sábado, 27 de junio de 2015

Cuando los buenos no son los mejores






CUANDO LOS BUENOS NO SON LOS MEJORES


            La selección natural nos habla de la supervivencia de los más aptos. Como en la escuela, las notas van de 1 a 10 en función del grado de aptitud de los alumnos; a más nota, mayor aptitud; si todo fuese como debe ser, los mejores alumnos tendrían las mejores notas.
            Pero no es así. La selección natural no garantiza la supervivencia de los más aptos, sino de los más adaptados; y los adaptados no siempre son los mejores; los pícaros y los pillos, no los buenos; no sobreviven los inteligentes, sino los listos. La picaresca es una forma de inteligencia (la inteligencia darwiniana) que le cierra el paso a otra forma de inteligencia: la que no es interesada, aprovechada o pícara (la podemos llamar inteligencia libre). La inteligencia es capacidad, la picaresca capacitación; estamos hablando de la diferencia que hay entre aptitud y adaptación. Se puede ser fuerte por ser apto o por estar adaptado, y el primero es un ser libre: el segundo es un esclavo de la sociedad. Los más aptos son los mejores porque son capaces de crear; y, como diría Machado, hacen camino al andar. Pero los mejor adaptados son como Vicente, que van donde va la gente; por eso sobreviven. El que se ha hecho fuerte por haber sabido acomodarse es como el camaleón que adopta el color del lugar donde está. El que es fuerte por haberse atrevido a ser libre pinta los lugares con sus colores, y hasta sabe respetar, si hace falta, los colores del terreno. Pero en este mundo donde vivimos la fortaleza de la libertad sale derrotada por la de la picaresca; y sacan más nota los pillos que saben copiar que los buenos que no han copiado; así se aprueban los exámenes.  
            El martes 25 de abril de 2012 el Barça fue eliminado de la champions por el Chelsea. Para quien viera el partido con un tanto de objetividad, había buenos jugadores en ambos lados (y no me refiero sólo a Drogba); pero el Barça era superior. Sucede que ser bueno es lo mismo que ser fuerte. A los débiles no les queda otra opción que ser pillos, ya lo dijo Torres al final del enfrentamiento: no habían hecho un buen fútbol, pero ésas eran las armas que tenían. Para vencer al fuerte lo mejor es no dejarle jugar, y eso se conseguía atándolo. El Chelsea blindó su portería con dos líneas cerradas que funcionaban como un doble muro de contención; imposible atravesar ese muro, había más cuerpos que aire; y sin embargo el Barça lo atravesó; dos veces; dos goles, uno de ellos anulado; porque era el más fuerte; sólo una fortaleza titánica puede atravesar un muro de cemento; el Barça lo hizo; pero, con mala fortuna, sucumbió dos veces en sendos contraataques; dos escapadas solitarias para tirar a portería vacía. 


            El azar juega un papel importante en la selección natural. No el mérito. El azar quiso que el Chelsea ganara sin merecerlo. Las palabras de Torres describiendo su juego hablan por sí solas: no somos fuertes (vino a decir); hemos hecho lo que podíamos. No dejar jugar al fuerte. Recurriendo a la picaresca. No a la excelencia. El azar quiso que, cuando el Barça ya era victorioso, el Chelsea marcara en el descuento de la primera parte. Una jugada afortunada. Pero injusta. Si la suerte hubiera sido otra es muy posible que el Chelsea hubiera tenido que jugar al fútbol; olvidarse de su doble muro de cemento, de su obstrucción, de su trinchera; y en esas condiciones, jugando uno contra otro, es posible que hubiera sido goleado. Pero la fortuna quiso que pudiera atrincherarse. Que hubiera un partido donde unos jugaban y otros no dejaban jugar. Y que, para colmo de las paradojas, ganara el que no jugaba. El pícaro le ganó el pulso al bueno, el débil ganó al fuerte. El camaleón al hombre.
            Un cúmulo de fatalidades fue el segundo tiempo. Un penalty que el portero no paró (pero que Messi tiró al larguero). Dos tiros al palo que hubieran sido goles. Un gol anulado en esa penetración extenuante por la muralla del Chelsea. Y un contraataque solitario en el que, sin jugar, el Chelsea metió un gol, como en el primer tiempo. El azar es una fuerza poderosa en el juego de la evolución. Es una injusticia que pierdan los que juegan porque otros se hayan negado a jugar. Suele ocurrir lo mismo en la sociedad de todos los días. Hay profesionales muy preparados que no han estado en el lugar adecuado en el momento preciso; y otros, mediocres, han sabido trepar con picardía. Ya lo dijo Ortega: el problema surge cuando se produce la ausencia de los mejores; cuando en los puestos de mando no tenemos a los mejores, sino a los trepas; y cuando, empeñados en silenciarlos, consiguen hacer lo necesario para que no puedan jugar. Un país va al desastre cuando los mediocres consiguen lograr la ausencia de los mejores. Mozart eliminado por Salieri. El Barça por el Chelsea.
            Pero hay diferencias: Salieri fue malvado (el Chelsea sólo listo); el Barça supo perder (otros hay que, sin felicitar al adversario, se meten con el árbitro, se enredan en la camorra, airean errores, escatiman méritos). El Barça, en medio de la adversidad, se reivindicó abrazando al vencedor, asumiendo la derrota; Guardiola en cabeza. En su deportividad está su grandeza: reconocer el mérito del adversario (porque el Chelsea, a pesar de todo, supo defenderse). Y aunque sus líneas fueron perforadas, hace falta saber fútbol para defender con la intensidad con que defendieron. Pero no fueron creadores en el terreno de juego; fueron, por el contrario, destructores de la creación. Eran buenos, pero no los mejores: por eso se hicieron nihilistas; a falta de crear juego, destruyeron el que había.
            Así es la sociedad. Como decía Kant, los buenos suelen salir perdiendo. Nos encontramos a Benjamin, a Ortega, a María Zambrano. Por eso los perdedores nos resultan tan simpáticos, y eso era lo que representaba, para nosotros, Fernando Fernán Gómez. Hay épocas de crisis en las que vencen los que destruyen a las fuerzas creadoras; las tierras estériles se enseñorean de las tierras fértiles. Entonces nos acordamos del Barça. En su derrota está su grandeza. En su nobleza está el juego, en su respeto del adversario: porque supo ganar, supo perder. Bien está que el bueno le gane la partida al malo, pero no está bien que los buenos ganen a los mejores porque entonces el notable vale, por supuesto, mucho más que el sobresaliente. La lucha por la vida le gana el pulso a la lucha por la excelencia (porque llamamos vivir al sobrevivir cuando la vida verdadera es vida plena y desbordante: la excelencia, que pierde las batallas frente a la mediocridad).
            Se hace camino al andar, que decía Machado: pero otros van por los caminos trillados. Sobrevivir, en este mundo, vale más que vivir plenamente. Luchar por la supervivencia vale más que la voluntad de ser mejores, y en el mundo impera, como decía Ortega, la ausencia de los mejores. 





sábado, 20 de junio de 2015

La Francisca.








LA FRANCISCA


            Muchas veces me acuerdo de la Francisca. Yo iba mucho a Orejana, casi siempre a pie, algún día en borriquilla. La Francisca era mucho más que mi prima: era mi amiga. Juntas andábamos por el campo y hablábamos siempre; ella me contaba sus cosas sentada en la casa, mientras yo cosía, y las calles sembradas de tejados, amarillos como granos de trigo, con sus tejas rotas, se esparcían por las calles. Había un pilón donde los mozos se tiraban los días de fiesta. Me llamaba mi tía Segunda y yo pasaba allí muchas temporadas, cosiendo para la gente, y me pagaban con la cama, con la comida, con alguna hogaza de pan, con alguna cosilla. Orejana es un pueblo humilde sembrado en la tierra. Los vaqueros iban por el prado, entre los árboles, los hombres araban el campo, por allí pasaban los pastores, con sus pellizas, con sus zamarras, bajo un cielo de esquilas, como humildes estrellas sonoras, con sus ovejas.
            Yo me sentaba en la casa. Allí cosía para todos, dejándome los ojos, y en mi casa me esperaban, celebrándome como una fiesta, cuando iba con mi hogaza, y comían. Los días que no iba a coser no había hogaza. O la cambiábamos, cuando iba con mi madre, andando por los campos, a Orejana, a Nieva, a la Nava, a Muñoveros; íbamos a cambiar el aceite por pan, y recorríamos sendas interminables, y llegábamos cansadas después de haber andado todo el día; salíamos de madrugada y volvíamos cuando había anochecido; y cuando veíamos a los guardias teníamos que tirar las bolsas por los terraplenes para que no nos las quitaran; luego desandábamos lo andado y las recogíamos; teníamos que llegar a casa con hogazas para que comieran, en Segovia no había; o había muy pocas, o no podíamos comprarlas con la cartilla de racionamiento. Los días eran lentos, pesados, aburridos.
            Orejana se levantaba en fiesta con dulzaina y tamboril. Las calles se volvían cantarinas cuando llegaban los pastores. Yo bailaba y reía, y los mozos se esparcían como un rosario, y al que se dejaba coger, agarrándolo entre todos, lo tiraban al pilón. La iglesia se llenaba para celebrar a San Roque. Afuera los mozos y mozas, poniéndose frente a frente, bailaban el paloteo. El sol se solazaba en el cielo los días de fiesta. Pero cuando se iban los pastores, y los vaqueros volvían al campo, yo me quedaba cosiendo. Entonces pasaba largas veladas con mi prima Francisca. ¡Cuántas veces hemos hablado de nuestras cosas! 


            Mi prima Francisca tuvo un hijo. Su madre se lo llevó, una mañana de aquellas, y lo metió en la inclusa. ¡Cuántas veces he visto llorar a la Francisca! Su novio quería casarse, pero en aquellos tiempos a las madres solteras no se las miraba con buenos ojos; ni siquiera cuando se casaban; el mozo tuvo que marcharse y ya no volvieron a verlo, nadie supo cómo buscó trabajo ni dónde se había ido. Mi madre se fue al hospicio preguntando por su sobrino. “¿Cómo te lo quieres llevar”, le dijeron, “si tienes tantos hijos?” “Eso me da igual”, contestó ella; “él es mi sobrino y yo lo quiero”.
            Pero no se lo dieron: le dijeron que el niño había muerto. Mi madre no pudo criarlo y la Francisca se quedó sin hijo. ¡Cuántos días la he visto llorar, reclamándolo impotente, clamando al cielo porque en la tierra no la escuchaban! La Francisca se consumió en su pena y un día, antes de que pasara un año, se murió. Yo me quedé sin mi amiga; sin las largas tardes hablando, cuando me contaba alegrías y penas, entre aquellos muros. Su madre lo sintió, sin duda; pero sintió más lo que hablaba la gente, sintió más las murmuraciones, que endurecieron su corazón, y sus ojos se secaron; su cara se arrugó como una piedra, su rostro enjuto; y no volvió a hablar de la Francisca; no volvió a hablar del niño, ni del novio que se marchó del pueblo, el silencio lo enterró todo, y fue como si no la quisieran, como si entre todos la hubieran matado, como si no la pudieran perdonar, como si nunca hubiera existido; la honra era una fuerza más grande que el amor; la honra endurece los corazones, seca el alma, convierte las carnes en piedra, y se secan los pueblos al sol, congelando los cuerpos en las calles, como caparazones de insectos vacíos, incapaces de sentir, maldita sangre de Caín, como bosques petrificados, terribles estatuas de sal, cuerpos sin alma, arcilla sin soplo, corazón sin espíritu, gentes sin entraña.
            Yo me acuerdo mucho de la Francisca. Ahora que soy vieja, que mis piernas apenas andan, que mis ojos no ven y mis manos ya no cosen, que no hay dulzaina ni tamboril, ni los mozos se tiran al pilón, ni tampoco le bailan a San Roque, ni se alegra el pueblo de pastores, ni tampoco se elevan al cielo, como campanas humildes, las esquilas. Muchas veces me acuerdo de la Francisca. En la penumbra cuando estoy sola, cuando apago la luz o me meto en la cama por las noches, cuando mis ojos se encienden en la oscuridad, acurrucada en la negrura, con mis dos piernas dobladas, abrazada a la bolsa que me calienta, y se cierran mis párpados al mundo, y sólo se abren a su mundo; en él se llenan de colores y me llevan a Orejana, donde pasean los vaqueros; y los árboles tachonan los prados, y me vuelvo joven de nuevo, y mis piernas vuelven a bailar, y mis dedos de nuevo cosen, cuánto me acuerdo de mi juventud: de la Francisca.
            La Francisca se apagó lentamente cuando le quitaron a su hijo. Las manos endurecidas del campo endurecieron también su corazón, le salieron callos en el alma y se olvidaron de sentir, y se volvieron de piedra. Sobre mis años arrugados se ha extendido el silencio. Pero a veces oigo sonar las espadañas, en el pueblo nos habla el campanario, siento las ovejas en el campo, las siento sin verlas porque se oyen, lejanas, las esquilas. Y oigo una voz que me habla. Una voz me susurra sin hablar, y yo la entiendo sin palabras (cuando todavía teníamos corazón, y el pueblo no se había petrificado, antes de que todo fuese duro, la ternura); abro mis oídos y quiero escuchar, pero siento las campanas sin oírlas (los misterios que tiene el corazón), se me hunden en las entrañas, que de pronto se ponen a vivir, volviendo al cariño cuando cosía en su casa; y le hablaba de mis cosas y ella me hablaba de las suyas, cuando el mundo servía para sobrevivir, y el hambre te sacaba el sentimiento, y no vivías. De pronto revive mi corazón, por momentos lo siento que siente. Esa alegría me hace oír a las ovejas cuando mis oídos se han vuelto sordos. Me hacen ver los campos cuando mis ojos se han vuelto ciegos. Me hacen sentir la música cuando mis piernas no pueden bailar. La vida se llena de pastores, porque mis sueños se llenan de su voz: es la Francisca.




sábado, 13 de junio de 2015

¿Esto entra?






¿ESTO ENTRA?
 
  
            Hay una ruta que une Segovia, San Rafael y Guadarrama. El viajero está en Segovia; quiere ir a Guadarrama. Mira el mapa y localiza la ciudad de Segovia; luego se fija dónde está Guadarrama; traza una línea con la regla y se dispone a viajar: entonces se da cuenta de que está perdido; no hay ningún letrero que lo oriente hacia Guadarrama; y si, por casualidad, pasa por San Rafael, no sabrá si está o no en el camino adecuado; claro; cuando miró en el mapa se fijó en Segovia y Guadarrama, no en San Rafael.
            Hay un vicio muy extendido propio del mal estudiante. Siempre hace la misma pregunta: ¿esto entra o no entra? (en el examen, claro). Para estudiarse sólo lo que entra; lo que le ha dicho el profesor; lo que está subrayado; y así, cualquier error en las respuestas es culpa del profesor. “Ha preguntado por la perspectiva cónica. Eso no entraba: yo me he estudiado sólo la isométrica y la caballera”. ¡Hala, un punto menos! No es un punto que yo he perdido, es un punto que el profesor me ha quitado.
            Primer capítulo: la suma. Segundo: la resta. Tercero: la multiplicación. Cuarto: la división. Quinto: las potencias. Sexto: las raíces cuadradas. Para matricularme en este curso tengo que saber hacer raíces cuadradas; me estudio, por tanto, sólo el sexto capítulo. Luego me preguntan por una resta en una de las raíces y no me la sé; yo no me sé la resta llevando. Luego me suspenden porque, sabiendo hacer raíces, me he equivocado en la resta. Protesto y me dicen: “aquí no puede pasar el que no sepa restar”. Entonces voy y lo denuncio. Ese profesor ha jugado sucio. Me ha suspendido por no saber restar, y la resta no entraba.
            Clase de filosofía. Aquí tengo a Sócrates, Parménides, Heráclito, Platón, Gorgias y Pitágoras. El alumno pregunta: “¿qué entra en el examen?” El profesor le dice: “Platón”. Y entonces el alumno se estudia a Platón. Llega el día del examen. Primera pregunta: “habla de la presencia de Heráclito en Platón”. Respuesta: “en el mundo sensible”. Pero yo no me lo sé: Heráclito no entraba. Segunda pregunta: “¿cuál es en Platón la huella de Parménides?” Respuesta: “el mundo inteligible”. Pero yo no me lo sé: Parménides no entraba. Tercera pregunta: “ideas que Platón tomó de Pitágoras”. Respuesta: “la reencarnación y las matemáticas”. Pero yo no me lo sé: Pitágoras no entraba. Cuarta pregunta: “cita una obra de Platón cuyo título sea el nombre de un sofista que no sea Protágoras”. Respuesta: “Gorgias”. Pero yo no me lo sé: Gorgias no entraba. Quinta pregunta: “¿quién fue el maestro de Platón sin cuya muerte la filosofía habría ido por otros derroteros?” Respuesta: Sócrates. Pero yo no me lo sé: porque Sócrates no entraba. El alumno suspende; y hace una reclamación en toda regla; “el profesor no ha hecho ni una sola pregunta de lo que entraba y se ha inflado a preguntar sobre cosas que no estaban en el temario”.
            Clase de geografía. Entra el relieve, las coordenadas, la hidrografía, las corrientes marinas y los factores del clima. El profesor pregunta por el clima que hace en Asturias: y yo no me lo sé, porque eso no entraba; pero, claro, yo tengo la obligación de conocer su relieve, su latitud, su hidrografía, su proximidad al mar, la presencia o ausencia de corrientes; con eso yo habría podido hacer deducciones sobre su clima; aunque no entrara. Estudiarse sólo lo que entra es aprenderse las cosas de memoria; conectarlo con lo que ya sabemos es aprender a razonar.
            Historia. Hemos estudiado la caída de Constantinopla, pero eso no entra; ahora entran los reyes católicos. El profesor pregunta por qué apoyaron a Colón y el alumno no lo sabe; y cuando le dicen que, con la conquista turca, se rompió la ruta de la seda y los países tuvieron que buscar otras rutas alternativas para acceder a la India, el alumno responde: “eso no entraba; estaba en el tema anterior”. Y, claro, el alumno rompía todos los apuntes cada vez que pasaban al tema siguiente. 


            ¿Se puede entender a Colón sin hablar de los turcos? ¿Se puede entender a Platón sin los presocráticos? ¿Se pueden hacer raíces sin saber la resta llevando? ¿Se puede ir a Guadarrama sin pasar por San Rafael? El estudiante se ha acostumbrado a fijarse en el punto de llegada sin conocer el de partida; y, lo que es peor, sin conocer el camino que conduce a él. El saber que estudia el alumno es un saber fragmentado, e inconexo. Las cosas hay que estudiarlas por separado, sin conectarlas entre sí. Cuando se examina de una cosa eso ya no entra en el siguiente examen, está prohibido volver a preguntarlo. En cada examen el alumno se especializa en una cosa; y se olvida de lo que se especializó en el examen anterior. Esta forma de desarticular las cosas, quitándoles el hilo que, al conectarlas, les da sentido, constituye la barbarie del especialismo, que denunciaba Ortega. Es como si un hombre maltratara a su esposa y por la noche su esposa se negara a abrazarlo. El hombre le pregunta por qué. La mujer le dice: “porque hoy me has maltratado y yo no estoy de humor”. Y el hombre le contesta: “eso fue cuando estábamos en la cocina; ahora estamos en la cama y eso ya no toca”. ¿Se puede vivir así? ¿Se puede llevar una vida compartimentada? ¿Que lo que hagamos por la mañana no tenga consecuencias sobre lo que hacemos por la tarde? ¿Puede un marido maltratador pedirle cariño a su mujer en los momentos en que no la maltrata? La vida tiene episodios diversos: primer episodio, el maltrato; segundo episodio, ir a la fábrica; tercer episodio, hacer la comida; cuarto episodio, ocuparse de los niños; quinto episodio, el abrazo en la cama. ¿Se pueden desconectar estos episodios entre sí, como si la vida fuera una yuxtaposición de escenas que no tienen un hilo conductor? ¿Puede analizarse lo que pasó en el último episodio sin tener en cuenta lo que sucedió en el primero? ¿Significa eso que el momento presente es lo único que entra en el examen, y que lo que pasó antes hay que olvidarlo porque ya no entra? 


            De acuerdo: relacionar las cosas es aprender a pensar; hacer de la vida una yuxtaposición de compartimentos estancos es condenarse a hacer las cosas sin buscarles sentido. Eso no significa que en un examen de un tema haya que estudiarse todos los temas. La cultura, como muy sabiamente dijo alguien, es lo que queda cuando hemos olvidado lo que hemos aprendido. Lo que hay que recordar de los temas que ya no entran es lo que da sentido a los temas que entran. De un tema a otro está permitido olvidar los detalles, pero de ninguna manera los hilos conductores. Cuando te examinas de Platón no tienes obligación de acordarte de todo lo que dijo Heráclito, pero sí de la influencia que Heráclito tuvo en la concepción platónica del mundo sensible. Cuando estudias a Colón no hay que acordarse de todos los avatares de la toma de Constantinopla, pero sí de que su conquista bloqueó la ruta de la seda. Cuando aprendes a extraer raíces no hay que saberse todas las propiedades de la resta, pero sí hay que saber restar y multiplicar y dividir, y saber hacer potencias. El árbol de la ciencia tiene muchas raíces y muchas ramas; cada vez que estudiamos una de sus partes hay que conocer las ramas y raíces que la conectan con las otras partes, pero eso no quiere decir que de cada parte lo tengamos que recordar todo. Un profesor no es el que se lo sabe todo sino el que sabe buscar lo que necesita cuando se lo preguntan. Un profesor es una máquina de pensar: no un diccionario ambulante.
            Eso mismo cabe decir de los alumnos.  A la pregunta “¿esto entra o no entra?” habría que contestar: entra todo lo que cabe en tu mapa conceptual; sólo eso; y como un papa conceptual, como todo árbol, tiene ramas, entra todo lo que guarda relación con las cosas que antes hemos estudiado; la relación nada más: no el detalle. ¿Entra San Rafael en el camino que va de Segovia a Guadarrama, aunque nosotros no queramos ir a San Rafael sino a Guadarrama? ¿Significa eso que tenemos que conocer todas las calles de San Rafael?
            La vida es una red de lazos, una tela donde se entrecruzan los hilos sin que ninguno quede deshilachado. En ese telar, que es el vivir, nuestro ser guarda la memoria de las cosas necesarias: no de todas las cosas que hemos aprendido. Para trabajar necesitamos una memoria RAM, que sabe buscar en el disco duro; pero para saber buscar necesitamos conocer, como mínimo, los hilos; las sendas, los caminos: no los lugares por donde hemos pasado. Y esa máquina de pensar tiene un corazón que siente, que les da sentido a las cosas; esas cosas que con la razón sola serían sólo piedras en el camino. Con el alma, con el corazón somos, como diría Kant, algo más que sólo una máquina. 





sábado, 6 de junio de 2015

Atapuerca





ATAPUERCA
1


            Benjamín quiere decir “querido de Yaveh”. Aquel cráneo pertenecía a una niña y la llamaron Benjamina. Lo encontraron en Atapuerca: pertenecía a un grupo de preneandertales; hace medio millón de años. Benjamina nació enferma. Su madre se cayó, o la golpearon en la barriga cuando estaba embarazada, y su cara se deformó por el abultamiento del cráneo a causa del golpe. Cuando nació, tenía problemas motores; le faltaba el conocimiento y no podía aprender como aprenden los niños de su edad.
            La naturaleza es dura. Los animales matan o rechazan casi siempre a los deformes. En Esparta los arrojaban al abismo, y hasta el mismísimo Platón aprobaba el infanticidio. Pero hace medio millón de años Benjamina no murió. Vivió hasta los diez años gracias a los cuidados de su familia. El grupo la mimaba, la protegía, de aquellos individuos había brotado la humanidad; y la humanidad se rebelaba resueltamente contra la naturaleza. Algo cálido había nacido en ellos. Algo entrañable que despertaba el amor por los débiles, y los movía a ocuparse de las personas que no valían ni se podían valer.
            Todavía en el siglo XX, cuando los campesinos pasaban hambre, recibían a los recién nacidos diciendo: ¡otra boca que alimentar! Y cuando tenían pocos años los arrojaban al campo: otro brazo más para el trabajo. Pero Benjamina, hace la friolera de medio millón de años, no servía para nada y sin embargo la cuidaban. La querían, la protegían, porque no era un brazo más que no estuviera lista para el trabajo: era Benjamina. Y Benjamina, acurrucada en el calor de la tribu, era un ser único: no sólo uno más entre ellos. Si moría, no moriría uno entre tantos; moriría ella. Ella: Benjamina; y sus padres llorarían por esa niña a la que nadie en el mundo podría ya sustituir. Kant descubrió el respeto, pero aquello era mucho más que respeto; los seres preneandertales de hace medio millón de años habían descubierto el amor.

 
2


            Miguelón era un preneandertal: un hombre heildelbergensis. Lo llamaron Miguelón en recuerdo de Miguel Induráin, que ganó su segunda vuelta a Francia cuando los paleontólogos lo descubrieron. Tenía unas veinte heridas en el lado izquierdo de la cara y uno de aquellos golpes le había destrozado una muela. La muela se le infectó y le salió un flemón enorme, pero la gente lo cuidaba: porque no podía valerse por sí mismo y estaba indefenso. No podía masticar y sin embargo sobrevivió: porque alguien le masticaba la comida para que él, que no podía comer, la comiese. Y así, entre cuidados, la infección subió por la cara y le llegó al ojo; allí se extendería por el torrente sanguíneo hasta pasar a todo el cuerpo: el pobre Miguelón murió de septicemia.

 
3


            Lo enterraron en un hoyo, con los pies doblados, acurrucado en posición fetal, como pidiendo perdón por molestarlos. Sus familiares dejaban semillas para que pudiera emprender un largo viaje, el viaje hacia el más allá. Se han hallado granos de polen en su tumba, porque le pusieron flores. A Miguelón lo lloraron sus seres queridos. A Miguelón lo echaron de menos. Ya imaginaban que los muertos emprendían un largo viaje y se preocuparon de que en la travesía sobreviviera. El culto a los muertos, tanto o más que la inteligencia, era un rasgo de humanidad que los diferenciaba. Una visión casi mística donde el amor se fundía con la esperanza. Y se quedaban con la tristeza, con la soledad callada, porque el muerto ya no podría volver a verlos.
  
4


            La piedra no era piedra. No eran las paredes de la cueva, era una membrana que separaba este mundo del de los espíritus. A los espíritus había que tenerlos contentos. Y pintaban animales, para que les fuesen propicios en la caza. Y pintaban manos, para dejar constancia de que pasaron por el mundo. Pintaban con aerosoles. Era pintura naranja (óxido de hierro), amarilla (hidróxido de hierro) o negra (carbón). Se rascaba polvo de las piedras y se mezclaba con agua, formando una pasta líquida que se conservaba en unos cuencos. Luego, con dos cañitas, soplaban y la pintura se extendía sobre la piedra, exactamente como los aerosoles de hoy. Ponían las manos (normalmente con los dedos abiertos), se pulverizaban, y su silueta quedaba recortada como un negativo sobre la pared de la cueva.
            Una relación íntima y extraña se entablaba entonces con los espíritus. Un estremecimiento les recorría el cuerpo. La sensación de ser tocados por el destino, el sentimiento de la creencia: y se transportaban los cuerpos al otro lado de la membrana, porque la visita de los seres de aire era un anticipo de aquella otra visita, seguramente maravillosa, que haremos cuando estemos muertos.

 
5


            El hombre cogió una lasca de sílex que había cortado cuando estaba haciendo herramientas. Chocando dos trozos salían chispas de luz, pero él quería chispas de calor. Apoyó el sílex sobre un poco de yesca, con una mano, y con la otra lo golpeó con un pedernal. Saltaron chispas que iluminaron la sala. Una de ellas prendió en la yesca, pero no se formó un fuego: salió una brasa. Entonces hizo un nido de paja y puso dentro una espadaña: sobre ella depositó la motita de brasa. Sopló repetidas veces y la espadaña aceleró el proceso, hasta que salió la llama.
            La llama prendió en el interior de una cabaña. En la mitad había tocones colocados en círculo, y en los tocones estaban sentados los neandertales. Sus ojos se abrieron, inspirados por el asombro, y aspiraron el resplandor de sus caras.
            Había nacido el fuego. Con el fuego se podían proteger del frío, calentar la comida para que no estuviera dura, ahuyentar a los animales. Pero también se podían reunir alrededor de la lumbre. Prolongar las luces del día cuando llegaba el umbral de la noche. Hablar, contar historias, trenzar fantasías, desarrollar la inteligencia, enriquecer el lenguaje. El fuego le puso humanidad a la vida, estrechó los lazos, reforzó los vínculos. El fuego era el calor humano de las gentes que amaron a Benjamina, que cuidaron de Miguelón, que los enterraron cuando murieron. El fuego nació de una chispa guardada en los corazones y salió del pecho, ardió en la cueva, la hizo entrañable. Iluminaba sus rostros y era una luz de penumbra que latía en el hogar: desde entonces el hogar fue el corazón de la casa y la propia casa vivía en torno al fuego, como el corazón en el pecho; una fuente de alegría, una fuente de calor. Todo fue entrañable cuando la casa se convirtió en hogar, porque ahora todos se sentaban alrededor del fuego.