viernes, 13 de octubre de 2017

DIÁLOGOS LIBRES EN TORNO A NIETZSCHE (3)



DIÁLOGOS LIBRES EN TORNO A NIETZSCHE (3)


5. El instinto. 

            -En cualquier momento va a sonar el timbre. No tengo idea de cuánto tiempo llevamos hablando, pero las clases no duran más de cincuenta minutos –se miró al reloj-. Volvamos atrás y recordemos cómo os he empezado a hablar de Nietzsche; con vosotros. Vuestra generación, acostumbrada a tener de todo, no valora nada; todo parece que os lo deben, como si hubierais nacido mereciéndolo. Lo tenéis todo y no vivís nada. Llamáis vivir a las borracheras, a las drogas, al derroche, al desperdicio. Sois borregos incapaces de vivir fuera del rebaño.
            -¡Bueno, bueno, menos lobos!- interrumpió Raúl.
            -¡Tampoco te pases! –se quejó Antonio.
            Y concluyó Roberto:
            -Vosotros, los viejos, disfrutáis despreciando a la juventud.
            Pero Adriana era más cuerda y más incisiva. Cuando apuntaba disparaba a matar. Ella no usaba balas de fogueo. Con muy buen criterio, Adriana dijo:
            -Supongamos que sea cierto lo que acabas de decir; en todo caso no sería más que cumplir el programa de Nietzsche. ¿No has dicho que hay que olvidarse todos en uno, perdiéndose fuera de la razón y la conciencia? ¡Eso es la borrachera! Y la gente se emborracha. Por otro lado Nietzsche ensalza la libertad, renunciando a vivir en el rebaño: porque libertad es liberarse del espíritu gregario. Y sin embargo hay que fundirse todos en uno perdiendo la razón, como en un rebaño. Nietzsche se contradice, ¿no crees?
            -¡Bien! –dijeron todos al unísono, aplaudiendo como si un misterioso resorte los hubiera puesto de acuerdo, los hubiera puesto en hora, los hubiera comunicado. ¡Eso era sentirse todos en comunión! Roberto, el más gallito, dijo en tono de reto.
            -¡A ver cómo sales de ésta!
            Juan Luis recogió el guante:
            -Nietzsche escribió en lenguaje poético. No hay que entender al pie de la letra lo que nos dice, sino que hay que captar el espíritu. Y el espíritu no se pierde en el detalle; emana de la visión de conjunto. A continuación hay que recordar que se entienden las cosas sintiéndolas, no entendiendo los conceptos separados de la sensibilidad. Cuando Nietzsche habla de la ebriedad quiere retratar el instinto, el impulso vital, que emerge de nuestro ser con ímpetu arrollador: la fuerza de sentir el movimiento, moviéndose. Pero la borrachera nos debilita; un borracho, a diferencia del espíritu apasionado de Nietzsche, pierde fuerza, se funde con los demás en el desfallecimiento, no en el poderío. Sentir al unísono es saberse fuertes, sentir la borrachera es ponerse flojos. El vino, como imagen de la ebriedad, es una metáfora; y Dionysos, como dios del vino, no debe ser tomado al pie de la letra. Dionysos es la fuerza vital, que, como un torrente, fluye incontenible.


            La clase se calló, sorprendida.
            -Cuando te emborrachas te pierdes la fiesta. Te quedas vomitando, ahí solo, en un rincón, olvidado de todos. Cuando te emborrachas renuncias a la vida; te duermes. Como la virtud. La virtud es para los moralistas amodorrarse en las bondades soporíferas: así hablaba Zaratustra; “la sabiduría consistía en dormir”.De modo que la virtud es la borrachera del alma, y el vino la borrachera del cuerpo.
            Nuevamente desenroscó la botella, bebió unos tragos y la volvió a enroscar.
            -Además, la vida es lucha. Y el borracho no lucha. Ignoro si, al decir esto, estoy interpretando correctamente a Nietzsche; lo que sí sé es que estoy llevando su pensamiento hasta las últimas consecuencias. Vivir contemplando es aceptar las cosas tal y como son, renunciando a cambiarlas; y como el mundo es cruel nos refugiamos en otro mundo; un mundo ensueño donde todo acaba bien, como en los cuentos de hadas, como en la novela rosa, como en las películas de Hollywood: el happy end. La vida, sin embargo, no tiene siempre un final feliz. Y la vida es impredecible, nunca se sabe cómo va a acabar; por eso es misterio, y en tanto que misterio, reto; como todo reto, tiene riesgos, y asumir esos riesgos es verdaderamente vivir. Quien se duerme soñando renuncia a arriesgarse. Quien vive despierto acepta el reto y, por el contrario, su vida no es la debilidad de renunciar, sino la fuerza de combatir; no es sentir remordimientos, sino llenarse de alegría; no es sentirse cobarde, sino embriagarse de valor; y no es resentimiento y envidia, sino fortaleza y plenitud. No es malo tener un cuerpo débil (Nietzsche, de hecho, lo tenía); lo malo es tener debilidad en el carácter, lo malo es la debilidad de renunciar, de no atreverse a asumir las riendas de nuestro destino, lo malo es negarse a luchar.
            El silencio, voz de expectativa, en algunos se estaba convirtiendo en cansancio, y aquellos espíritus flojos consultaban el reloj. Pero los espíritus fuertes, como Adriana, mantenían la expectación.
            -Unos se ponen a hacer cosas, otros miran a quienes las hacen. Unos son activos, otros se ahogan en la pasividad. Pero la vida es pasión. –Juan Luis miró un instante, como cuando estaba inspirado, al vacío. Y siguió hablando tras aquel silencio-. El romanticismo se ha fijado en dos formas de vivir. Y sus dos estilos extremos de vida son el soñador y el impulsivo. Como todos los extremos, son sólo cabezas visibles de todos los matices que hay en medio. Son dos formas opuestas de dejarse llevar por el instinto. Una consiste en una descarga rápida de energía; la otra es una descarga lenta. Bécquer y Espronceda, el tierno y el bruto, el flojo y el enérgico. Pero Bécquer, cuya poesía es un ensueño, se deja llevar por la fuerza bruta.
                                   ¡Llevadme, por piedad, adonde el viento
                                   con la razón me arranque la memoria!
Y en seguida se ve que su sufrimiento no es fuerte:
                                    ¡Tengo miedo de quedarme
                                   con mi dolor a solas!
Espronceda, que brama de ímpetu al oír la cabalgata de los cosacos, siente las ensoñaciones del estudiante de Salamanca, o entre las nieblas melancólicas de Ossian. Sin embargo no es vida dejarse llevar por el ímpetu, sino que ese arrebato te llene las ganas de vivir, rebosen las fuerzas de la vida. Y yo diría, interpretando a Nietzsche, que si el ensueño te llena de fuerzas hasta hacer estallar tus ilusiones, el ensueño es bueno. Por encima de las palabras de Nietzsche, porque el ensueño también nos embriaga; y no lo hace siempre como el vino, que nos quita fuerzas, sino como las voces en el coro, que las multiplica.


            Juan Luis estalló al nombrar al músico.
            -¡Wagner! ¡Los nibelungos! El canto a las fuerzas primitivas, a los instintos aún no descastados por la sociedad, a la naturaleza no debilitada por la cultura. Las walkirias son unas diosas terribles, las hijas de Odín. El Walhalla es la batalla permanente, la borrachera de la noche, la fuerza en el combate, los golpes poderosos, la lucha por el día. No es extraño que los vikingos rechazaran el cielo, porque los cristianos renunciaban a la fuerza y se pasaban el día llorando; a los curas les encantaba prohibir y “la vida sin ellos era mucho más divertida”[1]; no se trataba de trocar libertad por piedad, impulso por atonía, ánimo por depresión, fortaleza por anemia. ¿Por qué se fijaba Nietzsche en Wagner? Porque en Wagner todo era un canto a las fuerzas más profundas de la vida. Sin embargo, yo siento la necesidad de pararle los pies a Nietzsche. El canto a la fuerza no tiene que ser un canto bruto a la violencia. Y en Nietzsche las dos cosas parece que se identifican. Mas no es así. El propio Nietzsche nos recuerda que la fuerza produce amor y generosidad, no muerte y violencia; pero no por compasión, sino por “una necesidad imperiosa de dar lo que se tiene”[2], cuando se desborda; “una demostración de plenitud y poder”: así lo resume lapidariamente Nicéforo Tejedor. La fuente no renuncia a una parte de su agua para dársela al río, sino que su agua, que no cabe en la fuente, se desborda y fluye sobre la tierra creando el río. La fuerza de la voluntad crea el río de Heráclito en cuyas aguas no podemos bañarnos dos veces seguidas. Pero las metáforas de Nietzsche son excesivas. No hay que tomarlas al pie de la letra y admitir que el fuerte tiene derecho a matar al débil. Lo que sucede es que el espíritu fuerte mata al débil, que no quiere decir que mata al espíritu; mata su debilidad, restituyéndole la fuerza. Si recordamos, además, que la debilidad reprobable no es la del cuerpo, sino la del carácter, entenderemos cabalmente a Nietzsche. Sus palabras no son patente de corso para que los ejércitos maten, torturan, despedacen; y mucho menos para que se ensañen con los débiles (los débiles siempre son los viejos, las mujeres y los niños; y, en general, los que están desarmados y no han aprendido a manejar las armas: ya se sabe que en las guerras los que mueren son casi siempre los civiles, mucho más que los militares).
            Mirando al reloj que anunciaba ya la hora, Juan Luis apuró sus últimos minutos.
            -Recordad lo que antes os he dicho; para Nietzsche no se trata de negarnos en nombre del prójimo, pero lógicamente tampoco hay que negar al prójimo en beneficio nuestro; lo que significaría que la vida no puede ser identificada con la muerte, ni la fuerza con la violencia, ni el castigo con la crueldad, ni la firmeza con el ensañamiento. Por último, hay quien ha querido asociar a Nietzsche con el nazismo: craso error; para Nietzsche la vida es el triunfo de la voluntad, pero el nazismo es el triunfo de la obediencia; porque la fuerza, la arrogancia, el desprecio, no es para el nazi la vida libre, sino un someterse embriagado, emborrachado por las palabras, a la voluntad del führer. La embriaguez no es buena cuando no transporta en sus entrañas las fuerzas de la vida, sino los hilos de la muerte: no lo olvidéis nunca.


6. La razón. 

            Llegó otra mañana y sonó otro toque de timbre. El velo del alba había sido rasgado por el día. Era el momento en que uno se siente descansado y fresco, y por la mente fluyen, relajadas y tranquilas, las ideas. Juan Luis quiso hacer unos comentarios más o menos libres sobre la obra de Nietzsche.
            -Hay un par de cuestiones que han quedado en el aire –dijo-. Veréis. El espíritu apolíneo, si lo recordáis, representa para Nietzsche el ensueño, la retirada de la vida; es el momento en que uno prefiere pensar en las cosas antes que vivirlas. Representarse el mundo antes que estar en él. Evadirse para no hacer acto de presencia. Es como si la vida fuera para nosotros una película de evasión, nos refugiamos en las novelas, en el juego, en el deporte, nos refugiamos en mundos felices para no tener que enfrentarnos a nuestros problemas; porque los problemas nos hacen pensar, nos obligan a asumir retos, a estar en tensión. Y, claro, siempre es más fácil contemplar la lucha de los otros que sumergirnos en nuestra propia lucha.
            Había legañas en los ojos dormidos; telarañas en las mentes cansadas. Muchos de aquellos chicos se acostaban tarde y se levantaban con sueño; y muchos, también, se iban a clase sin desayunar.
            -Abrid bien vuestros ojitos cerrados. Afinad los oídos. Sacudid vuestras entendederas. Atentos a lo que voy a decir. Atentos. Apolo, relacionado con Helios, es el dios de la luz. Y la luz es la razón. El siglo de las luces: ¿os dice algo? Frente a él está la ignorancia, el oscurantismo, la inquisición; frente a él está la Edad Media, que representa para los ilustrados todo lo que hay que combatir. Y aquí es donde viene el problema: la razón es fría; y los sueños, cálidos; la razón es descarnada y el ensueño es entrañable. ¿Cómo es que dos cosas tan diferentes, la razón y la ensoñaciones, vienen a ser lo mismo? El mismo espíritu, el espíritu apolíneo, parece identificar a la razón y los sueños, como si fueran una misma realidad. ¿Cómo es posible?
            La bruma de la perplejidad se extendió sobre los chicos. Habían venido dormidos a clase, pero Juan Luis los había despertado. Sin embargo, no sabían qué contestar.
            -La razón neoclásica –prosiguió Juan Luis-. Hay quien piensa que Nietzsche se rebeló contra su frialdad. Y, sin duda, está en lo cierto. Las reglas frías, el equilibrio. Recordad que para Nietzsche la vida no puede estar equilibrada, porque la tensión de vivir es impredecible, y tan pronto se queda corta como conduce a los excesos. Lo único equilibrado es la muerte. Lo único predecible. Todos sabemos cómo se va a comportar un cadáver; sin embargo, es imposible adivinar lo que hará un ser vivo. Nietzsche no puede aceptar el equilibrio. Un álbum de fotos puede ordenarse, porque representa la vida cuando ésta ya ha pasado. En un álbum siempre sabemos qué lugar debe ocupar cada foto, cuál es el sitio que le corresponde. Pero la vida no puede ordenarse. Si la ordenamos la matamos. Vivir es partir en busca de un orden y toda búsqueda es desordenada. Vivir es como rodar una película; siempre tenemos un guión previo, pero la película definitiva se aparta muchas veces del guión. Si tenemos que rodar una tempestad y resulta que no llueve, y pasan los días esperando y no logramos encontrar las condiciones de luz y movimiento que queremos filmar, entonces nos apartamos del guión; lo cambiamos; porque el productor no nos da más tiempo para seguir buscando las imágenes que queremos. Vivir es cambiar continuamente el guión. El guión es el ideal que buscamos, pero sólo nos sirve como referencia; no es algo que se pueda, ni convenga, alcanzar. La búsqueda de la perfección de los griegos clásicos parte de que la vida es un guión que tenemos que realizar con nuestro esfuerzo; pero no contempla que tengamos que apartarnos de él. En ese apartarse de los caminos trazados para abrir nuevos caminos está la aventura de vivir. Está lo imprevisible. Muy bien lo supo decir Machado:
                                   Caminante, no hay camino.
                                   Se hace camino al andar.


Todos los profesores preparamos las clases. Pero lo más normal es que las clases no salgan como las habíamos programado. Porque las clases están vivas. Porque un día –dirigiéndose a Raúl- me haces una pregunta que me obliga a contaros cosas que no estaban en el guión, y yo me aparto del guión. O un día matan a Miguel Ángel Blanco y yo no puedo seguir dando la clase como si nada hubiera pasado, algo tendré que decir de ética, de política, aunque la programación fuese de metafísica. Pero hay profesores que se niegan a hablar de lo que no está en el programa; con esos profesores, las clases están muertas, son insensibles a lo que ocurre, insensibles a la vida; les falta pulso y no vibran, y… claro, no pueden transmitir al alumno sus vibraciones; porque no las tienen. Yo diría más; no es que esos profesores sean inflexibles en sus programaciones, es que no programan; su único programa es el libro, tema tal, página cual, epígrafe tal y cual; aquí lo hemos dejado; aquí seguiremos mañana; haga sol o caigan chuzos de punta. Es como la planificación de la Unión Soviética: si se ha previsto regar los campos tal día y tal día llueve, ese día se riega. Y nos quedamos tan oreados.
            Una pausa para el descanso. Que fue aprovechada por Roberto para preguntar:
            -¿Todos los profesores programan? ¿Y tú programas siempre tus clases?
            -Tengo un calendario en el que establezco, de principio a fin de curso, cuánto tiempo me va a llevar cada tema. Pero las clases tienen vida propia, ya lo sabéis; no sería la primera vez que tenía previstas seis sesiones para un tema y luego me ha llevado catorce; o al revés. En cuanto a los profesores en general, sucede lo que le pasa a la moral de Nietzsche: unos hacen sus propias programaciones, y son ellos los que mandan; otros se limitan a seguir el libro de texto, y son esclavos del libro. Ser libre cuesta más, porque te obliga a trabajar en el guión. Lo más fácil es ser esclavo, porque te dan el guión ya hecho. Para emplear un símil de informática: la gente libre trabaja a nivel de programación, la gente esclava lo hace a nivel de usuario. Vosotros vivís con vuestros padres y lo tenéis todo resuelto, pero se hace la voluntad de los padres. Podréis emanciparos y se hará vuestra voluntad, pero ya no lo tendréis todo resuelto. Ser señor cuesta trabajo, pero nos hace felices; y ser esclavo es más fácil, pero nos da pocas alegrías. Todos tenemos que trabajar ejecutando proyectos; pero unos se ponen el guión, y a otros se lo imponen. ¿Qué preferís ser vosotros: libres o esclavos?
            -Yo, libre –dijo Roberto.
            -¡Yo, señor! –añadió Antonio.
            -¡Y yo! –siguió Raúl haciendo eco; aunque en broma.
            -¿Y tú? –preguntó Juan Luis a Adriana.
            -Señora, por supuesto.
            -Yo no.
            Todos miraron hacia él. Era David, el as de los vagos.
            -Yo prefiero hacer lo mínimo, que me lo den todo hecho.
            Tuvo que contestar a las miradas que lo asaeteaban.
            -Se vive mejor.
            -Obedeciendo –advirtió Juan Luis.
            -Claro. Es que si todos mandaran no quedaría nadie para obedecer.
            -...Bueno, Nietzsche también dijo algo parecido.
            Era Juan Luis. Y cortó aquel intermedio porque quería reanudar lo que estaba diciendo. No quería que los comentarios y los ejemplos le hicieran perder el hilo.
            -Vamos a ver, la pregunta de esta mañana tenía que ver con el espíritu apolíneo: ¿qué tienen que ver los sueños con la razón? Ya en Heráclito aprendemos a distinguirlos; los sueños son pensamientos privados, y con ellos es imposible ponerse de acuerdo; porque cada uno tiene sus propios sueños y cada uno vive, así, cosas diferentes. Pero la razón nos une a todos cuando no estamos dormidos; la razón nos pone de acuerdo porque sus conclusiones son inapelables, infalibles; la razón siempre está despierta, ya lo dijo Goya: el sueño de la razón produce monstruos. ¿Cómo van a estar juntos en Apolo la normalidad y los monstruos, como si fuesen lo mismo?


            Juan Luis lanzó una mirada inquisitiva sobre los pupitres. Sabía que el reto era difícil y que no sabrían contestar; Adriana tampoco. Consciente de que aquélla era una pausa retórica, se contestó a sí mismo:
            -Yo creo que la clave está en Platón. La otra clave es la vida. Si la razón es lo predecible y la vida es, por esencia, imprevisible, está claro que la razón no es vida. La razón resbala sobre la vida como el agua resbala por la mano y se escurre entre los dedos; no puede penetrar en ella; y a falta de meterse en sus entrañas, la razón se ve condenada a dar vueltas sobre la superficie de la vida. La razón, lo previsible, es incapaz de penetrar el misterio. Por eso Nietzsche no amaba la Grecia clásica; la del equilibrio, la de la luz, la de la mesura. Nietzsche prefería la Grecia arcaica, y allí encontró a Dionysos; con la borrachera, la desmesura, con su desaforado instinto sexual (Dionysos, insaciable sátiro, perseguidor de las ninfas). Dionysos emergió de las profundidades de la noche. Su instinto indómito, imparable y misterioso, es una borrachera de fuerzas en la oscuridad; fuerzas irracionales, porque pierde fuerza todo lo que se somete a la razón; la razón contiene las cosas, y el instinto es incontenible. Quizá sea ese un primer motivo en la respuesta que buscamos; tal vez los sueños no tengan mucho que ver con la razón, pero como el instinto es irracional, y el instinto es lo contrario del ensueño (fuerza incontenible el uno, contenido sin fuerza el otro), se concluye por simple simetría que el ensueño es lo mismo que la razón.
            Adriana estaba cavilando, dándole vueltas a la simetría.
            -La razón es la luz. Y la razón anula la vida. Luego la luz tampoco es vida. Sin embargo este silogismo no está de acuerdo con los principios básicos de la biología; hoy sabemos que la vida es luz capturada en las hojas por la clorofila; y la clorofila es verde; por eso la vida es, a decir de Vernadsky, el fuego verde. Primera contradicción, las fuerzas poderosas de la naturaleza, en Nietzsche, emergen de la oscuridad. Sin embargo la oscuridad genera vida mortecina, mirad en las cuevas: alejadas de los vivificantes rayos del sol, sus galerías, a medida que se hacen más profundas, contienen formas de vida (animales, o plantas) cada vez más apagadas, más lentas, con menos energía. El viaje de la luz a las sombras es un viaje de la fuerza a la inercia; de la energía propia al peso; las cosas, cuando pierden fuerza, se someten a la atracción de otras fuerzas y se hacen más pesadas.


            Adriana había entrado en un mundo que antes era insospechado; y el recorrido de sus salas era una aventura en las sombras, una búsqueda de luz en la oscuridad, un derroche de pasión y maravillas. Y escuchaba a Juan Luis.
            -La luz es vida y para Nietzsche es muerte. La oscuridad es inercia y para Nietzsche es la fuente de las fuerzas, no de la debilidad inmóvil, de la materia inerte. La luz se despliega en el espacio; la pintura, la escultura, son las artes del espacio que paralizan y embelesan, haciendo de la vida una contemplación, un espejo de ensueño. Pero la noche, sumida en la oscuridad, cabalga a lomos del tiempo, que corre con ímpetu desplegando las fuerzas de a vida, el impulso, el instinto, no se detiene a contemplar, vive; corre, danza, rompe, vive. Vive sacando impulsos de las artes del tiempo: la danza; la música; las que nos hacen vibrar; las que nos hacen sentir la fuerza y su sentir el ritmo. El ímpetu de vivir, no el revivir apagado de las cosas muertas; el frenesí que agita, no el encanto que paraliza; la música dinámica y no la estática pintura; no es la pintura, sino la danza; no el espacio, sino el tiempo. Del tiempo surgen las voces ancestrales que nos arrastran, desplegadas sin ataduras, lanzamiento sin tensión.
            Y llegó Juan Luis adonde quería.
            -Platón. Del equívoco de Nietzsche tiene Platón la culpa. Platón atrapó la vida en una cueva, y en su oscuridad la dejó prisionera. Y la razón, que es un ingrediente de la vida, la sacó de este mundo y se la llevó a otro: al mundo de la luz. Así, la luz fue para Platón señal de vida y la oscuridad la asoció a la muerte. Pero el mundo de la luz platónica era el de Parménides; donde nada se movía, todo estaba quieto, y las cosas, perfectas, eran un cuadro congelado. El de las sombras fue para Platón el mundo de Heráclito: el del movimiento. La luz inmóvil era buena; la oscuridad en movimiento era mala. La luz era el alma; las sombras el cuerpo. Y Nietzsche, que le dio la vuelta a todo, cambió el adjetivo, pero no las definiciones. Dijo que la oscuridad en movimiento era buena, pero se olvidó de que el movimiento no surge de la oscuridad. El big bang fue un estallido de luz que lo puso todo en movimiento. Antes del estallido, en la terrible oscuridad, no se movía nada; todo era tiniebla en un grano inerte en el que se concentraba toda la materia del universo. Como veis, Nietzsche hizo bien el trabajo, pero lo hizo a medias; rescató la música de las entrañas del ser, y las entrañas son oscuras; y se olvidó de rescatar la luz de la prisión del mundo de la luz; porque la vida (fuego verde) es luz atrapada en los árboles, sol capturado por la tierra, energía transportada al cuerpo, luz, calor y movimiento. ¿Qué es calor? Agitación molecular. El movimiento no puede existir sin luz.
            Y llegó Juan Luis al meollo del pensamiento.
            -Los dos mundos platónicos los ha copiado el cristianismo: las ideas pasaron a ser el cielo; los cuerpos quedaron presos en la tierra. Nuestro mundo, la tierra, receptáculo de vida, fue existencia proyectada más allá: más allá de este mundo; se despreciaban las cosas terrenas para pensar sólo en las celestes. Como decía Nietzsche por boca de Zaratustra, el alma despreciaba al cuerpo y por eso prefería un cuerpo flaco, repugnante y esquelético; y trataba de evadirse del cuerpo y de la tierra. Nietzsche también desprecia a la gente que no ve más allá de sus narices. El hombre debe superar sus posibilidades, debe ir más allá: al superhombre; porque es un puente tendido entre el animal y el superhombre. Pero el más allá no está en otro mundo: está en éste. El bien no está en el cielo, sino en la tierra. Y en esto se resume la filosofía de Nietzsche: una invitación a vivir.
            El sonido del timbre fue, tiempo después, una invitación a vivir. Pero Adriana no salía. Se quedaba dentro. Prefirió embelesarse dentro de clase con la agitación de las ideas, vivas, como el agua de un torrente, chisporroteantes, como una botella de champán, y se negó a salir al otro mundo: a ese que los atraía a todos con la perfección de sus ideas engañosas; al patio, en quien los chicos acababan por ver no un torrente de vida, sino un bálsamo de pureza: la parálisis del ser.
            Y comprendió que el desprecio a la razón surgió del desprecio a las ideas; redondas, hermosas, perfectas; brillantes como una bola de cristal. Las ideas, intocables piezas de museo de la exposición de las perfecciones, estaban muertas; y por eso Nietzsche entendió que las mató la razón. Y lo que sucedió fue al revés. La razón, que estaba llena de vida, fue asesinada por aquellas ideas que engendró. Y murió porque se había olvidado del cuerpo. La razón, al alejarse de la cueva, se durmió. Soñó y sucumbió a sus propios monstruos, ya lo decía Goya: los monstruos de la razón; las ideas en que la razón se hunde y deja de funcionar.






           







[1] Cornwell, pp. 27, 64, 134.
[2] Nicéforo Tejedor, p. 201. 

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