal a sabiendas; o, como dice Emilio Lledó, “nadie, a sabiendas, obra contra su propio provecho”.
            Eso significaría que nadie quiere hacerse daño. O sea, que para obrar bien es necesario conocer lo que es el bien, aunque eso solo no baste: pues es preciso, además, quererse a sí mismo hasta el punto de no querer hacerse mal; lo que equivale también a admitir que obrar bien no es sólo conocer las cosas, sino sobre todo quererlas: que es el principio de placer, pues hay que querer lo que se conoce. El intelectualismo socrático concibe el bien como una condición necesaria, pero insuficiente, de la acción correcta. ¿Cuál es entonces la condición suficiente? El placer. La felicidad. Pero entonces la ética de Sócrates ya no sería un intelectualismo. Sería un hedonismo. Una búsqueda del placer. La razón, y el conocimiento, estarían al servicio del sentir, de la felicidad. Y Sócrates se identificaría con Hume, que es antiintelectualista. El intelectualismo socrático sería sólo una de las máscaras del emotivismo moral.
O sea que no había tanta diferencia entre Sócrates y Hume…



           

sábado, 17 de mayo de 2014

El pis de los angelitos



EL PIS DE LOS ANGELITOS


              -Ahora –dijo Juan- voy a dar una explicación posible; la lluvia es el pis de los angelitos.
            Se rieron todos. Juan los provocó.
            -¿Pensáis que no es una explicación científica?
            -¡Noooo! –dijeron Mario, y Estrella, y Laura, y Manuel, y Jonathan, y todos los demás. Y no paraban de reír.
            -Me parece que sois un saco de prejuicios –terció Juan-. ¿Qué es una explicación científica?
            Claro, no lo sabían. La sonrisa se les congeló en los labios.
            -Una explicación científica es algo que se puede contrastar. Y vosotros creéis que es toda idea que no contiene las palabras “ángeles”, “espíritus”, “poderes”, y cosas así.
            Evidentemente, era lo que todos creían. Pero no se atrevieron a asentir porque no sabían por dónde les iba a salir Juan.
            -¿No pensáis que la enfermedad es un espíritu que se mete en el organismo sano, volviéndolo enfermo? Como los endemoniados de la Biblia.
            Ahí ya recuperaron la sonrisa. Estaban seguros de tener razón, y de que su razón era irrefutable. Lo negaron.
            -Y sin embargo, es verdad –aseguró Juan.
            Un murmullo de desaprobación general se levantó de la clase. Juan sabía que tendría que buscar argumentos demasiado contundentes para poder vencer. Pero no le costó nada.
            -Así lo afirmaban los iatroquímicos en el siglo XVII. Y en el siglo XIX lo confirmó Pasteur. Sólo que Pasteur, en vez de llamarlos espíritus, los llamó microbios.
            Era gracioso ver cómo la clase se quedaba congelada cada vez que Juan daba un golpe de efecto.
            -Vuestros prejuicios no os dejan ver la realidad. Os dejáis cuadricular por las palabras. Creéis que admitir la existencia de espíritus es superstición, mientras que la de los microbios no lo es. Y no sabéis mirar la realidad detrás de las apariencias. Lo que importa es la idea, no las palabras. La idea es que la enfermedad está causada por la intromisión de un ser extraño en nuestro cuerpo; cómo lo llamemos es secundario. Podemos llamarlos espíritu o microbio, da igual. Es sólo cuestión de palabras. Vuestro rechazo a admitir ciertas palabras en el lenguaje científico os incapacita para comprender el avance de la ciencia.
            Sólo Sara se atrevió a decir:
            -Lo que dices es verdad, Juan. Pero debes reconocer que nosotros no estamos acostumbrados a ver las cosas de esa manera.
            -Claro. Y para eso estoy yo: para agitar las conciencias. (Eso no lo digo yo, lo decía Unamuno). La misión del profesor es combatir las supersticiones; y una superstición engañosa es desterrar ideas que se expresan con palabras que consideramos supersticiosas, sólo porque nos fijamos en ellas y no en sus significados. Cuando un científico descubre una realidad nueva no tiene palabras para nombrarla; unas veces se inventa una palabra nueva, y nos parece científica (todos los neologismos nos lo parecen); pero otras veces recurren a palabras ya existentes, y las utilizan dándoles un significado distinto; pero si esas palabras ya estaban teñidas de sentido religioso, tenderemos a rechazarlas; porque nos fijamos en el significado antiguo, no en el nuevo. Estoy de acuerdo en que los sabios son torpes muchas veces, al usar términos ambiguos para nombrar realidades científicas. Pero hay que tener en cuenta también que el avance de la ciencia está unido a una controversia religiosa. Las palabras les podían servir de camuflaje.
            Álvaro reconoció que tenía razón. Pero ellos no estaban entrenados en estas lides para superar una batalla dialéctica.
            -Volvamos a nuestro ejemplo –continuó Juan-. Una idea científica no es la que no contiene términos religiosos, sino la que se puede contrastar. Que la lluvia es el pis de los angelitos será una idea científica si se puede contrastar; aunque contenga la palabra “angelitos”. ¿Cómo la contrastaremos? 


            Se dirigió a los alumnos en busca de respuesta. Después, ante la falta de respuesta, cambió aquella pregunta silenciosa por una pregunta con palabras. En lugar de limitarse a levantar ligeramente el mentón arqueando las cejas, ahora dijo:
            -¿A quién se le ocurre un experimento para comprobar si nuestra hipótesis es verdadera?
            El primero que habló fue Mario.
            -Bastaría con subir en avión hasta las nubes y buscar angelitos mientras llueve.
            -Mm... No está mal. Y si no los encontramos será que la hipótesis no era correcta.
            -Claro –dijo Mario.
            Pero Álvaro criticó esta conclusión.
            -Podría ser que los ángeles fueran invisibles. O que no fueran perceptibles con nuestros habituales métodos de observación.
            -Sí, Álvaro, pero inventar uno nuevo sería quizá más difícil que resolver el problema de la naturaleza de la lluvia. La ciencia no avanza planteando problemas difíciles para resolver problemas sencillos.
            Así estuvieron un momento. Ante la falta de alternativas Juan propuso, por fin, la suya.
            -He aquí un posible experimento: recogemos gotas de lluvia y las analizamos en el laboratorio. Si encontramos amoniaco es que la lluvia es orín. Todavía quedaría por saber si el autor del orín es un ángel o cualquier otro ser desconocido, pero eso es secundario; lo mismo nos da llamarle ángel que microbio, o partícula, u organismo. Da igual. No nos vamos a dejar asustar ni engañar por las palabras.
            Álvaro hizo una objeción interesante.
            -Podría ser que el orín de los ángeles no contuviera amoniaco. Quizá los ángeles, como son más puros que nosotros, tengan una composición distinta. –Y aclaró acto seguido: -suponiendo que tengan cuerpo.
            -Por supuesto. Pero eso no nos hace avanzar, antes al contrario: nos paraliza. Suponemos que la composición de los orines celestiales es distinta, y eso nos abre todas las posibilidades del mundo; nos abre muchos caminos y no sabemos cuál tomar. Necesitamos una hipótesis que nos oriente hacia uno de ellos. Porque no podemos investigar a ciegas. El científico tantea el mundo con sus hipótesis, y las hipótesis lo van guiando; lo que no hace es dar palos al azar a ver si sale algo.
            -Sí, supongo –dijo Álvaro-. ¿Cómo procederíamos?
            -Verás: si después de haber analizado la lluvia encontramos amoniaco, es que es el pis de... de alguien; por ejemplo, los angelitos.
            -No necesariamente. El amoniaco puede proceder de las emisiones de alguna fábrica, que las haya vertido en forma de gas o en forma líquida.
            -Cierto: de modo que hay que descartar esas posibilidades hasta que sólo queden los ángeles como única explicación plausible.
            -Pero eso no es posible, Juan. Siempre que descartemos una posibilidad será posible imaginar otra. Nunca acabaríamos de idear explicaciones plausibles. 


            -Así es: el número de hipótesis puede ser infinito; por eso una idea nunca está probada de manera definitiva; cada prueba que le hagamos pasar la corroborará más y más, y cuantas más pruebas supere será más plausible, pero nunca será segura a cien por cien; siempre nos quedará la posibilidad de que un día alguien diseñe un experimento que la refute.
            -¿Entonces, las leyes científicas no son seguras?
            -No. Sólo lo son las creencias religiosas, pero la seguridad que dan no es racional, sino afectiva. Y la ciencia no puede avanzar con el corazón: avanza con la cabeza.
            -Pero si yo tengo una canica blanca en una caja y saco todas las canicas menos una y ninguna de las que he sacado es blanca, entonces tengo la seguridad de que la única canica que queda es la blanca; aunque no la haya visto.
            -Sí, porque la caja de canicas contiene un número finito de elementos; la seguridad desaparece en cuanto trabajamos con conjuntos infinitos: como en el estudio de la lluvia; el número de hipótesis que pueden explicar su naturaleza es potencialmente infinito.
            -Es verdad...
            -Cuando lees un prospecto farmacéutico siempre hay un apartado que dice “efectos adversos”: fijaos que nunca se dice que no los haya; suele decir casi siempre: “hasta ahora no se han descrito”; lo que no quiere decir que no los haya; tú puedes ser el primero en experimentarlos.
            Álvaro escuchaba pensativo. Mientras tanto Estrella, que también estaba concentrada, hizo una pregunta.
            -Perdona, pero me cuesta admitir que la ciencia no sea segura.
            -¿Ves? Ése es otro prejuicio. Creéis en la infalibilidad de la ciencia como antaño se creía en la del papa. Si Newton no hubiera sido infalible no habría sido corregido por Einstein.
            -Quizá...
            -Cuantas más canicas negras saco de mi caja mayor es la probabilidad de que la próxima vez saque la blanca; pero puede que la próxima vez salga otra negra; que una cosa sea más probable no quiere decir que sea segura.
            -Sí... –Álvaro vacilaba.
            -Las hipótesis científicas son explicaciones que podemos comprobar; pero su comprobación nunca es definitiva porque el fenómeno observado en el experimento puede ser explicado por hipótesis alternativas. Cada experimento es como un asalto, y la hipótesis es una muralla que se protege con toda suerte de defensas, incluso con hipótesis auxiliares; cuantos más asaltos resista más fortalecida saldrá, pero nunca sabremos si al siguiente asalto empezará a desmoronarse. Las explicaciones científicas siempre son provisionales; aunque una explicación que ha resistido numerosas pruebas nos puede dar una seguridad moral, si no científica.
            -¿Entonces la gente de ciencia nunca puede decir taxativamente: esto es así?
            -No. La gente de ciencia es muy cauta. Dirá que es muy probable que esto sea así, o que hay evidencias de que difícilmente será de otro modo... pero será prudente a la hora de comunicar sus resultados. Cuando un científico es dogmático se vuelve doctrinario, y entonces habla de la ciencia como si fuera una religión, seguro de que no puede fallar, y él es el sacerdote del laboratorio.
            Los alumnos sonrieron. Entonces Juan puso una canción de Violeta Parra. En su estribillo hablaba de “Valentina”. La melodía tenía brío, y su voz refutaba la existencia de dios con mucha garra. Juan estaba convencido de que se trataba de Valentina Tereshkova: la primera mujer astronauta. Ella, que surcó los cielos, podría decirnos si había visto a dios.
            -Pero no lo había visto. Dios no estaba en el cielo y aquélla era la prueba definitiva.
            -No estoy de acuerdo –gruñó Estrella-. Acabas de decirnos que una idea no está nunca totalmente comprobada cuando se la compara con los hechos. Y ahora nos dices que la demostración de que dios no está en el cielo es un hecho definitivo. ¿En qué quedamos?
            Sara metió baza y argumentó lo siguiente:
            -Valentina Tereshkova viajó en una nave espacial. Surcó el cosmos. Pero no vio todo el cielo. Sólo la parte del cielo que está más próxima a la tierra. ¡Quién sabe si dios no estaba en las regiones más profundas del espacio!
            -En efecto –respondió Juan-. Y por muy lejos que navegue, nunca se podrá llegar al final del cielo. El cosmos no tiene fin. Aunque nos pasáramos cien años viajando y aunque tuviéramos combustible para tanto tiempo, nos moriríamos antes de haber surcado el espacio mucho menos de un año luz. Y si no podemos llegar al centro del cielo, mucho menos podremos contar en el cosmódromo lo que hemos visto: hacer llegar allí nuestra voz requeriría casi tanto tiempo como el que habríamos tardado en llegar. De modo que el concepto de cielo es muy vago, potencialmente infinito e impracticable a escala humana. La naturaleza del cielo no es observable, y mucho menos la presencia de dios en él. Dios y el cielo no son conceptos empíricos; la existencia de dios, como hipótesis, no es una idea científica, sino una creencia religiosa.
            -¿Entonces, la idea de que la lluvia es el pis de los angelitos tampoco es científica? –preguntó Manuel.
            -Me temo que no –contestó Juan-. Mientras no definamos con exactitud la composición de su orina no la podremos contrastar. Si admitimos que los orines de los ángeles tienen la misma composición que los nuestros, la idea será contrastable: luego será científica; si se descarta como resultado del experimento será una hipótesis fallida, pero hipótesis al fin y al cabo.
            -Perdona, Juan –dijo Estrella-. Me parece que no está clara la diferencia entre lo que es científico y lo que no lo es.
            -Me temo que no –concedió Juan-. Es científico lo que admite contrastaciones sucesivas, y la existencia de dios no las admite. Tomemos el ejemplo de una vacuna: si se ha administrado con éxito a un millón de pacientes su grado de corroboración será elevado; pero bastaría con un solo caso en que no funcionase para que pudiéramos cuestionarla. Como se dice en la literatura científica: viendo un millón de cuervos negros no se comprueba que todos los cuervos son negros; pero basta con que uno solo sea blanco para que esta afirmación quede descartada. En otras palabras: el éxito nunca es definitivo, pero el fracaso sí.
            -¡Qué cosas! –dijo Álvaro mirando unos cuervos por la ventana. 




sábado, 10 de mayo de 2014

María Zambrano



MARÍA ZAMBRANO

 
            -Has escrito un texto magnífico; pero la puntuación es horrible.
            -Bueno, eso se arregla con una pequeña corrección
            No. Corregir los signos de puntuación no es tarea pequeña.
            -Peor sería escribir “burro” con uve.
            No. Escribir “burro” con uve daría sólo vergüenza. Tanto es así que el propio García Márquez le restaba importancia a la ortografía. La ortografía es convención, y está fijada por la costumbre; ver la palabra “burro” escrita con uve podrá hacernos saltar de la silla, pero en ningún caso afectará al texto. En cambio la puntuación tiene que ver con la naturaleza, porque lo que codifica es el ritmo, corregir la puntuación de un escritor que no sabe escribir el ritmo de sus palabras es traicionarlo; cuando uno pone puntos y comas las palabras se vuelven música, y el que corrige no sabrá nunca si esa música es la que el autor traía en la cabeza mientras estaba escribiendo. Dadme el texto de un escritor analfabeto y yo le corregiré las jotas y las uves; pero no me digáis que le arregle la puntuación porque nunca sabré poner los puntos y las comas; es como si Beethoven hubiera escrito Para Elisa sin indicaciones expresivas, y fuera el intérprete el que tuviera que escribirlas; habría tantas sonatas diferentes como interpretaciones posibles; y aun así, cada interpretación sería también una escritura distinta; cada director no reproduce solamente el fragmento que hay en el papel, sino que, al interpretarlo, lo sigue componiendo y lo termina.
            Un texto es la expresión de un pensamiento. Y en la palabra, como advirtiera María Zambrano, la razón se vuelve poética. Porque no hay texto sin puntuación, porque no existe palabra sin ritmo. Escribimos con la mano y la mano es pulso. Es imposible pensar sin sentir porque la cabeza se alimenta del corazón, de la sangre, del pulso, y mientras escribimos respiramos, y mientras respiramos las palabras fluyen: y fluyen según la respiración sea rápida o lenta, según como venga nuestro ritmo cardiaco. La palabra viene del cuerpo y el cuerpo es ritmo, y por lo tanto música. Lo que dice la palabra lo hemos visto antes con los ojos, con el tacto, por lo tanto es ritmo: proporción entre líneas, y colores: geometría. En un principio la palabra era poesía. Homero, Parménides, Anaximandro escribieron en verso; el propio Pitágoras llegó a pensar que todo en el mundo era música, y que había una música impresa en el corazón mismo del universo. Luego vinieron los filósofos y se produjo un desgarro; el pensamiento se separó de la poesía, y por ahí andan los dos ahora, como un ser dividido.
            El museo de arte contemporáneo Esteban Vicente acogió, en su día, un concierto de profesores y alumnos del conservatorio de Segovia; y fue, milagrosamente, un espacio donde confluyeron la pintura y la música: dos formas (la visual y la sonora) donde se manifestaba el ritmo. Años más tarde programó el mismo conservatorio sendas conferencias en las que se habló de medicina y de música. Y yo no pude dejar de acordarme de María Zambrano.
            La razón poética. Un espacio donde la razón se vuelve poesía. Podríamos decir que en el principio no fue la palabra, sino la música; el corazón unido a la cabeza, la respiración del cuerpo. Poesía es en griego crear, y crear es producir un contenido y producirlo con belleza. En el principio era el cuerpo, la música, la palabra. El primer instrumento musical era el cuerpo. Ha advertido Altenmüller que la música no se percibe sólo con la audición, sino a través de la visualización de la mano que la toca; también memorizamos un número de teléfono visualizando la posición de los números en las teclas; la información auditiva depende de los datos sensomotores, y por eso la sinestesia es importante: el tacto; con un tacto diferente la imaginación se nos activa, sentimos vibrar una membrana y se nos desbloquean los músculos. Las adicciones paralizan y la música crea movilidad en el cuerpo que ha sido bloqueado por las drogas. Música en directo; que en la música grabada no nos llega el resonar de las personas, y por eso los sonidos son iguales y no los mismos. Resonar: conectar mi pulso con el de los demás, influir en él, cambiarlo o dejarme cambiar, sonar todos al unísono y sentir ese sustrato común que ideara Nietzsche frente al principio de individuación. Yo me tomo el pulso y con la otra mano golpeo la silla reproduciendo mi ritmo. Los demás hacen lo mismo.  Al final descubro que empecé marcando mi ritmo y acabé marcando el de todos. A todos les pasaba igual. Resonancia. Por resonancia bajó nuestra frecuencia cardíaca y pensábamos mejor, porque también subió el oxígeno en la sangre, y es necesario tener la sangre oxigenada para poder pensar; la sangre oxigenada sube mejor al cerebro lo mismo si estás escuchando como si cantas. Cantar. Hablar. Latir. Respirar.
            Cantar es respirar. Necesitamos respirar para vivir, por eso el canto alegra. Hoy sabemos que la sede de las emociones no es el corazón sino la cabeza. Tenemos tres partes en el cerebro, como asegura Raoul Mac Lean. Tres cerebros imbricados, como tres muñecas rusas. Dentro, en lo más profundo, está la parte reptiliana: en ella duerme lo más mecánico de nosotros, lo que no piensa: el ritmo. Sobre ella se extiende, envolviéndola, el sistema límbico, sede de las emociones: y es la melodía; ya no son sonidos únicos sino sucesivos; un sonido detrás de otro, con principio y final (el ritmo no termina ni empieza, es una secuencia monótona, repetitiva, eterna); y al activarse se activan, con la amígdala y el hipotálamo, la alegría, la tristeza; sobre ellas, como una última cubierta, el neocórtex: la armonía; suma de sonoridades para crear una nueva, otra global; sumas, restas, trabalenguas, sinapsis complejas que activan también lo que hay debajo, en los otros dos cerebros. Luego el área de Broca. El de Wernicke. La palabra. La música. La emoción. La inteligencia creadora. La razón poética.
            En un principio la audición cumplía funciones de supervivencia; se trataba de protegernos de los depredadores, de sobrevivir. Pero nosotros la hemos asociado con las emociones, y eso, evolutivamente, es un salto gigantesco. El estremecimiento. Antiguamente nos alertaba de la presencia de un depredador, y estremecerse era sudar, disparársele a uno el corazón. Pero hoy nos estremecimos por las emociones; la música activa las mismas áreas cerebrales que las emociones, pero no es que las evoque, sino que las provoca. Si la emoción musical viene dada por el tempo (la velocidad) o por el modo (mayor o menor), tendremos que admitir que tiene traducciones corporales: el estremecimiento, la taquicardia… Y entonces la música se hace danza.
            Los escalofríos activan el sistema límbico, el cerebro de las emociones. Esto sucede cuando comemos, cuando flotamos en las olas recónditas de las drogas, en las zonas extáticas de la sexualidad: aquí está la música. La música que nos gusta y que libera endorfinas (los opioides endógenos): y eso potencia la memoria, porque recordamos mucho mejor la música cuando nos produce escalofríos. De las emociones básicas, la ira se asocia musicalmente a la alegría; la tristeza, al sosiego; y también parece que existe una música universalmente emotiva que trasciende las diferencias entre las culturas. Si cada persona tiene una identidad sonora propia (lo que técnicamente se denomina un ISO); y si ésta está conformada por los ISOS gestalt, complementario, grupal y cultural: entonces habría que admitir que existe también un ISO universal, y serían los sonidos que nos han llegado antes de nacer: la respiración, los latidos, la escala pentatónica... El ritmo binario es la vibración del corazón, presente ya en el líquido amniótico. Del líquido amniótico recuerda también nuestro inconsciente el sonido del agua. Por eso los sonidos acuáticos son tan importantes para el autismo. Parece que también la nana es un ISO universal. 
 

            A Alberto Lázaro le debemos interesantes observaciones desde la medicina. A Ana María Sánchez, desde la musicoterapia. Ambos intervinieron en el ciclo de conferencias organizadas por el conservatorio de Segovia. Sus observaciones arrojaron luz sobre el tema que nos preocupaba al principio de estas líneas; y sospechamos ahora que, en un texto, la puntuación es una suerte de ISO universal, una identidad sonora que organiza los silencios, y las palabras son el sonido. La ortografía puede determinar si hay que poner una uve o una be para el mismo sonido sin que el sonido cambie; también un la bemol puede ser lo mismo que un do sostenido; pero poner un punto en lugar de una coma altera sustancialmente el ritmo del texto. Separarlo todo con comas, sin distinguir entre pausas largas y cortas, no es reproducir nuestra mente, pues en ella hay, mientras escribimos, pausas largas y cortas que van apareciendo: y si no las sabemos escribir nos arriesgamos a que ese ritmo se pierda; porque, cuando nos corregimos nosotros mismos, es igual que si nos corrige un extraño; que en el momento de corregir ya no corre por nuestra mente el mismo tempo que corría cuando estábamos creando.
            Ésa es la razón poética. Una palabra atenta a su música, a su ritmo. Un neocórtex atento a su sistema límbico, a su hipotálamo. Es la palabra originaria. La que aún no se había disociado entre filósofos y poetas. Muchos discípulos de María Zambrano sospechamos que han traicionado, de manera unas veces incauta, otras egoísta, el profundo pensamiento de la maestra. Como si decir poesía fuera lo mismo que renegar de la ciencia. El pensamiento se descoordina, se vuelve absurdo, autista. Hemos visto fotografías de María Zambrano con Guillermo de la Torre, con Amancio Prada, con Ortega; con Gerardo Diego, con Pedro Salinas. Filosofía, pintura, música. Literatura. Quizá sería interesante estudiar la razón poética desde una perspectiva lógica, ontológica; y desde la música y la medicina. Lo mismo con el pensamiento místico. Descubrir, de la mano de la ciencia, lo que puede ser la razón convertida en poesía. Porque la ciencia también tiene su momento poético. El rigor no puede divorciarse de la poesía porque entonces, inevitablemente, dejaría de haber científicos: sólo nos quedarían los datos; hasta para ser buen ingeniero hace falta ser creativo. Reivindico a Miró Quesada cuando, desde la profunda rigidez de las matemáticas, reclamaba para los algoritmos la catapulta de la razón poética.
            Y es que la filosofía de María Zambrano corre, en manos de algunos de sus discípulos, el riesgo de volverse insustancial y dejar de ser rigurosa. La razón no puede abrirse a la poesía dándole la espalda a la ciencia. Que la razón, dice la filósofa, tiene necesidad de hacerse poética, pero hay en estas palabras una coletilla que algunos olvidan: “sin dejar de ser razón”, nos recuerda ella. Porque la flexibilidad se cae si no hay un orden que la sostenga; porque el edificio se tumba si no hay estructura que lo agarre. Como el jazz, como el flamenco, como la música hindú, podemos improvisar poéticamente con libertad creativa: pero desde un fondo bien estructurado y repetitivo. Pues hace falta siempre un fondo si queremos que se destaque la figura. 





viernes, 2 de mayo de 2014

Los placeres de la vida



LOS PLACERES DE LA VIDA


Estaban en el mesón. Toda la mañana buscaron las playas de la península del Morrazo, al salir de Pontevedra, y no habían tenido suerte. En realidad salieron a las doce. Quizá fueran las doce y media. Buscaban las zonas boscosas, los árboles altos que se hacían frondosos unos contra otros, junto a la costa. Los atravesarían y llegarían de pronto a una franja blanca, blanca o amarilla, color canela, que lamían a ritmo constante las azules aguas; pero no dieron con ella. No se pueden buscar en el coche las playas salvajes. Hay que andar y desnudar a la naturaleza cuando está dormida; sorprenderla; pasar entre su pelo robándole los ojos mientras respira, escurrirse entre sus dedos, mecerse por sus brazos y está ahí; esperándote sin saberlo, despreocupada en su paciencia. Sorbiendo con sus poros la luz del sol, entregándose, perezosa; está la playa esperándote ahí, y tú no llegas. Porque estás en coche. 


Penetraron en un camino de playa y pronto al camino le salieron bordes profundos. Las ruedas levantaban polvo y al lado, sondeando la profundidad del dique, estaban temiendo caerse. Aparcaron. Ignacio se acercó al borde y estar de pie en él le daba vértigo; se apartó en seguida; anduvo bordeando el dique apartado de la vertical, porque caía a pique; lo mismo hicieron Iñigo y Fernando; Doris ni lo intentó; no estaba para aventuras. Penetraron en el dique que penetraba a su vez en el mar, y lo vieron lleno de barcas. A un lado se bamboleaban amarradas algunas barcas llenas de algas; parecían hiedra cubriendo las paredes, frondosa y umbría, aquellas algas adheridas al esqueleto de madera varado allí durante lunas y lunas. Arriba, junto al dique, había dos barcas viejas; su madera estaba sucia, cocida por la sal, y sus hierros oxidados estaban tendidos al sol; su ancla de seis patas (aunque quizá fueran ocho) estaba trenzada por su eje con hábiles nudos de marinero. Más allá había otra, también con la pintura desconchada, y la madera llena de espinas, como púas cuarteadas por la mar y por el sol, tumbada sobre un lado como los gatos; durmiendo la siesta del verano, una siesta de esas en que el sol caldea sin abrasar, sol de Galicia, sol del norte, sol que no quema como el de Andalucía. Y al otro lado del dique, tendido y revuelto en un confuso montón, también sesteaban las redes; entre sus mallas brotaba como una espuma, por los bordes, un algodón de hilos blancos y finos como una maraña de alambres de seda, tal una trabazón de telarañas que hubieran sido arrancadas y revueltas por el filo de una guadaña. Iñigo creyó ver en ellos una niebla; y pensó en las brumas celtas del castro encaramado al monte de Santa Tecla, el día de antes, cuando los suspiros del cielo se colaban por los huecos de las piedras y las casas y la hierba y las cruces y los árboles; se figuró una bruma de hilos enmarañados en la rueda del destino, donde la fuerza del sol hacía la luz brumosa, por las playas de Atlántico, sesteando un sopor agradable y dulce, en el mar. 
 

Y Ahora estaban en Cangas de Morrazo. Habían recorrido sus calles sorprendiéndose de ver no un dédalo de calles en el pueblo, sino una hilera de casas en línea recta, sobre el mar. Habían llegado a ver hasta tres hileras por las calles empinadas, y seguramente había más, pero tenían hambre y el hambre se lleva la paciencia de destripar ciudades que hay en la imaginación del hombre aventurero y curioso, cuando pasea por lo desconocido. Ahora tenían hambre y sólo pensaban en comer. Serían las tres, acaso las tres y media o un poco más, cuando encontraron un mesón que les hizo esperar un poco; mientras esperaban, vieron en la tele un partido agónico donde España intentaba hacerse con la medalla de plata de baloncesto: por fin los llamaron.
           Sentados a una mesa cuadrada, con ricos manjares pero en un ambiente casero, comieron. Íñigo e Ignacio comieron un tierno chuletón de ternera; Fernando, carne empanada con patatas fritas; y Doris un revuelto de gambas con huevo y ajo que estaba tan rico que Dorisita decía: “¡teta!” Tomaron un vino  muy rico (un albariño, seguramente) que sólo había cometido el pecado de no estar bastante frío. Se chuparon los dedos. Al salir, las barrigas llenas no recompusieron la curiosidad de explorar las calles porque estaban cansadas y las rodeaba una niebla de sopor; pero las invadió una curiosidad intelectual, que requiere menos esfuerzos, y le dieron a la filosofía. 
 -¿Sabes, Doris? -dijo Ignacio-. Ahora me acuerdo de una conversación que tuve con Jobar. Él admiraba a Epicuro y yo le decía que la suya era una filosofía de viejos. Epicuro decía que había que buscar los placeres, pero eran los suyos unos placeres serenos. No hagas deporte (decía), porque te vas a excitar demasiado. Por la misma razón no te metas en política. Ni te enamores tampoco, porque el amor te va a romper el corazón y te va a nublar la mente. ¿Entonces, qué te queda? Los placeres tranquilos. ¡Placeres de viejos!
-¿Cómo? ¿Cómo, amorcito, cómo dices?
-Digo que la ética de Epicuro es una ética sólo para viejos. Los viejos no pueden comer carne, porque tienen ácido úrico; ni grasa, porque les da el colesterol. Ni tampoco azúcar. Lo único que les queda son los placeres tranquilos. Y no les funciona la perinola, de manera que tampoco pueden enamorarse. En cuanto al deporte, ya no tienen fuerzas. ¿Y yo voy a buscar placeres así, privándome de todo? ¡Anda y que les den! -hizo un gesto característico; como un brazo golpeando sobre el otro a modo de corte de mangas.
-¡Caramba!- dijo ella. Uno lee lo que dicen los filósofos, tan bien trabado y tan bien puesto, y lo convencen. Pero luego escucha lo que tú dices ahora y las cosas se ven de una manera muy distinta.
-Sí –prosiguió él-. Querer ser imperturbable como quiere Epicuro es una solemne tontería, porque la vida es perturbación; sólo son indiferentes los muertos. Ser imperturbable es ser insensible, y sólo los muertos carecen de sensibilidad. ¡Anda y que te den!
Doris escuchaba admirada esta desmitificación de la filosofía.
-¡Los placeres tranquilos! ¡Y no poder degustar este chuletón que me he comido! ¡Saborear esta albariño tan rico, disfrutar la victoria de España sobre Lituania en baloncesto! ¿Y yo me voy a privar de estos placeres, con lo buenos que son? No, por supuesto. Claro, estos placeres sensoriales, que nacen y viven y se agotan en el presente, no son suficientes. También necesito placeres espirituales; que consisten en vivir el pasado y el futuro, disfrutando al evocar lo que gocé ayer, o soñando con alegría en lo que haré mañana. La pintura. La música. Y no sólo los olores, los sabores, las caricias y los colores, y las sombreas y la luz. Todo eso lo necesito, si quiero vivir bien. 
 

Entonces se acordó de Santa Tecla. De la evocación de los celtas, arrancados a la niebla en la noche de los tiempos. Del placer que supuso para él sumergirse en aquella civilización perdida, saborear sus misterios y costumbres, y las ruedas desdentadas, los cascos alados, las ruedas de molino. ¿Por qué disfrutamos tanto con la historia, con el estudio de la naturaleza, con la religión, las matemáticas, la filosofía? ¿Por qué disfrutamos con el asombro, por qué? Bécquer lo supo ver con mucho tino:
Mientras haya un misterio para el hombre
                                   ¡habrá poesía!
Luego se acordó del partido de baloncesto. Del gusto que da ver jugar bien en la cancha, que un partido bien jugado es una obra de arte, un desbordamiento de fuerzas, un derroche de creatividad. Y supo de la belleza que hay en las voluntades agónicas. Pensó en la ética de los estoicos, recordando que consistía en luchar por las cosas que son posibles, y resignarse a lo imposible, porque nada se puede hacer cuando todo está perdido. Se acordó de cuando llegaron, ávidos de juego, con ganas de bañarse, en la playa de la Lanzada. Soplaba un viento terrible y la gente abandonaba la playa. Ellos aparcaron el coche y se pusieron los bañadores. Habían estado dos horas buscando una playa y eran las siete de la tarde; y ahora que la habían encontrado, sedientos de sol y hambrientos de baño, no lo iban a dejar porque hiciera viento. 
 

Saltaron a la arena como el toro salta al ruedo, y el aparcamiento se vaciaba, la gente abandonaba la playa, y sólo un puñado de aventados se quedaba, entre arena y algas, a desafiar la fuerza de los elementos. El pecho recibía latigazos de aire y arena y el cabello lo azotaban las furiosas ráfagas de viento. Ignacio miraba a Fernando, y lo veía pequeñín, frágil y vulnerable, y se temía que en cinco minutos se volviese al coche quejándose del frío. Pero no ocurrió nada de eso. Él y su hermano descubrieron las olas que se estrellaban en la playa. Venían por momentos en oleadas sucesivas, y sus asaltos reventaban en sablazos y espuma donde se revolcaban, quien no hincando cuerpo y brazos para romper el muro de agua, saltando sobre la espuma y sintiendo sobre su cuerpo la fuerza arrolladora. Y aquello duró una hora con sus minutos y sus segundos. A lo lejos, una vela surcaba las olas labrándose entre ellas un camino. Y un montón de surfistas habían venido a poner sus tablas sobre su lomo, cabalgando en el agua como un corcel. Aquello duró una hora. Después disminuyó la fuerza del viento y amainó el temporal. Y fue una brisa serena paseándose en las dunas, apenas caricia del aire bajo un sol de playa, lo que contemplaba el ir y venir del agua domada, por fin, bajo el peso de la tarde, con fuerza casi insuficiente ahora para ondear al viento. Iñigo y Fernando, privados de las olas, jugaban arrancándole formas, haciéndole muros y canales, levantándolos sobre lomas, haciendo castillos. 
 

Ignacio pensaba en los estoicos. Si hubieran aceptado el destino jamás se habrían metido en la playa. Pero retaron al aire y desafiaron al viento. Lucharon denodadamente contra la adversidad, porque no renunciaban a la tarde de playa que llevaban dos horas buscando. Si se hubieran dejado amedrentar, no habrían disfrutado la calma que había sucedido al vendaval. Está bien abandonar la lucha con imposibles, ¿pero quién nos dice lo que es imposible? Si nos hubiéramos resignado ante la adversidad, como los estoicos, no habríamos descubierto la plácida calma que aquella tarde sucedió al vendaval. Si España se hubiera resignado a la victoria persistente de Lituania, nunca habría protagonizado la remontada: de modo que no hay que resignarse nunca. Siempre hay que luchar, por más que la derrota parezca inevitable. Nunca se sabe lo que puede pasar. A veces el triunfo está a la vuelta de la esquina. Y suele venir cuando ya parece todo perdido.
Los placeres tranquilos; los que cautivan el espíritu. Los placeres agitados; los que surgen de vivir el momento presente, los del cuerpo. Y el placer de la lucha; el de vencer al destino cuando el destino parece inevitable. Los tres placeres le parecían necesarios; ya se encargaría la vida, cuando la mermaran las fuerzas, de írselos limitando; de momento los necesitaba todos. No quería vivir su juventud llenándola sólo con los placeres de los viejos. ¡Era pecaminoso aquel desperdicio!
 

Doris, mientras tanto, jugaba con la arena. Estaba agachada y la cogía a puñados, puñados que se deslizaban mansamente entre sus dedos. A su espalda la arena guardaba suavemente sus húmedas pisadas, y el mar, con su impaciencia, aún no las había borrado. Doris jugaba. Y el aire y el tiempo parecían fluir inexorablemente entre sus dedos. Jugaba con la arena, con las piedras, con las conchas, con el cielo; porque la vida es un juego. A su lado, con las palas y la pelota, los niños jugaban. Y detrás jugaban las algas (lentas, largas, filamentosas), que en la cresta de las olas se habían varado en la playa. Ahora habían dejado de jugar. En sus cintas inmóviles, verdes, amarillas, color aceituna, picoteaban las gaviotas cuyas alas jugaban con el viento. Y era un sueño planeado. Más allá, lejos de las olas, la fuerza de los elementos había arrojado algas sobre las dunas. Trozos de algas. Fragmentos de duna. Entre las ramas filamentosas había, como frutos, globos pequeños y grandes con una piel de granos dispersos en toda su anatomía: como carne de gallina. Tal parece como si el viento les hubiera dejado marcado el frío. Y en su cuerpo, la vida, montañas de clorofila arrancándole su luz al sol (el fuego verde), se había secado. Sobre los cadáveres de las algas se movían unas orugas negras, negras y blancas, y verdes, que no sesteaban cuando ya habían empezado a alimentarse. La vida. Porque también comer era en la soledad de la playa un juego al caer la tarde. Era la vida y vivir era comer entre arena y piedra, y conchas y guijarros. Y comer era bajo aquel sol poniente un destello del alma que reanimaba al cuerpo; y comer era también en aquella tarde (con todo su drama) tan sólo un juego.