viernes, 24 de noviembre de 2017

EL CUENTO DEL PRISIONERO




EL CUENTO DEL PRISIONERO


            Un día paseaba Rea Justa por el campo. Disfrutaba de un rayo de sol que se colaba entre las nubes cuando, entre los pinos, apareció Vicente. Hablaron un rato y lo notó triste. Entonces Rea Justa, para darle ánimos, le contó una historia. Decía así:

            Había una vez un hombre que vivía en una cueva. Estaba atado a la roca bajo la estrecha vigilancia de un dragón. No se alimentaba más que de unas ramas que el dragón le acercaba cada día, y del humo de un fuego que había delante de él y que le quitaba el hambre. Frente a él había una extraña flor que era capaz de alimentarlo; pero estaba en una urna, cerrada bajo llave. Todas las noches el dragón se convertía en hombre y jugaba con él a las cartas; y sólo le desataba las manos para que pudiese jugar; cuando terminaban, se las ataba de nuevo.
            Un día, paseando por el campo, me entretuve buscando unas raíces. Al arrancarlas encontré un hueco, y escarbando con las manos vi que se hacía más grande: era la cueva. Entré en ella y descubrí al hombre atado junto al dragón. Expulsé al dragón, después de haber luchado contra él, y desaté al hombre. Apagué el fuego que expulsaba aquel humo soporífero y abrí la urna; el hombre, de inmediato, se comió la flor. Entonces le dije que todos los días había que plantar en la urna la semilla que había en el corazón de la flor para que creciera al día siguiente. Sólo podía crecer dentro de la urna; si la plantaba fuera, el aire que estaba viciado por el humo no la dejaría crecer. Le dejé la llave y me fui.
            Volví por la cueva después de unos días y lo encontré hambriento. Delante tenía la llave, en el mismo lugar donde yo se la había dejado. No la había cogido nunca. No había plantado ninguna flor, no había dejado nunca que creciera. Estaba desnutrido y se había acostumbrado al hambre. Me di cuenta de que si lo dejaba solo causaría su perdición, y decidí volver todos los días, para plantar la flor y que aquel hombre tuviera comida.
            Pronto me di cuenta de que la comida no le gustaba. Un día prendió un fuego como el que había al principio y el humo le hacía caer en un sopor. El humo arrastraba partículas del suelo que lo alimentaban, pero no tenían la riqueza nutricia que tenía la flor.
            Resolví volver todos los días para verle coger la llave. Él guardaba las semillas, las plantaba en la urna y la cerraba. Pero sólo lo hacía bajo mi vigilancia: cuando yo no estaba se volvía a abandonar. Hasta que, un buen día, mi presencia ya no fue indispensable. Pero descubrí que, cada día, tiraba la flor en lugar de comérsela; sólo le quitaba la semilla, la plantaba en la urna y la volvía a cerrar con llave. Sólo se alimentaba del humo del fuego.
            De modo que un día, enfadándome con él, apagué el fuego y lo vigilé para que no lo volviera a encender. Le miré los ojos y vi que estaba enfermo. Su cuerpo se volvía más flaco y entre las costillas, trabajosamente, se podían ver ya los movimientos del pecho cada vez que respiraba. Pronto se le verían también los latidos del corazón. Resolví dormirlo con una planta narcótica que llevaba encima. Y con mucho cuidado, mirando a través de la nariz, descubrí como una costra que se le había alojado en el cerebro. Se la quité procurando no hacerle daño y, cuando despertó, recobró el apetito. Era una costra de hollín que se había dejado el humo a fuerza de respirarlo tanto tiempo. Aquella costra le quitaba el hambre y, con el hambre, los olores; los olores, los sabores, el sonido; su tacto había perdido agudeza, y las imágenes de los ojos habían adquirido un tono gris. Al recuperar los sentidos volvió a sentir la alegría de la vida.

  

            Pero sólo duró unos días. Al poco tiempo volvió a abandonarse. No abría la urna todos los días, a pesar de que tenía la llave. Unos días la plantaba, otros no. Comía a deshoras, intermitentemente, y a veces se pasaba días sin comer. Desesperada, miré a través de sus ojos en el cerebro y descubrí que en una parte de él yacía la pereza; no era producto del fuego, ni del abandono ni de sus ataduras cuando vivía prisionero del dragón; la pereza formaba parte de él, estaba en su cerebro, no era otra costra formada por el humo; era una naturaleza que había venido al mundo con él, desde el mismo día en que nació: e incluso antes.
            Entonces ya no pude hacer nada. Me convertí en su ángel guardián y lo visitaba todos los días, para que sembrase la flor. Me preocupaba de que todos los días la comiese, de que no volviese a encender el fuego, para que fuera feliz. Los sentidos, felizmente recuperados, le hacían disfrutar de la vida. Y aquel hombre ya no pudo vivir solo. Necesitaba que alguien lo sacara de sus instintos naturales para no abandonarse a sí mismo. Sólo así pudo conservar la felicidad.
           
            Rea miró a Vicente. Le explicó que así nos pasa a todos cuando queremos ser felices. Unos no pueden porque dependen del mundo en el que viven, dejándose llevar por las malas influencias. Otros no tienen costumbres sanas, porque se han acostumbrado a lo fácil; y lo fácil, por lo general, es lo que nos hace daño. Otros tienen dentro el veneno del mundo, como una costra alimentada por el humo que nos intoxica; unas veces se sienten atraídos por él y otras no, pero siempre sin ser conscientes de lo que les pasa. Y otros, en fin, tienen en su naturaleza debilidades que no pueden vencer solos y necesitan la compañía de alguien que les quiera de verdad.
            Muchas veces nos liberamos de las malas influencias: entonces unos cambian, pero otros no; y tenemos que cambiar nuestras costumbres. Quienes ni aun así pueden llegar a ser felices deben quitarse el encantamiento que el mundo les ha puesto dentro. Que es como una fantasía, un engaño, una superstición. Para quienes siguen aún con dificultades para ser felices, la única escapatoria es hallar un buen amigo; o una estupenda pareja, alguien que tenga la fuerza de cambiarlos solamente por amor.

                                                         

MUNDO, HÁBITO, ENFERMEDAD Y TENTACIÓN
 
            Juan Luis pensaba en la historia del prisionero. Pensaba en el dragón, que lo tenía sometido dentro de la gruta; en la llave que abría la urna, para introducir la flor; en la costra de su cerebro, y en la naturaleza. Y pensó en los grandes obstáculos que impiden nuestro desarrollo. El mundo. El hábito. Las tentaciones. La naturaleza.
            El mundo. El mundo a veces nos atenaza como si fuera un dragón. Los amigos que nos llaman por la ventana, cuando estamos estudiando. Las modas que nos hacen obrar como toda la gente, aunque no nos guste. Los bailes, los horarios, el botellón, los vestidos: costumbres en las que crecemos y que nos mueven impulsados por la sociedad, como si fueran un barco en el que estamos viajando. Las costumbres son los caminos del mundo, y cada cual tiene sus propios caminos. Caminante, no hay camino: se hace camino al andar. El mundo. El diablo mundo. Rousseau decía que el mundo nos corrompe porque destruye nuestra naturaleza. Y la naturaleza es buena. Tenemos que liberarnos de las malas influencias, romper las cadenas que nos atan al mundo. También para los cristianos el mundo es un enemigo del alma. Pero ¿y el cuerpo? ¿El cuerpo también forma parte del mundo que nos ataca?
            Los hábitos. Las costumbres. La rutina nos cubre y nos marca como un vestido. El hábito no hace al monje (decimos), pero ¿es verdad? Nosotros sabemos que hay hábitos buenos y hábitos malos. Los hábitos buenos manan del esfuerzo y alimentan el esfuerzo, la capacidad de vivir, el espíritu de lucha. Los hábitos malos surgen de la esclavitud de lo fácil, que rebaja la calidad de nuestros deseos; de conformarse con poco, pudiendo aspirar a mucho; y es la costumbre de renunciar al trabajo, de perder el espíritu de lucha, de rendirse. Lo bueno es plantar en la urna la semilla para que crezca la flor que nos alimenta y hacerlo todos los días: nosotros tenemos la llave. De lo contrario nos queda el abandono, y nos acostumbramos a no disfrutar de los placeres más fecundos porque cuestan; nos acostumbramos a no comer por no trabajar; nos acostumbramos al hambre.
            Las tentaciones. Los deseos que nos nublan el cerebro como una costra, los narcóticos que nos quitan el hambre y la alegría, y las ganas de vivir. Las pasiones que precipitan nuestra caída, los impulsos ciegos, los vehículos que se salen del camino, el anillo del nibelungo, el oro del Rhin. Hay que quitarse las costras que el mundo va labrando en nuestra naturaleza. Hay que quitarse los encantamientos que nos pone el mundo, las drogas, los narcóticos, los filtros de amor. Suele haber una cara escondida detrás de las tentaciones, es como la cara oculta de la luna: está ahí, pero no la vemos. La fantasía es un imán que nos impulsa, pero a veces las fantasías esconden engaños;   y es un imán que nos paraliza, un espejismo, una superstición. Las tentaciones que no son buenas precipitan nuestra caída, son como drogas, nos llevan a la adicción. Y son los hechizos que no nos dejan ser libres, pues nos atan  y no nos dejan caminar.
            La naturaleza. A veces la naturaleza está lastrada, tocada, enferma. La naturaleza es fuerza, y es espíritu de trabajo, que es espíritu. Es voluntad. Pero hay naturalezas perezosas que no son débiles porque las haya torcido el mundo, sino porque son así. Es bueno lo que nos hace fuertes, lo que despierta el ánimo, la vitalidad, porque el ánimo, que es espíritu, que es gana de vivir, también es bueno. Lo malo es la debilidad, la depresión, la flojera. Pero cuando la pereza no procede del mundo, es que es parte de nuestra propia naturaleza. Y hay que luchar contra ella. Cada naturaleza es un cúmulo de límites y posibilidades, y cuando nuestros límites son grandes hay que combatirlos. ¿Con qué, si nos faltan las fuerzas? Con la ayuda de los demás. Hay que encontrar gente que pueda y quiera ayudarnos a luchar contra nuestra naturaleza; resistir ante sus defectos, reforzar nuestras potencias, prosperar. Puede ser un amigo o una pareja: alguien que quiera cambiarnos por amor. Ser dueños de nuestro destino y no esclavos del mundo. Así lo decía Ernest Henley:
                                   Caído en las garras de la circunstancia,
                                   nadie me vio llorar ni pestañear.
            Y Henley aclaraba poco después:
                                   Soy el dueño de mi destino;
                                   soy el capitán de mi alma.
            Hay que combatir los fallos y debilidades de nuestra naturaleza. No a la naturaleza sana. Porque la naturaleza sana es buena, ¿no es así?
            -No –contestaba Hobbes.
            -Sí –le respondía Rousseau.

 

2 comentarios:

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  2. Prisionero si queremos serlo y si no, esta hermosa cita: " Ser dueños de nuestro destino y no esclavos del mundo. Así lo decía Ernest Henley:
    Caído en las garras de la circunstancia,
    nadie me vio llorar ni pestañear.
    Y Henley aclaraba poco después:
    Soy el dueño de mi destino;
    soy el capitán de mi alma.
    Hay que combatir los fallos y debilidades de nuestra naturaleza. No a la naturaleza sana. Porque la naturaleza sana es buena, ¿no es así?
    -No –contestaba Hobbes.
    -Sí –le respondía Rousseau" . Un reconfortante cuento, una grata reflexión.🌿

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