viernes, 22 de septiembre de 2017

LA MUERTE DEL ABUELO




LA MUERTE DEL ABUELO
 

1.

            Así también los pastores separaban a las ovejas: para la vida; para la muerte. Cuando una oveja ya no sirve le cortan el rabo y entonces esa señal es para morir. Los pastores no aman a los débiles, y los matan. Y los dejan reducidos a carne. Carne ya para el matadero.
            Así también los vencedores separaban a los vencidos para la vida: para la muerte. Veían en la patria un rebaño al que había que salvar, y para salvar a muchos tenían que morir algunos. Muchos, aquellos días, murieron: pero eran pocos al lado de los que vivieron. Sobrevivieron como espectros retorcidos, hércules importantes, sombras del hades que ningún orfeo vino a rescatar. Sobrevivieron como cuerpos sin espíritu, materia inerte y carne sin vida, y en su seno la voluntad fue arrebatada. Los convirtieron en bultos obedientes y la obediencia vivió en brazos del miedo. Los transformaron en ojos temerosos.
Y fueron gentes sin cara, animales que trabajaron como ganado, bueyes nacidos de los toros, brutos conducidos por los yugos, frentes agachadas, miradas cautivas. Fue una inmensa cortina de trabajadores y se desparramaron por el campo, manso ganado derrotado y guardado por los pastores: para la vida; para la muerte.
¿Qué voluntad era aquélla que obraba con férrea libertad sobre las vidas ajenas? Las vidas se convirtieron en granos de polen arrebatados a las flores por el viento, dispersados por insectos en los campos, sembrados a los cuatro vientos por la suerte. Como las olas arrastrando conchas hasta la tierra, como la tierra llenándose (bosque, playa o roca) de miles de costras de moluscos, arrancados por la suerte de su hábitat natural: para la tierra, para las aguas; para la vida, para la muerte. El viento arrastra las semillas al azar de las cosechas y lleva a unas hasta las flores, dejando a muchas en el desierto: para la vida; para la muerte. Y ese azar que es la vida se cruza a veces con aquella voluntad que quisiera gobernar lo ingobernable. La que se erige en juez y parte, separando a la gente en malos y buenos, disponiendo a capricho de los juegos del azar: para la vida; para la muerte.
Rebaños de presos pacieron llevados por extraños pastores. Unos pastores que, como los que iban a la trashumancia, llevaban a las ovejas por inexorables cañadas. Cañadas, caminos separando a aquellos presos del rebaño, como ovejas enfermas y corderos apestados; condenados al viaje sin retorno, sin remisión, como bestias ponzoñosas que había que sacrificar para salvar al rebaño; como seres con el estigma grabado de la muerte, insignificantes granos de polen arrastrados por el aire a un viaje sin fin. Y aquel viaje (viento despiadado) fue la suerte azarosa que repartieron voluntades sin corazón.
Había acabado la guerra. Pero lo que vino después no fue la paz, sino la venganza. Unos pastores habían sucedido a otros y allí estaba el rebaño, siempre manso, pasto de pastores y ahora pasto nuevo. Pero sucedía que aquel no era un rebaño de ovejas, no: no eran bueyes los que allí había sino toros; toros y niños. Los bueyes eran rebaño que habían dejado para la vida. Yugos y cadenas habían quedado para los bueyes, y monstruos para los toros, reptiles alados, y sierpes. La tierra era un desierto en cuya superficie penaban los vivos y en cuyo seno bramaban las tumbas. Cadena perpetua y pena de muerte. Bueyes encadenados y toros de holocausto. En eso se había convertido España: en un lugar donde se rendía culto a la vida, pero sólo para la muerte.



2.

            El mayoral del marqués de Alvaida tenía enferma a su mujer. Marcelina iba a lavarle la ropa y a hacerle algunos menesteres de la casa, y la familia, agradecida, empezó a mirar por ellos. Cuando llevaban vacas al matadero avisaban a Marcelina y ella se llevaba vientres, entre tripas y callos, y sacaba comida para algún tiempo. Y en el frío del invierno, con los temporales, se moría algún choto o alguna vaca y también bajaba y se llevaba toda la carne que podía. Un día le pegó una paliza tremenda a  uno de sus hijos por faltar al trabajo; el chico quería volver a casa para ir a la fiesta del pueblo, pero no era más que una excusa para disimular la nostalgia de trabajar lejos de casa; sazonada también con los malos consejos de otros mozos. Los malos tiempos hacen malos genios, y a los sentimientos tiernos los endurecen los vientos; y la pobre Marcelina, que cargaba con la responsabilidad de ver comer a sus hijos, la enfureció la ira... Marcelo era cabrero en casa del tío Zoilo, en la parte opuesta de la Pedriza, en lo que se llamaba la Sierra del Francés. Era duro trabajar en el monte lejos de casa y eso Mariano lo sabía; por eso –él la había tenido algunas veces- supo comprender aquella debilidad que se había apoderado de su hermano.
            Duro era el trabajo de la mujer. Cansada y aburrida, sin consejo de nadie, la pobre Marcelina vivía su soledad como una condena. Era la soledad de quien cargaba con todas las responsabilidades; la soledad de decidir; la soledad del manager. De día trabajaba cavando y sembrando judías. Recogía hierba cuando venía el tiempo, segando mies a mano con la hoz. Trabajaba como los hombres. Pero luego iba a casa y también trabajaba como las mujeres. Hacía la comida, cosía la ropa... ¡Cuántas veces la oyó cantar, cuando se despertaba a media noche, para no dormirse mientras cosía!
            -¡Pero madre, acuéstese ya!
            -Sí, sí, ya voy.
            La dura rueda de la fortuna giraba entonces convertida en rueda de los infortunios. Tras la matanza de los inocentes, los otros inocentes tenían que sobrevivir. Sobrevivir era duro.
            -Pero madre, ¿todavía está usted ahí? ¡Váyase a la cama!
            Cualquier exceso que la hubiera podido cegar estaba perdonado de sobra.
            Y entre tantos sinsabores descollaba el del hermano más pequeño, el de su hermano Casto. Desde los cuatro años tuvo que ir a guardar cerdos; corría detrás de ellos y no los podía seguir, y entonces se caía, los huesos se le salían de su sitio; a Casto se le descoyuntaron los brazos, las muñecas, los pies, las clavículas. Una mujer de Colmenar se los arreglaba. Desde muy pequeñito tuvo que ganarse el pan y por eso era inculto. Por las noches llegaba a casa, pasadas las once, y le decía a su hermano:
            -Mariano, ponme una cuenta y una muestra para escribir.
            Pero el hombre se quedaba dormido. Tenía que madrugar, llegaba cansado... No consiguió más que mal leer y hacer los principios de las cuentas. Otros lo tienen a mano y lo desaprovechan; muchos hay que no había quien les metiese las letras en la cabeza; pero algunos, como él, buscaban leer, buscaban escribir y les gustaba contar, pero la rosa de los vientos no estaba orientada hacia ellos, no les apuntaba. Quiso ser algo en la vida, vivir de lo suyo y no depender de nadie, y no pudo disipar la niebla que había en su mente. Duros tiempos en los que no se vive por sobrevivir. Cuando se cubrió su cara de arrugas y los aires del otoño empezaron a soplar, muchas veces recordaron aquellas noches; unas noches eternas que habían pasado juntos arropados por la lumbre:
            -Mariano, ¿te acuerdas de cuando me leías el Quijote? ¡Qué panzadas de reír!



3.

            El esclavo se somete al amo como si el amo le estuviera haciendo un favor; tal es la estrechez de la mente, o la afrenta de la necesidad. En la primavera de 1944 entró Mariano a trabajar bajo las órdenes de Pascual Palomino, que se vanagloriaba de ser un santo cuando su aureola se iluminaba solamente de inhumanidad. Con él aprendió lo que era la esclavitud. Se levantaba a las cinco de la mañana para limpiar la vacas suizas, antes de que él las fuera a ordeñar. Después le preparaba la yegua para que se fuese a Colmenar, donde estaba su molinero. Tenía que cogerle un pie para que subiese a la montura y después tenía que hacerle una reverencia y decirle.
            -Que lo pase usted bien, señor.
            Cuando regresaba, por la tarde, tenía que hacerle otra reverencia mientras le ayudaba a bajar, y le decía:
            -Señor, ¿qué tal lo ha pasado usted hoy?
            Y él, a menudo, le respondía:
            -Bien, gandul.
            Por la mañana tenía que labrar la tierra y sembrar judías y patatas. Por la tarde trabajaba a las órdenes de un montañés, que tenía atribuciones para que hiciera de él lo que quisiera. Se acostaba a las doce de la noche, pero antes tenía que ponerse de rodillas y decirle:
            -Señor, ¿me puedo ir ya a mi casa?
            Aquel verano Pascual comenzó a construirse una casa junto a la iglesia. Mariano y el montañés se pasaban el día segando y trillando, y por la noche, después de cenar, tenían que coger dos carretas de bueyes y marcharse a Colmenar en busca de piedra; llegaban al amanecer, cargaban y llegaban a las diez a Chozas; almorzaban y otra vez a segar; segar la mies, recoger la hierba, cargarla en el carro y meterla en el pajar. Así estuvieron el verano. Dormían lo que dormían en las carretas; y los bueyes, que no llevaban guía, se paraban a comer en la cuneta y se salían de la carretera. Fue un milagro que no volcaran nunca, o que no se los llevara por delante un coche alguna vez.
            Cobraba ciento cincuenta pesetas más la comida. Como la comida no era buena, alguna vez le quitó un queso y lo metió a orillas del río en un agujero; de vez en cuando iba allí a comer un trozo, y pronto vio que tenía algunos compañeros; los ratones, que se invitaban solos al banquete.
            Llegó el verano de 1945. Al molinero que tenía Pascual se le recalentó un callo en la mano y Mariano tuvo que acudir al molino a requerimiento de aquél. Quince días trabajó en el molino. Trabajaba sin descansar, comía trabajando y Pascual, mientras comía, lo miraba por una ventanilla y le decía:
            -Mariano, Marianito, que te veo y la tolva se va a quedar sin grano.
            De día molían con luz eléctrica. Por la noche, la daban de estraperlo. De once a doce se lavaban un poco y comían algo, y a las doce llegaban los cargueros con trigo de estraperlo para seguir moliendo sin descansar. Molían hasta las cinco de la madrugada, porque a esa hora cortaban la luz y aprovechaban para tomar café con churros; a las seis la volvían a dar. Eso duró quince días. Quince días sin dormir. Quince noches trabajando mientras Pascual se metía en su cuarto y echaba un sueño. Un día, mientras arreglaban unos fusibles, se fueron a comer a casa de unos amigos del amo; Mariano se cayó de cabeza encima de la mesa y lo echaron en un sofá: allí estuvo media hora, hasta que Pascual lo despertó; lo levantó, le hizo comer de prisa y se lo llevó de nuevo a trabajar.
            Quince días. Quince días con sus noches. Agotado, exhausto, sin dormir. Hasta que, fuera de sí, abrió la cebadera que regulaba la caída del grano y saltaron todos los fusibles; fue la única manera de parar aquello. Hubo que desmontar las piedras del molino, limpiarlas, picar las que estaban desgastadas; aquella obra duró cinco días. Aquel día iba Pascual para Chozas desde Colmenar, que era donde estaba el molino, y a Mariano hubo que atarlo con la correa; vencido por el sueño, no se tenía ya en la caballería. Llegados a Chozas le dejó ir a su casa; a que se echara un rato. Era el quince de agosto, día de la virgen. Quedó en volver a las siete. Su madre estaba impaciente porque apenas sabía de él, pero no pudo hablarle apenas; se acostó sin comer y, para despertarlo, mucho lo tuvo su madre que zarandear. Eran las siete. Las siete, sí, pero del día siguiente. Pascual Palomino no lo quiso ni ver.
            -Vete –le dijo-. Ya no te necesito.
            Ese fue el premio que le dio por sus desvelos. Pascual, el santo, que siempre llevaba el hábito de San Antonio. Siempre rezando, siempre pidiéndole a dios que protegiera a sus criados; él, que tan bien se portaba con ellos, ¡qué mal se portaban ellos con él!



4.

            Chozas era un pueblo clavado en la sierra madrileña. Había un camino de tierra que circulaba entre dos muros de piedra, de esos que rodean las dehesas donde se guardaban las vacas. En la tierra del camino crecían hierbas sueltas, algunas tramas, mudos matojos. Caminando, en primavera, podía oírse el canto de los pájaros, de la cigarra, de los grillos. Su casa estaba a la izquierda, rodeada de los mismos muros de piedra que guardaban las vacas; de aquellas parecillas que podían ser de gnomos o de enanos: liliputienses. Las paredes eran de piedra enterrada en barro y el suelo no tenía baldosas: podía ser de tierra apretada y enjuta o de barro y cemento, y podía ser -no lo recordaba ahora- de cualquier otro suelo compacto que no levantara polvo. A la entrada del corral, a la derecha, había una cuadra; allí guardó Marcelo sus dos vacas; allí pacían los animales alimentando el estiércol;  y allí, entre la paja, había telarañas espesas que tapizaban el suelo. Unas brillaban a la luz de la puerta abierta; otras, eran tan densas que sólo abrigaban oscuridad. Del arácnido techo colgaban, aquí y allá, sobre la cabeza de las vacas, dos enormes arañas negras.
            Frente al camino estaba la entrada de la casa. Hemos atravesado el patio, dejando atrás la vaquería. Estamos frente a la puerta. A un lado, antes de entrar, hay una palangana en una jofaina. El espejo gira sobre su eje para poder ver las caras desde todos los ángulos; de frente, en picado, en contrapicado, de perfil.
            Entramos. Vamos a dejar los cuartos, a la izquierda, y el retrete situado a la derecha. Sigamos de frente: allí hay una cocina con un perol colgado de un gancho, un gancho negro, envejecido, arrugado, que se ha llenado (como los árboles) de capas de humo superpuestas, y de grasa, y de metal quemado. El gancho pendía de un lugar recóndito, lejano, invisible, que se perdía allá arriba, en un pozo de misterio, entre las tripas de la chimenea.
            La casa. Sales de ella y vuelves a la pared de la dehesa. El camino. Te detienes en él y miras frente a ti, a lo lejos; el cielo inmenso y el manso pedregal de la Pedriza. Sigues. Dejas la casa a un lado y avanzas hasta la iglesia. Su torre alta, su campanario, sus piedras duras son testigo recio de la historia. De muchas historias que descansaban allí, o que lloran y penan, debatiéndose entre el dolor y la miseria. Sigues andando y por detrás hay un puente: por allí debajo corre el Mediano. El Mediano; un riachuelo casi anónimo, sin importancia, que baja discretamente sobre su lecho de piedra; su lecho de piedra y tierra que lame el agua en busca del mar de Madrid, el embalse (junto al castillo de Manzanares) de Santillana.
            El Mediano corta el pueblo en dos mitades que no se pueden separar, porque hay puentes; de todas formas el río se puede saltar de piedra en piedra. Las casas son humildes. Paredes de tierra, paredes de piedra, paredes de adobe de piedra y paja, paredes de chimeneas y cuartos, y cuadras para las bestias, paredes que callan. En medio de las casas hay caminos pedregosos que serpentean suavemente, apenas sin meandros; por ellas pasa el carro de la basura, del tío Jerónimo; por ellas las ovejas y las vacas, con su rastro de boñigas, paja y cagarrutas; por ellas las mujeres y los pastores, y los amos que no sufren y las mozas. Por allí una  colmena de gentes, levitando, flotando sobre el huerto de la vida, apenas sin posarse en ella, por sobrevivir.
            Así era Chozas en los primeros años de posguerra. Todo era piedra y tierra, matojos y monte bajo, animales y pastores, amos y criados, albañiles, peones, cabreros, molineros, vaqueros, sembrados. Y dehesas que pacían en la indolencia de la tarde donde pastaba el ganado. Sufrimientos sin cuento y pobreza; mucha pobreza. El alma humilde, no se sabe si cobarde o austera, acostumbrada a callar como es de rigor en los templos, habitados por dios, en los monasterios: calla y trabaja. Por las tardes, en los primeros días de posguerra, venía un hombre vestido de militar que les hablaba en la plaza a todos.
            -¡No creáis que esto ha venido para los ricos! ¡Esto ha venido para los pobres! ¡Los pobres, que son la sal de la tierra! ¡Las venas de España!
            Y ponía junto al pilón a unos jóvenes maniatados. Sacaba unas correas y las mojaba en agua, y les daba unos correazos que enmudecían en su terrible chasquido. Un mensaje de terror se elevaba desde el púlpito mudo de la plaza, y la gente enmudecía para no hablar ya; el escalofrío que recorría las venas del cuerpo dejaba para siempre las bocas cerradas. Una mujer, que gritaba con el corazón helado, sudaba lamentos en la profundidad del alma; y, con el alma supurando, en los pechos partidos se le oyó decir:
            -¡Ay, madres, para qué criáis hijos, para que los maten!
            La madre de la esclavitud es la ignorancia; que tiene por madre a la tiranía. Mariano fue a una casa de Colmenar para ayudar en la siembra. Él había arado ya, pero no sabía arar; sabía ordeñar, pero no le dejaban hacerlo; sabía dirigir una carreta de vacas, pero nunca le dejaban soltarse. Muy bien se cuidaban los amos de que no aprendiera. Bien sabía, sin haber leído a Bacon, que saber es poder.  


            Además, estaba desnutrido. Querían que arase como los demás, con la misma rapidez y la misma destreza, pero no podía ser; además de no enseñarle, no le habían dejado crecer. Estaba desnutrido, encanijado y sin fuerza: ¡eso no es ser vago, vive dios! Cogía el arado por la mañana y lo hacía bien, pero la falta de pericia le agotaba las muñecas; la muñeca derecha, que era la que llevaba el arado, le dolía tanto que se abrió; y tuvo que atarse una cuerda para poder seguir arando. Tal vez él mismo acababa siendo culpable por verse flojo e inservible. Tal vez, si los demás hubieran sido mejores amigos, él habría trabajado mejor. El atraso, el raquitismo, la represalia por ser hijo de rojo, todo se juntaba porque no le daban alimentos, ni para levantar cabeza ni para ver el sol. Un día la criada de don Julián de dijo que a Román le daban mejor desayuno que a él, y era verdad. Para comprobarlo entró sin avisar y lo pilló a la mesa; comía chorizo con pan, y sopas de leche cuando a él le daban café con sopas solas. ¿Por qué? ¿Por qué aquella diferencia en el trato? Para él era un misterio cuya causa quería conocer.
            Luego estaba la tristeza. Terminada la siembra, en otoño, lo llevó a guardar las ovejas que tenía en unos montes detrás de La Cabeza, cerca de Hoyo de Manzanares, entre Colmenar y Manzanares el Real. Allí, donde no había más que lagartos, culebras y mochuelos, se apoderó de él su vieja amiga la nostalgia. Y un día que venía a dejarle la comida le dijo que se quedara con las ovejas; y se fue. A veces se marchaba sin decir nada y no volvía; le pasó con Fernando, y con Ricardo; le pasó seguramente alguna vez más. Pero es que hay un límite al aguante, todos tenemos el nuestro, y no sabemos nunca cuándo el saco del sufrimiento está a punto de romper.
            Podía soportar las calamidades físicas, pero la nostalgia no; su corazón estaba roto desde los seis años que iba solo con las vacas, y que lloraba viendo alejarse a su madre cuando él tenía que dormir. Fue albañil. Trabajó en el lavadero, en los grupos escolares,  en la reparación y acondicionamiento de la iglesia... Sí, la puerta de la torre que daba a la calle la abrió él. Le costó quince días abrir el hueco en el muro a base de puntero y maceta. Un día le dio un chasquido en los riñones y se quedó doblado, sin poderse enderezar. El médico le dijo que era reúma, y él así lo creyó. Pero, como no se le pasaba, su madre lo llevó a la tía Cesárea, la misma que había curado a su hermano Casto; vivía en Colmenar.
            La curandera estaba a la puerta de su casa.
            -Os estaba esperando. Pasad.
            No se lo creyeron mucho; por lo menos, no se lo creyó él. Le dijo lo que le pasaba y, antes de que terminase, ella le dijo:
-Bájate el pantalón.
            Sorprendido (pues no acababa de creerse que ella adivinara el pensamiento), hizo lo que le mandaba. Ella se mojó los dedos en aceite, se los puso en los riñones y al punto le entró una suavidad que le hizo sentirse bien. Le explicó que, definitivamente, no era reúna. Eran sólo los tendones que por culpa del esfuerzo se le habían montado.
-Ponte derecho e incorpórate.
            Como si nada hubiese tenido.
            Mariano era escéptico y no creía en supersticiones. Pero sí creía que podía haber una fuerza magnética que le permitiera curarle. Y podía transmitir pensamientos y estar dotada de cierta telepatía; en efecto, él mismo, desde su escepticismo, tuvo ocasión de vivir experiencias similares. “Esa mujer era una santa. Esas mujeres no se debieran morir nunca. Yo no creo en los milagros, pero no cabe duda de que tenía un poder”, pensaría después Mariano, escribiendo sus memorias; cuando su pelo se volvió plateado y el vello del pecho, que se juntaba con la barba, se le puso blanco como la nieve.


5.

 
            La vida noble es casta de sangre, casta de siembra. La sangre es la herencia que nos dejaron nuestros padres, en ella hemos nacido para comer y dormir. La siembra, como alma que cultivamos al viento, es horizonte nublado en el que espoleamos el caballo. Almas nobles, nido de gestas, corazón sintiente; aristocracia de la vida. La aristocracia de la vida vive del esfuerzo y no la aristocracia de la sangre; el corazón sintiente no vive de recuerdos y no es corazón sangrante, pero a veces sangra; movido a defenderse cuando la sangre parásita se asienta en su nido de hidalgos, desde el que espolea, para vivir de las rentas, cabalgaduras mercenarias contra la aristocracia de la vida. Los parásitos que viven de las rentas a costa de las almas esforzadas y valientes son la aristocracia de la sangre.
            Nobleza de Casto, corazón de Sepúlveda, horizontes buscados; lucha en la frontera polvorienta y difícil. Y el marqués de Santa Cruz, apostado en privilegios, desde su atalaya contempla la cabalgata del pasado; y detiene su mirada en las glorias y en su sangre azul, convertido en príncipe. En lontananza cabalga, montado en su silueta, Fernán González.


6.


            Podría ser la cárcel de Porlier. Mil novecientos treinta y nueve, Madrid, once de noviembre. Por el ventanuco veía caer las hojas, volando entre los árboles, y el viento rudo le calaba hasta los huesos. La humedad de aquella prisión, colándose en su celda, envolvía los barrotes con aire helado. Casto apretaba su chaqueta, se abrigaba con los brazos, y su boca exhalaba el alma en los vahos que respiraba. La pana estaba vieja, abombada por los bordes, ennegrecida del trabajo, castigada por el tiempo. Y su mente, enferma, temblaba salpicada por la fiebre; una fiebre que le nacía en el alma, no que le brotara del cuerpo; cuando la impaciencia lo hundía en el delirio, cuando pasaban las horas, las noches y los días, cuando el cartero no le traía las noticias que le quitaban el sueño; noticias que él necesitaba para respirar hasta el último momento.
            Había estado preso en Colmenar. Los muros de aquella cárcel habían sido convento antes que celdas habilitadas para tanto preso. Allí lo juzgaron. Allí le echaron pena de muerte y conocieron sus huesos el siniestro estremecer de las puertas del infierno. Luego se la levantaron. Casto, mediante oficio, le había pedido a don Julián que viniera a la cárcel para dar testimonio de su vida: y fue en vano. Otra vez lo volvieron a condenar y otra vez lo estaba llamando en vano; y otra vez, calado entre las rejas, voló la misericordia, que no prendía en el corazón del secretario: o acaso fuera miedo. Por segunda vez le levantaron la pena porque tampoco encontraban causa para ajusticiarlo. Se lo llevaron a Madrid, un día de otoño, clavado en el viento, para revisarle la causa. Hablaron las hojas muertas y arrancaron la flor del verano.
            En el aire se ovillaban los vientos fríos. Por la calle pasaban los niños corriendo, entre ruinas, las cabezas peladas –algunas como tiña-, alfombradas por las sonrisas del viento. Una mujer llevaba un niño en brazos envuelto en una manta; entre las rayas, negras y grises, de la lana, el infeliz mordía con sus dientes un duro trozo de pan; la mujer, envuelta en la misma manta, comía de otro mendrugo y los dos parecían enfundados en el mismo cuerpo: como dos centauros. En un alargado bulto formaba cola la gente para buscar alimento; y los abrigos, los jerseys, las chaquetas, entre faldas largas de lunares pequeños se comían las miradas pícaras, las inocentes risas, en los niños de caras largas porque no tenían comida. Sobre la acera, sentados en el bordillo, zapatillas atadas con cordones o con cuerdas, o alpargatas y abarcas, o sandalias de tiras tristes que parecían cosidas en casa. Todo era triste en el corazón de la gente, porque la miseria vivía instalada en los pozos del estómago. Y los niños, abandonados, condenados a vagar por el mundo. El piojo verde.
            La cárcel de Porlier. Las rachas de otoño sobre la acera, quizá las hojas muertas, las esperanzas varadas. La mirada febril que sigue agarrada a la vida, con el pecho encogido, el corazón en un puño, y un nudo de acero en la garganta. Tragaba saliva, tragaba. Era el sudor frío lo que las gotas dejaban en la frente, era temor desnudo, dolor vencido y estropajos de muerte, sentir en un trago el aliento contenido: no atreverse a respirar. Eran, en otoño, rumor de hojas y alambres de espino, temblor del tiempo y fragor de olas, rumor de alas que volaban siempre: era la cárcel de Porlier, Madrid, y era el once de noviembre. De mil novecientos treinta y nueve.


7.


            La mirada perdida le daba a su rostro un aire indefenso. Sentir el abandono era un eco de piedad, y la barba, sin afeitar, sembraba toques de desnudez en el erial de las prisiones. Aquellos ojos claros, como espejos de pasión, se reflejaban en el rizo de sus aguas. Por su pecho anudaba el eco donde la desesperación, derramada, se desbordaba lentamente: hasta la muerte. La vida en aquella pared era sólo un reflejo de la muerte. Y el muro lóbrego, enjalbegado, desconchado, ensombrecido de humedad y de tedio, era una pared que parecía paredón. Por el ventanuco enjaulado desfilaban las sombras del vacío, y era un cielo azul donde el pájaro lejano trinaba y volaba. Allá a lo lejos las nubes –suspiros del cielo- surcaban el espacio que recortaba el ventanuco. Sus ojos habían aprendido a mirar sin horizonte. La carta que esperaba no llegaba. El tiempo estaba próximo a expirar.
            Y expiró. En sus labios suspiraba la nada, en su pecho un nudo inmenso le apretaba, sin hacerle daño en el cuerpo, pero ahogándolo en el alma: y era alma viva que ya se sentía muerta, colores que se esfumaban en la frente, fundiéndose en un blanco y en un gris, hojas de otoño que no volvían, alas de un pájaro que no volaban y una cría herida, con la pata rota, sin una mano cálida para dar consuelo. Casto era muda pregunta en el estertor de la tarde y una pálida mirada sin respuesta, un silencioso grito sin fuerza para tronar. El estupor se agolpaba en su pecho, y paralizaba, incapaz de combatir, las ventanas abiertas de la tarde. En el ventanuco enrejado le visitaba una sombra descarnada: ¡la muerte!
            ¿Qué aspecto tendría, qué extraño umbral se abriría en su seno, ahora que se sentía próximo a sucumbir? La muerte. Inimaginable imagen del viento de la eternidad. Un viento helado que se clavaría en su seso, en forma de bala, donde florecerían claveles rojos en el tiempo de los disparos. La muerte. Hilillos escarlata sobre el cráneo estallado, enseñoreándose de la vida en el momento de partir, tachonando el cielo de estrellas cuando los luceros mueran. La nada. Le habían dicho que en el cuerpo, en el instante supremo, no se sentiría nada. Todo iba a ser rápido y si una bala dolía, otras balas vendrían que no dejarían tiempo para que el dolor se enseñorease con el cuerpo. Hay agonías más dolorosas que el fusilamiento. Sí, pero ¿y después? ¿Qué vendría después de la muerte?
            La muerte era como un sueño. Un sopor suave en un túnel negro, donde etéreas formas desprenderían lentamente, como una caricia, el eco de las tinieblas secándose al sol. Y eran velos de colores grises que volvían a las sábanas, intrépidas sábanas blancas oscureciéndose, como una caricia sin cuerpo, hasta la total ausencia de color.
            Y entonces se habría ido Mariano. Se habría ido Marcelina, Victoria, Casto, Marcelo. Su tiempo se borraría de la conciencia, se borrarían los hijos que se habían muerto –Marianín, Conchita-, los inocentes. La vida era una inocencia desnuda escindida entre el inocente que se iba y el inocente que quedaba; el que no podría sufrir, porque el máximo sufrimiento era la muerte, y los que vivirían en un sufrimiento permanente. Era un agujero negro lo que en aquellas paredes le esperaba –un acabar del tiempo, en la desgarradora angustia de la eternidad, allí donde las luces se volvían inmortales-: y él era un rayo de luz proyectado en el espacio lejos del tiempo.
            Las celdas estaban hacinadas pero ahora se encontraba solo. El ruido de los presos que bullían, que gritaban, muertos de hambre, y otros que volvían, con los huesos rotos en los interrogatorios. El griterío estaba allí pero no los oía; cuando sentía que se le escapaba la vida la voz se le quebró, y sus oídos ya no eran capaces de oír nada porque sólo escuchaban las voces del otro mundo. Hacia Mariano volvió, como un autómata, la estela del pensamiento. Y una pasión infinita le sembró en el alma infinitos pozos de metralla. Entonces sintió lo que Mariano había sentido, los callos del corazón se le cayeron; supo entender la pena, el dolor, el frío, el aguacero; supo sentir fatigas como las que sentía su hijo, por aquellos cerros de dios, abandonado con las ovejas; supo abrirse a las penurias que se cerraban en su mente cuando había que trabajar, cuando no había tiempo para llorar, cuando el mundo era duro. Y se acordó de las gallinas. De la carita del pobre Mariano –tan niño aún- cuando lo estaba esperando en la cocina: de aquel día aciago que no pudo sino castigarlo sin cenar, después de los latigazos que le había dado la pobre Marcelina, cuando Marianín, jugando a los carniceros, había matado las gallinas. Sólo se había escapado el gallo.
            Los recuerdos se agolpaban en su alma y era un nudo doloroso donde expiraba la vida. Lamentaba haber sido tan duro con él. ¡Si ahora lo pudiera enmendar! Pero ya no había tiempo. La sentencia sería ejecutada al alba. Aquella noche, eterna, prefiguraba con su angustia las infinitas agujas del sueño. Sobre el papel escribía una carta para su hijo. Y las lágrimas nublaban sus ojos, velándolos apenas, en una época en que apretar los puños era aguantar para que los hombres no lloraran.
            Así estuvo no sé cuánto hasta que lo despertó la visión de la buena Marcelina. Había vagado en un limbo, sin sentir, y en esa atonía extraña no sentía ya porque ya no dejaba de sentirlo. Tenía que concentrar en una noche todo el caudal de su vida y por eso la emoción era intensa. Sus ojos lloraban sin lágrimas; y lloraban con desesperación, porque sólo el alba lo despertaría. De aquel sueño ya no se despertaría: nunca más.
            Aquella respiración marcaba el ritmo de un tiempo denso, muy denso: unos minutos que alojaban en su seno los cuarenta y nueve años de su vida. Entonces se entiende la voz del poeta: ¿comprendes que la vida quepa toda entera en un suspiro? Quiso mantener la calma y llegó a no perder la compostura. Entonces le vino una angustia que le atenazaba el cuello: ¡vivir, vivir, siempre vivir! Pero se aferraba a la tierra cuando le iban a quitar la vida, cuando empezarían sus desposorios eternos con la tierra, cuando la tierra sería una manta y no un regazo donde el calor no fuera frío. ¡Quería trotar por los montes, errar por los caminos y adentrarse en el monte bajo, las retamas, las dehesas! ¡Recorrer las viejas cañadas por donde había visto pasar las ovejas! ¡Querer inmensamente a sus hijos –Casto, el pequeño Casto, ¡tan niño!- y decirles todas las cosas bonitas que no había tenido tiempo de decirles! ¡Susurrarles al oído todo lo que había callado, cuando la vida era larga y había tiempo para decirlo todo, y por eso las cosas no se decían nunca, y por eso el tiempo se llenaba de silencio! Y no tuvo tiempo de confesarse más porque, ante el invisible sacerdote de su alma, su aliento desnudo ya no se podía confesar. Porque, en el silencio agresivo de la noche, el gallo no cantaba aunque ya apuntara el alba. Y cantó el gallo que quedó vivo ante el hacha impasible de Mariano (tenía que haberlo matado). Estaban erguidos los soldados, con el fusil al hombro y el uniforme sujeto por la correa. La noche iluminó con su faz las inquietantes figuras.
            Se abrió la puerta. Llegó la hora. Por las rejas de la ventana aún no aclaraba el día, pero nacía el alba y tuvo que levantarse: como un niño bueno. Dejó que lo llevaran, resignado, para que pudiera cumplirse el destino. Un último deseo. El portalón que se abría en su alma en el cuerpo no tardaría en cerrársele. La mente que se apagaría sería, también, un apagón en las ventanas del cerebro. Unas balas, no más, serían el cerrojo de la muerte: y con ellas acabaría el sufrimiento.


8.

            Y cuando acaba el sufrimiento de los fusilados empieza la orfandad de los inocentes. Cuando le contaron la muerte de su padre Mariano estaba frío. Fue un mazazo, un golpe en el umbral de la conciencia, un rayo que lo dejaba muerto. Deambuló solitario, extraviado como un judío errante, pasando por la vida sin darse cuenta. Pero un día se derrumbó. Lloró amargamente y sólo lo oyeron las cabras; las cabras que lo acompañaban, sin poder consolarlo siquiera, en las extrañas soledades del campo.
            Los hombres no lloran, pero Mariano lloró. Los hombres no sienten, pero su pecho sintió. Tampoco flaquean, pero él desfalleció; aquel día del mes de noviembre, cuando los fríos navegaban por el aire y el agua de los charcos empezó a volverse hielo. Mariano lloró. Y lloró tan desconsolado que le temblaba el cuerpo como si fueran las fiebres palúdicas. Se mordía el puño y en aquel gesto, agazapado en posición fetal, lloró en silencio durante nunca supo cuánto tiempo. El temblor del alma se trasladó al cuerpo y fueron espasmos y estremecimientos. Los ojos se juntaron con la nariz y las lágrimas se hicieron mocos; en su puño llovió un mar de babas que le corrían por los nudillos, siguiendo la línea de los dedos. Y su llanto lo oyeron las cabras; y la luna, que brillaba, helada en el frío raso, descendió con la escarcha y lo cubrió todo de frío.
            Su corazón se llenó de frío. La escarcha se volvió hielo y le heló el pecho durante toda su vida; y se quedó partido de dolor, y el dolor no pudo atravesar aquellos duros cascotes, ahíto de sentir, pero incapaz de expresar el sentimiento. Su corazón, desde entonces, fue una caja dura como para los físicos era el cuerpo negro: sensible a todos los rayos de la vida, pero incapaz de dejarlos salir. Fue todo en su vida corazón y alma pero pareció insensible y desalmado. Por eso no fueron muchos los que lo comprendieron.
             Y cuando fue noche cerrada Mariano quedó inmóvil, tumbado en el suelo. El sollozo lo había cansado; había evaporado las energías que lo oprimían, los instintos que lo apresaban con sus grilletes, las fuerzas que lo atenazaban. Quedó relajado de tanto llorar, como tras la tempestad viene la calma. Y se abandonó a su suerte; con el dolor del padre marcado a fuego, con la desgracia impresa en su existir; con la inexorable presencia del destino y aceptándolo ya. Comprendió que Jesús exclamara un aciago día: “así sea”; “hágase según tu voluntad”; “dios lo quiere”. Pero también comprendió que dijera: “dios mío, dios mío, ¿por qué me has abandonado?” Y él, que había sido siempre espíritu de lucha, conoció de repente el abismo donde sólo mora la resignación.


9.


            Los campos de Castilla son áridos. Son hoscos y sus collados están yermos, pero hay pastos desparramados por toda la geografía: anchas llanuras, angostos senderos, piedras sembradas, desiertos pedregosos, lastras; vastos caminos donde se siembran las ovejas, lanas y lluvia, churras, merinas, ejércitos de ovejas surcando los mares de Castilla; con sus vellones tupidos, con sus matas de algodón; con los sucios jirones que les cuelgan por el cuello, por los lomos, por sus patas irregulares, los ovillos percherones –las ovejas churras-: arrastrando en su fealdad el duro caminar de los pastores.
            Era un día de niebla ovillada en el cielo. El aire estaba sembrado de matas que se enredaban en sus hilos, lana espesa del corazón de las nubes, niebla ensortijada entre nudos, matas de niebla que se desparramaba en las cañadas. Era como una antorcha, como una mancha lánguida que rompía la niebla con su vellón amarillo; cansada de lucir, cansada de estar, rendida y sin fuerzas, como un fantasma. Y era un rostro de acero emergiendo en la niebla, aquel hombre se acercaba a ella. Y cuanto más andaba, su rostro implacable emergía en la oscuridad, como un hosco guerrero, en un espectro fiero; unos pómulos clavados en el aire, y un aire de penumbra que endurecía los ojos. La mirada se acercaba a ese rostro con un rayo de aproximación. Y a medida que emergía entre las sombras se disipaba la niebla; en el foco de luz mortecina su faz apagada se proyectaba fuera del fondo filamentoso, y en su seno la figura se dibujaba más y más. Era porque la mirada del caminante, aguda como un águila, al acercarse, pausadamente, le arrancaba de los hilos la niebla donde se entreveraban, como si no se quisieran disipar.
            Sus pómulos duros. Sus mejillas metálicas, partidas por un hachazo, y en el surco del hacha arando la barba, como una espada abierta, junto a la boca. Aquella barba dura, hermética como el carbón, latiendo bajo la cortina de la cota de mallas. El yelmo erguido, con el protector nasal, parecía en la bruma el espectro de un vikingo. Se acercaron los ojos sobre él y de pronto aquel rostro tuvo un cuerpo. Un cuerpo envuelto en correajes, con una capa cayendo sobre la figura, cubriéndola en su tosquedad hasta los tobillos. Era la capa un telón que se cerraba por ambos lados, pero todavía dejaba adivinar las aceradas puntas de una toga roja sobre su cota de mallas. Duras correas sobre la cadera, bajo la hebilla, junto a la pierna izquierda, sujetaban la funda de su espada.
            Todo él era una figura épica flotando en la niebla. Su brazo, adelantado, sujetaba una lanza que escribía en el cielo (como una pluma sangrienta) el fragor de las batallas; guerras que se perdían en la noche de los tiempos: Fernán González. Y como un cartel de cine, las figuras inmensas, como murallas ciclópeas, descansaban sobre ejércitos de hormigas; fondo y figura, protagonistas acaparando la escena, robándoles la gloria, el fiero paladín flotaba, como el plano del cielo en el entierro del conde de Orgaz, sobre un caballo que le seguía, empequeñecido en la distancia. El pueblo de Castilla bullía trémulo a sus pies, y era todo una masa de gente en el pastel de la historia; y el conde, clavado en el hojaldre –hojas de días y años errando en la leyenda-, era la mano de hierro en el mar del tiempo que movía los hilos; y el tiempo lo movía a él. Como si flotara en sus aguas, como si nadara en los siglos, como un muñeco del tiempo: un juguete del destino.
            Pero el caminante llegó hasta él y sus ojos vieron, al disiparse la niebla, la realidad desnuda. Sus facciones eran duras, pero no era un guerrero. La capa que le confería majestad no era la del jefe implacable, sino la de un humilde pastor; la lanza era cayada. El pastor era, en el bulto pesado de la lejanía, un espíritu solitario atravesando la cañada. Su majestad, envuelta en la capa y curtida por el viento, era una figura legendaria atravesando los campos, los montes, los valles –el puerto de Miravete-: las inhóspitas tierras. Era una estrella errante que recorría el mundo de la trashumancia vomitado por el hambre, exiliado de su pueblo, alejado de su mujer, desterrado de sus hijos: durante los nueve meses que duraba el invierno, sin la comida caliente de patatas y migas, con algún garbanzo errante, y bellotas y queso, y fiambre. Y eran dos mastines lo que parecían caballos –uno delante, otro detrás-, en el cruce de cañadas de Segovia. En tiempo detenido se convertiría mucho más tarde. En la memoria del pastor. En monumento.
            El pastor avanzaba cansado sobre las tierras de Sepúlveda. El terreno pedregoso, salpicado de pastos, era yesca sobre las lastras de pedernal. Abrasaba el sol en los días de julio, y los árboles lejanos no daban sombra –aquí una retorcida encina, allá un álamo- bajo la sombra del milano augusto que planeaba sobre sus alas. Y los troncos resecos eran altos pedestales donde el volar a los cuatro vientos se convertía en estatua. Salpicado de milanos cuya majestad estaba en ser libres; el campo de Sepúlveda era un desierto desamparado de hierbas calcinadas.
            Allá a lo lejos el campo se pierde en hondonadas. Te hundes en ellas y emerges de nuevo en un mar de buitres. El pastor oteaba, con su mano en la frente, a modo de visera, lo que en lontananza había. Podía ser el espacio o podía ser el tiempo. El río Duratón cavaba hoces en el suelo para recordar a los segadores de Castilla, a los de Galicia, a los extremeños. Por aquellos barrancos crecían, en torno a la ermita, el tomillo y el espliego; y las matas de hierba brotando entre las piedras, y el cielo que las veía, desplomándose en el río. Eran aguas azules, láminas de acero, era un río celeste. Entre los riscos volaba sobre las negras cuevas, despeñándose entre picachos, una bandada de buitres. Encima de las aguas planeaban alegres entre el aire, como la flor del espliego. Las alas extendidas, dominando el aire que las llevaba, surcaban los espacios, remando al viento. Y eran libres.





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