viernes, 29 de diciembre de 2017

ANTES DEL SORTEO DE NAVIDAD


ANTES DEL SORTEO DE NAVIDAD



1.

            Elecciones autonómicas en Cataluña. Vísperas del sorteo de navidad. Es el día 21 de diciembre de 2017 y han ganado las fuerzas de la independencia. Pero en la misma victoria tienen su derrota porque han hecho campaña contra una España franquista que les ha permitido votar limpiamente y esa misma España ha reconocido, democráticamente, su derrota. ¿No quedamos en que España era franquista? ¿No era Franco un dictador, un enemigo de la democracia? Nos habían estado engañando.
Más bien los dictadores serían los políticos de la independencia, que habían dicho que, si ganaban, las elecciones serían limpias y en caso contrario todo habría sido un pucherazo. Curiosa forma de respetar la voluntad popular, como había hecho un año atrás Donald Trump, otro unilateralista.
            Los electores se han equivocado de partido, como si hubieran ido a jugar al rugby mientras nos decían que era fútbol; y lo peor es que todavía querían que dijéramos que era fútbol. No ha vencido la democracia contra la dictadura, sino la mentira contra la decencia. Los electores, libremente, han votado contra la libertad. Por unos partidos despóticos que les han vendido despotismo envuelto en independencia. Pero han perdido. Con su triunfo, muy a pesar de ellos (y esto seguro que les duele), lo que ha triunfado ha sido la realidad de una España esencialmente antifranquista. Irónicamente parece que hubiera vencido Hobbes.

2.

            El bloque constitucionalista ha ganado en votos, pero perdido en escaños. Dicho de otro modo, se ha rebelado el campo contra la ciudad. Porque el campo necesita muchos menos votos para conseguir un diputado y en las ciudades los votos salen más caros.  Por lo tanto, con más votos en ellas salen menos diputados. La ciudad debe pagar caro su derecho a la palabra.


            También en Yugoslavia se rebeló el campo contra la ciudad. Los campesinos serbios se levantaron en armas contra Sarajevo: que, como era una población culta, estaba desarmada. Y fue una masacre. En Francia también se levantó el campo contra la ciudad. La Iglesia contra el pensamiento laico. Y Trump, en Estados Unidos, con muchos menos votos, se alzó también con el triunfo; le había votado el campo contra California, contra Nueva York. La ciudad se desdibuja cuando se nominaliza la cultura, cuando las palabras derrotan a las ideas, cuando la inteligencia se sacraliza y el arte se transforma en postureo. Frente a ella, el campo vive un arte y una literatura más vistosos que reales, más intensos y auténticos, sí, pero más que de cultura, de culto: más de consigna que de ideas, más de refranes que de inteligencia; en el campo se vota a la apariencia que te llena, mientras que en la ciudad, que contiene realidades profundas, éstas se cubren de un halo de apariencias vacías. En el triunfo del campo aplasta el corazón vacío a los corazones llenos, el humo dulzón a los vapores sosos, la superficie intolerante se yergue sobre la superficie de la humanidad: y la llaman la América profunda porque en el campo se puede amar profundamente la falta de ideas, se prefiere el rito a la técnica, el mito a la ciencia, la fe a la duda, lo fácil a lo que cuesta, la tradición a la crítica, la intolerancia nos hace más seguros porque no es fácil ponerse en lugar del otro; y confunden la ignorancia con la profundidad. Ha ganado la América profunda.
            Lo dijo Marx y luego Unamuno: la cultura está en las ciudades (el campo inculto prefiere el culto), en la cultura está la civilización. De “civis”, que significa “ciudad” en latín, viene la palabra “civilizado”. En el campo confunden el gobierno con la sencillez, pero las cosas del gobierno son complicadas. En el campo se suelen arreglar las cosas de un plumazo y las estropean más todavía: eso sí, el campesino nunca reconocerá que se ha equivocado. Ha ganado la obsesión. El empecinamiento. La tozudez. Confunden la tenacidad con la testarudez. Tener constancia es para el campesino ser cabezota. El único campesino culto fue Sancho Panza, que escuchaba humildemente los consejos de ese viejo al que llamaban loco porque tenía razón; y tan culto era Sancho que supo meter cordura en las locuras de don Quijote, pero no lo hizo con su discurso dogmático, sino con su ejemplo: el ejemplo de un aldeano sencillo cuya profundidad no estaba en ser ignorante, sino en vivir sus convicciones íntimas desde la raíz.
            Ése es el campo que puede redimir a las ciudades. El que escucha la voz de la tradición sometiéndola a crítica. El de Sancho Panza. No el de los cabezotas de Cataluña. Ni el de un inexistente buen salvaje. Ni tampoco el de Donald Trump. 

3.

            Los hijos van creciendo en casa de sus padres y cuando se hacen mayores se independizan; nadie va a guardarles rencor por haberse separado: es ley de vida, lo anómalo sería lo contrario. Pero ni España es la madre de Cataluña ni Cataluña es una hija de España. Son dos comunidades que han crecido al mismo tiempo y la llegada de la madurez para nada supone que se tengan que separar; semejante a los esposos que, cuando más viejos se hacen, más quieren estar juntos.


Podría ser una fábrica de cerveza que se ha asociado con unos campos de cereales; campos que, además, tienen yacimientos de sílice de la que se fabrican las botellas con las que hacen los envases. Si un día esos campos dejaran de producir o se agotara el silicio, la fábrica de cerveza querría romper la asociación que la une a ellos y se declararía independiente para sentirse libre. Pero Cataluña no es así con el resto de España. Lo que la une a ella no son sólo unos intereses económicos, sino una historia común que les hace tener a veces los mismos recuerdos; y esa memoria compartida les aumenta las ganas de seguir viviendo juntos.
O podría ser como dos coches en una misma carretera, uno de los cuales avanza más rápido que el otro. Si Cataluña avanzase a un ritmo más rápido que el resto de España, se comprende que quisiera separarse de ella para no ser frenada en su ímpetu. ¿Es eso lo que sucede?
O como un colegio donde los alumnos más aventajados reclaman que los junten a ellos solos en una misma clase. O como los menos aventajados cuando piden que los separen para poder recibir atenciones adaptadas a sus necesidades. En el primer caso sería la rebelión de los ricos. En el segundo, la rebelión de los pobres. Parece que Cataluña podría estar entre las primeras. Querría separarse del resto para no ocuparse de los menos aventajados y que ellos se las apañaran solos; sería, en suma, una forma de insolidaridad y de egoísmo.
Pero ocurre que Cataluña y España no son empresas que se reúnen sólo para formar una empresa mayor. Son una convivencia entre pueblos que se comprenden y se ayudan, y si uno tiene más de unas cosas el otro tiene más de lo que al primero le falta, allí están para ayudarse en su desarrollo: no para rivalizar. Ayudarse no es estar siempre pendientes el uno del otro sino, como decía Kalil Gibrán, ser como las columnas del templo: que están lo suficientemente juntas para sujetar el techo y lo suficientemente lejos como para no estorbarse. Ese tipo de asociación es una fraternidad, no un comercio. Y si uno adelanta y el otro atrasa, el más lento debe ser generoso en dejar libre al rápido y el rápido no desentenderse nunca de los problemas del lento; ayudarse en los tiempos oportunos y no sacrificar su desarrollo para construir el desarrollo ajeno, y que el otro lo comprenda: eso es amistad y compartir los buenos tiempos. En unas cosas aprovechan los unos y los otros aprovechan en otras, y hasta el más desprotegido le da una nota de humanidad a la deshumanización del que lo tiene todo y por eso todo le falta. 
Los hijos se separan de los padres y se hacen independientes: eso es ley de vida. Una empresa se separa de otra porque ya no le interesa: eso es egoísmo. El listo se separa del torpe porque quiere ir más rápido y el torpe ya ha dejado de servirle: eso es falta de generosidad. La independencia de Cataluña ¿es natural, es egoísta o es insolidaria? Acaso sea corta de miras porque no vea en su retrato la riqueza que le aportan los otros. Acaso cometa la soberbia de creer que todo lo que tiene lo ha conseguido sola sin depender de los méritos de nadie. Quizá un día se lamente por haberse podado las ramas para que le crecieran mejor, pues en esa amputación habrá perdido algo de la esencia que latía en sus raíces; y lo habrá pagado con el porte y la presencia, renunciando, a cambio, al vigor que le daba su autenticidad.


4.

            Es un edificio de varios pisos. En cada piso hay varias casas. Allí viven varias familias cada una en su casa respectiva: pero cuanto tenemos problemas se reúne la junta de vecinos para conversar.
            Hay un vecino que no quiere reunirse con nadie. Dice que prefiere arreglar sus problemas solo y, claro, no pueden caerle goteras porque precisamente vive en el último piso. Lo encontramos por el pasillo y no nos dirige la palabra.
            Ese edificio es España. Cada casa es una comunidad autónoma. El que no nos habla no quiere cuentas con nadie porque se basta a sí mismo y su deporte favorito es pelearse con todos; sobre todo con la comunidad, a la que odia. Se cree independiente porque está solo y, porque odia al mundo, también se cree que es libre: pero lo único que ha conseguido es no querer a nadie y que nadie lo quiera; en los pasillos y escaleras la gente se da la vuelta para no saludar.

5.

            Han defendido su libertad con el voto. Peleando por su gobierno en el exilio. Por sus ministros encarcelados. Por sus apóstoles maniatados. Por sus presos políticos. Han luchado subidos al carro de los mitos. A la escena épica de la historia. A los mundos grandilocuentes de los pueblos tiranizados. A los grandes frescos históricos donde ingentes masas humanas, guiadas por Delacroix, se sacuden el despotismo entregando su vida, paladines de la justicia, de la libertad que los guía por el destino, de los momentos irrepetibles y grandiosos, pueblo desnudo de Madrid alzado contra Napoleón, débil pastor de cabras derrotando a Goliath.
            Pero se levanta el telón y la realidad cruda aflora: naciendo de la rotura del vientre como la verdad, el telón rompe el vientre de las apariencias. Detrás del gobierno en el exilio no hay más que delincuentes que se han fugado. En los presos políticos sólo hay políticos presos. Los ministros no están en la cárcel por ser ministros, sino por violar la ley. El pueblo que arriesga su vida cifra su valor en que delante no tiene a un enemigo que quiera matarlo. La libertad que los guía es un cuadro de Delacroix en donde los patriotas han sido sustituidos por traidores. La grandeza se ha transformado en grandilocuencia. La sordidez del solidario está disfrazada de generosidad. El triunfo de la mentira se viste de honradez. La ausencia de épica se tapa con épicas batallas. Y el vacío de ideas nos aparece como una idea arrollando clamorosamente las malvadas armas del enemigo.
            Nada era verdad. Todo estaba en un teatro. Se había alzado el telón y había aparecido un escenario, pero ahora, en el camerino, sólo estaban las ropas de los actores, colgadas en el armario, después de que los actores se las quitaran por haber terminado la función. ¿Cuándo terminarán esta función en Cataluña? ¿Cuándo se cansarán de hacer teatro? ¿Cuándo se hartarán de engañarnos? Cuando el pueblo entero de Cataluña oiga, como Sancho Panza, la voz de don Quijote dispuesto a escucharlo. Cuando Sancho reconozca que sólo se manda en las ínsulas para alumbrar justicia, no para reinar en ellas: entonces reconocerá don Quijote que aquello no era un ejército sino un rebaño. Cuando media Cataluña escuche a la otra media podrá la otra media renovarle su abrazo. Cuando media Cataluña se canse de mentir encontrará, con la verdad, su destino en España. Pero, ¡ay!, que para eso tendrá que caer el telón. Tendrán que dejar de confundir la realidad con el teatro. Y tendrán que aprender a convivir con los otros catalanes que hicieron de Cataluña una ciudad culta impregnada de su campo.




viernes, 22 de diciembre de 2017

NAVIDAD



NAVIDAD
  

            Era el 22 de diciembre. A media mañana se habían apagado los cánticos y llegaban los autobuses. Todos los chicos habían salido para sus pueblos y el pueblo se quedaba solo. Solo… Solo de chicos. Por las calles deambulaban gentes surgidas del fondo de las casas: gentes despaciosas y sonrientes; gentes con la bolsa de la compra, gente en las tiendas, en correos y en los bares, gentes suspendidas en el tiempo, gentes; gentes que hablaban con la gente, gentes deambulando en el mercado, gentes. Algunas luces oscilaban solitarias amparando el pleno día. Un sol de invierno lucía, repartiendo sus gélidos rayos, sobre las casas que bostezaban. Los tejados rojos, negros y marrones, se encendían con la alegría de la luz; y la hierba mojada de escarcha, en el campo, y en los jardines, descansaba cubierta de rocío pero nadie cantaba ya.
            Entonces se entornaron sus ojos. A las sombras que bañaban el umbral de los sueños sucedió una imagen luminosa. Las calles, bañadas de luz, bostezaban también en el umbral de la mañana. Era un tiempo pasado de nostalgia, lejos de la vieja Castilla, allá en el sur. Los niños caminaban dentro de sus bufandas y había mujeres que iban a la compra, y los hombres estaban en la mina, y las calles lucían; y los hielos cortaban. Había belenes en la tienda y todavía no existían los árboles de navidad. Allá, en la esquina, había tres rapazuelos cantando. Uno llevaba una zambomba y otro una carraca; otro, con su pandereta, le ponía su sonajero a la música y gemía un plateresco cascabeleo ideal. Se paraban en las puertas y cantaban:

Dame el aguinaldo,
carita de rosa,
que no tienes cara
de ser tan roñosa.

            Y como la puerta se hiciese remolona entonaban, para abrirla, la sonata destinada a conseguir el aplauso definitivo:

La campana gorda
de la catedral
se te caerá encima
si no me lo das.

            Entonces se abría la puerta y salía una mujer enfundada en su delantal; y tenía la escoba en la mano o iba con el trapo de la limpieza, o con una bayeta mojada, o simplemente sin nada. Entonces se quedaban frente a ella con sus caritas de pillos y le cantaban al belén, pillos angelicales, o a la nochebuena que se iban a emborrachar; o al pavo que habían comido, qué más da. Y la mujer les daba unos trozos de turrón o unos mazapanes, o unas pesetas si no tenía nada. Si el aguinaldo lo pedían unos jóvenes, podía darles una copa de coñac.


            Las calles se llenaban de bufandas y de gorros (alguna boina), mientras los burros que pasaban dejaban boñigas o alguna oveja con su pastor sembraba el suelo de cagarrutas. El sol luminoso de invierno resbalaba por los charcos helados, y los chicos, que iban a clase en sus pasamontañas, pellizcaban las orejas de los que sólo llevaban la bufanda. Se entretenían pisando el hielo con fuerza hasta romperlo con sus talones,  les divertía ver que el agua salpicaba, en pequeños chapoteos, el trozo de charco que habían horadado con sus zapatos.
            La calle era un desfile de gorros y bufandas, zambombas, panderetas y carracas; y cánticos y luces, villancicos de colores, y turrones; almendras, mazapanes, peladillas. Alegría en los rostros infantiles, hijos de mineros, cuyos padres volvían a casa con la cara más negra que el carbón.
            Entreabrió los ojos y se encontró en Baba. Allí no cantaba nadie pero todos se habían ido a comprar. Se habían olvidado de los villancicos porque iban a la discoteca. Gritaban, bromeaban, bailaban, reían pero no cantaban. El turrón blanco y duro se había convertido en una verborrea de turrones (de coco, de huevo, de fruta, de arroz). Todo era más abundante, más caro y más fácil; pero menos alegre porque no había canciones, ni luces, mi aguinaldos, ni ilusión. No había ilusiones y no había bufandas: sólo tacos, chistes y diversiones. Lo único que lucía en las navidades de ahora era el sol del invierno, que iluminaba el rocío dándoles brillo a las cosas vanas; supliendo con sus rayos las cuatro escuálidas bombillas que relucían sin cantar. Los belenes se habían escondido tras el árbol de navidad.
            La víspera había comido con el resto de profesores en un restaurante del pueblo. Había sido una comida deslucida. Las risas habían cubierto el vacío, la atomización, la falta de compañerismo, las comuniones inexistentes. Hoy, 22 de diciembre, subía en el coche a media mañana camino de Segovia. Ni siquiera el campanilleo monocorde de la lotería había sido para él: nunca le tocaba. Marchaba a casa con alegría (pero con nostalgia); y pensaba en su esposa y en su hija, luces chisporroteantes que iluminaban su navidad. Su hermosa familia que le guardaba sus besos, le rodeaba el cuello como las cálidas bufandas de invierno diciéndole cosas que le sonaban a villancico. Le daban un trozo de turrón y parecía que les había pedido el aguinaldo: con su pandereta, con su zambomba, con su carraca; con sus ojos alegres e iluminados, enamorados por el sol.
            Aquellos días alegres, nostálgicos y cantarines, abrían las vacaciones que le llenarían de recuerdos la navidad.





viernes, 15 de diciembre de 2017

LA CUEVA DEL ESCALÓN



LA CUEVA DEL ESCALÓN    



            Estaban subiendo por la cuesta. Una suave pendiente los adentraba en un camino que, poco a poco, se hacía más abrupto. El terreno pedregoso se empinaba hasta que dejaban de caminar erguidos para apoyarse con las manos en las rocas. Abajo, el valle era bellísimo. Junto al río, al fondo, había una casa que parecía de juguete. Las laderas bajaban con una pendiente de vértigo, y sobre ellas, en la hierba de terciopelo, pacían las vacas. Arriba estaba el monte, como un enorme peñasco que casi parecía recién parido por la tierra. A su alrededor todo estaba lleno de piedras; pedruscos y cantos rodados, roca fragmentada de variados tamaños, más abajo guijarros pequeños. En el cielo las nubes estaban hinchadas, preñadas de agua, y su acuarela tecnicolor cubría todos los matices; del blanco al gris, pasando por el azul celeste. Soplaba el aire y hacía fresco. En la casita de abajo habían visto un burro. Íñigo y Fernando habían querido fotografiarlo e Ignacio sintió deseos de justificarse ante el guía.
            -Más al sur, donde nosotros vivimos, ya no hay burros. Casi. Los hubo hace cuarenta años cuando yo era un chaval, pero ahora han desaparecido.
            -Huy –dijo el guía-, aquí no desaparecerán. Por estos caminos el único medio de transporte siempre ha sido el burro. Uno se ponía enfermo y caminaba subido al asno hasta llegar al pueblo, y lo menos bajaba el valle hasta donde corre el Asón.
            -Y supongo que los aperos de antaño todavía siguen usándose. Las alforjas, por ejemplo.
            -Ya lo creo. Y segar a mano. Todavía se siega a mano por el valle, las mujeres llevan toda la carga en el cuévano -el guía señaló a su espalda, en un gesto elocuente que todos entendieron.- En estos valles abruptos no hay otra forma de segar.
            El río corría revuelto. Según el guía, el agua que había caído los dos últimos días estaba a punto de sacarlo de madre. La lluvia llenaba las cuevas y manantiales que lo alimentaban. Ignacio le preguntó, acuciado por la curiosidad:
            -¿Es la lluvia la que alimenta el río, o los manantiales?
            El guía respondió sin vacilar:
            -En realidad las dos cosas van ligadas. En un relieve kárstico como éste la tierra es muy porosa. El agua de lluvia se filtra por ella y pasa a engrosar los manantiales, que a su vez alimentan el río.
            -¿El burro es una especie protegida? –preguntó Ignacio, cambiando de conversación-. ¿Por qué ahora hay tan pocos? Bueno, parece que en Santander abundan. Aquí los burros son más delgados y negros, y prácticamente los hay en todas partes.
            Era verdad. Aquellos burros eran negros y esbeltos. Y tenían las orejas más largas.
            El camino, que ya era agreste, se volvía abrupto. Estaba lleno de zarzas, espinos, matorrales, helechos. A Fernando, como tenía pantalones cortos, le pinchaban las piernas. También había ortigas entre las zarzas. Ignacio, que estaba detrás de Fernando, recibía latigazos de las zarzas que volvían a su ser, después de apartarlas del camino, cuando pasaban. Había caracoles en las piedras. El viento que soplaba se hacía más gélido.
            Al fondo empequeñecía el valle. Entre la hierba mojada pacía a veces un caracol, y sus dibujos multicolores en blanco y negro le daban la belleza de la geometría; más que concha parecía un dibujo técnico.


            Por fin las matas y zarzales se abrieron para dar paso a la cueva, que aparecía de repente con la majestad de las sombras. La entrada era enorme. Bajo la bóveda pétrea el suelo se llenaba de rocas amontonadas como un desprendimiento. Fernando saltaba entre ellas agarrándose para no caer, y desde abajo la tierra parecía engullirlo.
            -Tened cuidado. Ésta es la parte más resbaladiza de la cueva.
            Bajaron agarrándose a las rocas, poniendo el pie en el lugar exacto donde lo había puesto el que les precedía, y las manos se mojaban de roca fría. Los pies de Ignacio se hundieron en el barro. La luz del casco iluminaba el interior sin dejarles ver apenas, sólo veían el pequeño trozo de suelo que pisaba su portador. Íñigo, de espaldas a la pared que supuraba agua, tanteaba con botas y manos para bajar por aquel amasijo de rocas desprendidas desde tiempos inmemoriales; y, como las fauces de un animal fabuloso, la cuerva se los tragó.
            Iban en fila guiándose unos a otros. El suelo se había vuelto liso, la bóveda perdía altura para formar una galería. Poco antes habían visto un enorme bloque desplomado sobre el suelo; medía más de diez metros de largo y unos siete de alto, y era seguramente un trozo de bóveda: todavía tenía la forma cóncava que tienen, en las catedrales, las bóvedas de cañón; pero esta curvatura se había girado y ahora estaba besando el suelo. En su parte inferior había una cinta blanca de medio metro de ancho: era carbonato cálcico, que depositaba el agua y se vertía, como una mano invisible, desde una grieta del techo.
            Siguieron avanzando. El suelo era a ratos resbaladizo, a ratos tapizado de barro, a ratos formando huecos duros que se llenaban con el agua de las filtraciones; Fernando metió el pie en uno de esos huecos y se mojó hasta el tobillo. Ignacio hacía lo mismo en un yacimiento de barro, y su bota quedó succionada hasta el empeine. Llegaron a un claro dentro de la galería y el techo volvió a subir para formar una bóveda. De entre sus grietas chorreaba agua, como una ducha, y todos aprovecharon para lavarse las manos. Siguieron avanzando y, veinte metros más allá, después de sortear obstáculos y evitar que se torcieran los tobillos, llegaron a un río subterráneo.
            -Mirad el río –dijo el guía-. Hoy baja poca agua. No tendrá más de trescientos metros, y un poco más allá se forma un lago. –Señaló hacia las tinieblas con la lámpara que llevaba en la mano-. No tiene ninguna dificultad, pero sería una agonía recorrerlo. Su lecho está lleno de barro y nos cubriría las botas hasta la rodilla. Dar un solo paso sería sacar la pierna y volverla a hundir en el barro: un esfuerzo agotador; imaginad lo que sería caminar así durante trescientos metros.
            Íñigo hizo un gesto de aquiescencia. Se quedaron contemplando la lengua de agua negra; negra porque estaba hundida en la oscuridad, y negra porque flotaba en el barro. Dieron la vuelta y se encaramaron a una pared que subía, inclinándose como el valle. Nuevamente pusieron pies de plomo para no resbalar; para no hacerse magulladuras ni romperse ningún hueso, si se deslizaban entre las piedras cuesta abajo; y también para no hundirse en el río y tener que bregar con el barro. Las piedras, redondeadas como si estuvieran cubiertas de cemento, tenían una baba fría, viscosa y húmeda, que no era la viscosidad del musgo, mojado y pegajoso; era la de la piedra; una superficie mineral cubierta de agua y arcilla, que curiosamente, en algunas zonas, sujetaba los pies si no la pisabas con miedo.
            Era como un valle subterráneo. Al subir al final de la tierra inclinada llegaron a la pared vertical; y allí encontraron estalactitas, banderas, pequeños trozos de columnas rotas; unas tenían un color muy blanco; otras eran rojizas, marrones, hasta negras.


            -El agua –dijo el guía- gotea por las grietas y en sus bordes deja el carbonato cálcico que lleva disuelto; con el paso del tiempo, muy lentamente, el calcio acumulado va formando estalactitas. Cuando lleva partículas de óxido de hierro la estalactita se vuelve roja, y si tiene manganeso se va oscureciendo; a veces el color pardo y oscuro que tiene la calcita se debe a que lleva arcilla disuelta.
            Luego enfocó al suelo y todos pudieron contemplar una superficie cilíndrica que empezaba a levantarse.
            -A veces el agua, al llegar al suelo, todavía lleva carbonato cálcico; y al ir depositándose, con el paso de los años forma las estalagmitas. Cuando la estalactita y la estalagmita se juntan –señaló con la luz a un cilindro irregular, lleno de extraños abultamientos, como nudillos de la mano deformados por el reúna-: entonces se forma una columna. ¿Veis?
            Después señaló a un grupo de pequeñas estalactitas de un blanco muy puro, casi transparente.
            -Mirad eso: no es cuarzo; es aragonita.
            Ignacio aprovechaba para sacar fotos a la cueva, y a Alicia, Íñigo y Fernando dentro de ella. Quería tener un recuerdo de aquel viaje fantástico. Pronto llegaron a otra galería cuya bóveda estaba muy elevada; como un calvero en el bosque, aquel amplio espacio era como una torre dentro de una catedral.
            -Mirad el techo –señaló el guía-. Aquí viene multitud de murciélagos que se quedan colgados en esa bóveda. Se quedan todo el invierno. –En seguida vio la pregunta en los ojos de Iñigo-. No hay peligro: son inofensivos. Si venimos aquí en invierno nos los encontraremos como una gran mancha negra tapizando la bóveda.
            -¿Y si los enfocamos con las luces? –preguntó Alicia-. ¿Se despertarían?
            -No es probable que eso suceda. Tendríamos que enfocarlos muy directamente para conseguir que se despertaran. De todas formas, os repito, son inofensivos. Sería peor para ellos.
            -¿Por qué? –preguntó Fernando.
            -Porque las hembras vienen embarazadas. Cuando llegan se frena el proceso de gestación, y sólo cuando viene la primavera ésta continúa. Si los despertamos en invierno las hembras se pondrían muy nerviosas y eso interrumpiría  el embarazo. Yo he visto algunos abortos y os puedo asegurar que en esa masa gelatinosa ya se va reconociendo el cuerpo.
            Les dio pena. Alicia miró a la bóveda y sus ojos se quedaron soñadores. Fernando, mientras tanto, prosiguió la marcha. Fernando se sentía explorador y le gustaba ir el primero (siempre, claro está, que el guía marcara el camino). El guía los llevó a una pared de la que colgaba una cuerda con nudos; aproximadamente (calculó Alicia) cada medio metro había un nudo. El guía les explicó que todos tenían que trepar por aquella cuerda para llegar a lo alto de la pared. En ella había practicadas algunas muescas para que pudiera meterse el pie y sujetarse en el momento de trepar. Fernando enmudeció. Miraba hacia arriba. Ignacio tuvo miedo. A Íñigo le picaba el gusanillo de la aventura. Pero Alicia, soñadora, se quedó, entre emocionada y seria, mirando hacia arriba.
            El guía subió para mostrarles los movimientos. Después subió Fernando. La cuerda, fría, tenía una humedad arcillosa. Fernando la sintió en sus manos mientras subía. Bajo las indicaciones del guía, se colgó de los brazos mientras con las piernas subía de muesca en muesca; y así, como un pequeño espeleólogo, subió hasta arriba. Luego siguió la ascensión de piedra en piedra, agarrado a otra cuerda que estaba fijada a la pared, a modo de barandilla. Cuando hubo llegado arriba lo invadió una inmensa alegría. Se sentía héroe al haber escalado aquella pared rocosa, húmeda, redondeada, arcillosa, que subía casi en vertical hasta el techo.


            Todos subieron sin problema. Alicia, que no creía poder hacer esas cosas, se sorprendió a sí misma; su corazón pasó del susto al júbilo casi sin transición. El último en subir fue Iñigo. Era como un segundo guía que cerraba todas las operaciones para asegurarse de que no fallara nada.
            Ya arriba se internaron en una pequeña galería y el guía los llevó hasta otro ensanchamiento que, esta vez, no desembocaba en bóveda, sino en rendija. Había una rendija con una abertura de unos treinta o cuarenta centímetros por donde tenías que pasar. Evidentemente no podían pasar de rodillas, ni agachados; prácticamente tenían que tumbarse; y, con una agilidad felina, el guía pasó sin ninguna dificultad. Después pasó Fernando, cuyo cuerpo pequeño hacía que el paso fuese más fácil. Entró Alicia y, como tenía una pequeña mochila a la espalda, se atrancaba con la piedra; pero en seguida se estiró, alargando brazos y piernas, apoyando las rodillas en el suelo; su pantalón blanco, sus manos, su cara se llenaron de arcilla. Luego vino Ignacio, que se estiró como Alicia, pero evitando, para no mancharse los pantalones, rozarlos con el suelo. Y, sin ningún problema, cerró el grupo Íñigo, que parecía tener en estas lides cierta experiencia.
            Al otro lado había un hall cuyas paredes, pétreas y arcillosas, parecían negras a pesar de las lámparas en los cascos. Todavía tuvieron que bajar por unos desniveles resbaladizos hasta tocar tierra firme. Allí había una columna partida que enlazaba el suelo con la bóveda; era –pensó Ignacio, que por entonces estaba leyendo la novela- uno de los pilares de la tierra; y su mente se llenó de reminiscencias telúricas que vinieron a su alma desde la noche de los tiempos.
            -¿Venían a vivir aquí los hombres primitivos? –le había preguntado al guía apenas entraron en las primeras trastiendas de la cueva.
            -No –había dicho el guía-. Aquí hace frío  para dormir. Es un lugar inhóspito. –En seguida, viendo las gotas de sudor que les corrían por la frente y por el cuello, se apresuró a precisar-. Nosotros tenemos calor porque estamos andando; el esfuerzo, con la humedad de la cueva, nos da un sudor pegajoso. Pero si ahora mismo nos parásemos, al poco rato tendríamos frío. No: los hombres primitivos hacían fuego a la entrada de la cueva, no aquí adentro. Aquí sólo venía el iluminado que no tenía miedo a los espíritus. Conjuraba el mido a lo desconocido y suspendía la respiración ante el misterio de las profundidades de la cueva. Luego pintaba las paredes y la bóveda, y bajo la antorcha, con la luz reverberando entre estalactitas, con los cruces de relieves y destellos, entre luces y sombras, visiones y tinieblas, imagínate lo que se le vendría a la cabeza. Luego lo pintaba y volvía con su gente. Sólo ellos, los que volaban en fantasías y flotaban entre cortinas, sombras cambiantes, ondas misteriosas y luces vacilantes: sólo ellos se atrevían a venir al interior de la cuerva. Además, hacía frío.


            Ahora estaban en otra bóveda, arriba, en la torre de la catedral de piedra. A la altura de las gárgolas, el guía les enseñaba los extraños relieves; las venas de cristalitos que serpenteaban por la columnas de piedra, las banderas que ondeaban sobre la columna como capiteles –unas, gruesas y oscuras, otras, blancas o con vetas; otras eran  filamentosas y transparentes-. Y les enseñó de nuevo las formaciones excéntricas. Aquellas estalactitas nacientes, blancas y pequeñas, que no crecían en vertical siguiendo la fuerza de gravedad, sino que se torcían por los lados, formando clavos retorcidos o cuernos de rinoceronte; otras crecían a la izquierda, luego subían y después volvían a bajar. Y lo más curioso era que aquellas deformaciones no seguían todas la misma dirección. Por el contrario, y como si cada una tuviera su propio norte, se abrían y cerraban, se entrecruzaban en montón, como si fuesen un relieve de Gaudí, en las catedrales cuyas filigranas vegetales creaban un orden en el desorden, tal como aquellas estalactitas desbocadas que formaban con su caos un hermoso bosque. Y aquellas formas caprichosas no salían de las grietas como salen todas las estalactitas del mundo, sino de aquellas plataformas que parecían platos, o bandejas que crecían de forma concéntrica, y luego sobre ellas se ponían a crecer las estalactitas. En el techo vieron uno de aquellos capiteles desprendido, sujeto al techo pero mostrando el espesor de sus crecimientos concéntricos, como una creación frágil que contenía una enorme fuerza en su volatilidad cristalina.
            Hicieron una foto de familia. El guía se había ofrecido a hacérsela tras advertirles que en aquella hermosa cripta no podrían usar el flash, no podrían hacer fotografías. Fue una pequeña concesión del guardián de las catedrales de piedra. De aquel hombre que, con el corazón firme, debía aunar el amor a la naturaleza con la fortaleza para negar las flaquezas: aquellas pequeñas debilidades que, anegándose en entusiasmo, ponen la naturaleza en peligro.
            Fue el momento de salir. Volvieron los barros y las piedras, los charcos y las cuerdas; las rendijas donde hubieron de estirarse con los miembros abiertos como reptiles. Íñigo no había visto rastro de vida en toda la cueva. Preguntado por ese detalle, el guía dijo que sí: que hay bacterias que filtran sustancias nutritivas, y esas bacterias sirven de alimento a otros seres diminutos… pero poca cosa. La falta de luz contiene falta de vida. A veces –dijo- los espeleólogos ponen unas trampillas con alimento y al día siguiente recogen pequeños insectos, arácnidos… La vida, sobre todo, empieza donde acaban las cuevas.
            Y la cueva los vomitó. Ascendieron por aquel amasijo de rocas que formaba un pasillo ascendente, un pasillo amplio, un túnel, más avenida que pasillo, y en la oscuridad de aquel túnel los atraía, como un imán, la boca de la cueva; aquella boca abierta como un chorro de luz, allá arriba, y nosotros estábamos sorteando rocas, baba pedregosa, como los bloques de granito que tiran en el mar, para rodear los diques, los hombres del puerto.
            Salieron al exterior. Se apagaron las lámparas de los cascos, se los quitaron. Iñigo sentía el pelo mojado sobre su cabeza, aplastado como una costra, sudoroso y caliente. Bajaron el camino abrupto que, entre piedras y malezas, se tapaba con ortigas, helechos, hierbas, ramas y espinos. Bajaron hasta donde el camino ya no tenía follaje. Allí, junto al mismo caracol que había visto cuando llegaron, y seguía todavía allí, en la tierra mojada por la lluvia, sin moverse, como si el tiempo no hubiera pasado. Allí abajo el valle se tendía de nuevo con su terciopelo verde. Las vacas pastando, en la pendiente sedosa, que vista desde allí daba vértigo. El peñasco ciclópeo que cincelaba el cerro. Y sobre ellos, las nubes húmedas, plomizas, de barriga hinchada, que dibujaban un claroscuro en relieve de azules y grises de acuarela.
            La vida es luz: la vida. La cueva los había engullido entre las sombras. Y las cuevas oscuras recuerdan, cuando nos olvidamos, que tras el tiempo detenido están las vibraciones; la luz, el movimiento, el sentimiento que nos tiene en el temblor: la vida. Cuando Alicia pagaba al guía y se despedían con un apretón de manos aquel calor les recordó, cuando regresaron al coche, que la verdad se ve mucho mejor con la luz, y que la luz alimenta los prados, las vacas, los perros, los burros y los gatos. La vida. Algo que nunca estaría en las profundidades de las cuevas.





viernes, 8 de diciembre de 2017

LOS VIENTOS DE MI PAÍS




LOS VIENTOS DE MI PAÍS


            A mi amiga Agustina, que al lanzarme un reto me ha obligado a repasar desde la raíz todas mis convicciones.


            Vengo de un lugar donde los mineros volvían cansados a casa; donde los obreros subían penosamente, cuesta arriba, a la fábrica; donde por las noches se respiraba un aire de huevos podridos y gas sulfúrico. Los mineros, enfundados en sus monos, llevaban el talego al hombro, el casco con su lámpara y la cara negra; los obreros pedaleaban la cuesta con pinzas en los pantalones, y las torres de hierro se elevaban entre el amoníaco lanzando a la noche el venenoso vaho de su lengua. Los mineros morían a veces en las explosiones de metano; y sembraban en sus pulmones polvo de carbón que los endurecía, poco a poco, como las piedras. Los mineros morían tantas veces de silicosis. Un día se petrificó el pueblo cuando la central térmica, arrojando llamaradas de carbón, quemó al obrero que miraba por la ventanilla de la caldera; y no fue mi padre: no estaba de turno. Mi padre conoció la soledad de los días tristes. En las noches de invierno, con el aullido del lobo, muchas veces se resguardaba en un mísero chozo empapado de lluvia; con la manta mojada, alejado de todos, cuidando las ovejas; y en el canto berrueco imaginaba fantasmas, sacudido por las ráfagas que rompían los árboles en las noches lúgubres. O trabajaba de sol a sol, pero de sol de tres días; metido en la tolva y alimentando el molino: tres días sin dormir; y como al cuarto se quedase dormido fue expulsado por el amo, como un haragán, sin que le temblase el pulso. O gemía en la noche guardando las vacas, con el chillido del búho, tiritando en sus cuatro años, más que de frío y de hambre, de melancolía: llamando a su madre y sabiendo que no le contestarían más que las lechuzas y los búhos.
            Soy de un país donde la mujer trabaja, como el hombre, de sol a sol, pero sin cobrar un sueldo. Donde las manos se helaban, frotando en la tabla, lavando la ropa en el río. Y planchaba y cosía y tantas veces segaba, y trillaba, con un sombrero de paja, con la piel cuarteada y seca, labrada por el viento solano, las tardes a mediodía. Y los cerros se llenaban de barro los días de lluvia, cuando la tierra se envolvía en polvo y la preñaban las nubes y el lodo se atascaba en las puertas; y la gente no podía andar, cuando se hundían los pies mientras cantaba Pepe Pinto; con las botas catiuscas, la riada arrastrándose cuesta abajo como una culebra, y en las ventanas abiertas, con la radio puesta, cantaba Rafael Farina. Los chicos iban al colegio y recitaban, como recita las letanías el cura, aplicados como niños buenos, las alineaciones del fútbol.


*

            Corría el año 1960. Los mineros volvían a casa con la cara negra de carbón y yo ahora comprendo que no debía haber duchas en la mina; ni duchas ni vestuario, porque volvían con el mono sucio. Mi madre encendía el brasero en las frías mañanas de invierno. Comíamos garbanzos y judías y en navidad comíamos pollo; el pavo, la ternera, el cordero, todo eso era comida de ricos; como lo era el jamón serrano y por eso comíamos jamón cocido. Mi madre hacía trajes a domicilio porque era modista; sin embargo no trabajó nunca porque era mujer, la mujer sólo podía ser mujer de su casa, ya se sabe, ama de una casa que la esclavizaba; sólo el marido podía llevar el sueldo a casa. El padre de Rafa se había ido a trabajar a Alemania; Rafa se quedó solo con su madre, como Pepe, Manuel y tantos otros, que tenían padres y tíos que se habían marchado del pueblo. Será que no tenían trabajo. No lo sé.
            Los obreros iban en bicicleta al poblado: allí, en el otro extremo del pueblo, lejos, cuesta arriba, se llegaba a la fábrica. Luego pusieron los autobuses y en ellos controlaba las huelgas la policía secreta. Había una residencia de empleados y otra de ingenieros; una piscina de ingenieros y otra de obreros; por lo menos había piscina: la Calvo Sotelo era una fábrica grande; y la Montoro, y la Montesa, y la Calatrava. Luego estaban las minas (Peñarroya, Asdrúbal), donde la tierra se tragaba a los mineros; y los obsequiaba con silicosis, con metano, de vez en cuando alguna explosión, bajo el suelo. El ruido de las máquinas era ensordecedor, mi padre casi se queda sordo. Había una plaza de toros y un gran teatro. Y una casa de baños de la que se contaban cosas terribles en el pueblo.
            Había un seguro donde estaban las consultas, pero cuando tenías que operarte ibas a Ciudad Real. Un instituto de enseñanza media, ¿para qué más? A pesar de que el pueblo llegó a tener cien mil habitantes. Los hijos de los médicos, los ingenieros, los policías, los abogados, los que tenían comercios, iban al instituto; para los demás era la escuela de maestría; pero poco a poco el instituto fue recibiendo a los hijos de los obreros. No había televisión y los mocosos teníamos que ir a verla a casa del vecino. Tampoco había coches. El tren era de carbón y cuando íbamos a la estación, mi padre cargaba las maletas; y el trayecto era siempre bien largo. Algún taxi habría, seguramente, pero no había costumbre de usarlo; ni dinero. El hotel León era sólo para los ricos. Hoy  comprendo que el sueldo no daba para más, pero es que aunque hubiera dado tampoco había costumbre de gastarlo. Y en el verano uno viajaba hasta el pueblo no más; en tren y en viajera, y si estaba cerca, andando: el avión sólo estaba para el Hola y el ABC.
            Tiempo atrás, durante la guerra, mis padres habían conocido las calamidades. El hambre. La tristeza. Alcobas sin puertas separadas por cortinas. Dormir tres en una cama, y hasta cuatro, dos en la cabecera y dos a los pies. Comer cocido sin carne, a veces una molleja, unos bofes: casquería. Gachas. Contar el turrón y pasarse la noche con un único trozo (“¿a ti cuánto te queda?”). El racionamiento. Guardar las ovejas en días de nieve, dormir en la choza empapado, tumbado en la manta que el pastor se liaba al cuerpo, y temblar bajo el aullido de los lobos. Después de la guerra fue peor. Trabajar de un sitio a otro por un sueldo de miseria, sin vacaciones, sin seguridad social, sin un domingo de descanso. Crecer flacos como don Quijote, soportar abusos, días interminables de trabajo, diez horas, doce, ¡qué más da! Podían ser dieciséis. Peor era para los represaliados: el padre preso, huido, fusilado, los hijos desprotegidos, señalados con el dedo, las viudas trabajando como esclavas sólo para vivir. Los hijos en el tren, en el molino, en la construcción, en la vaquería, bajo el viento y la nieve y la lluvia y el frío. Así crecieron nuestros padres y nuestros abuelos. Nosotros, por lo menos, teníamos la fábrica. La fábrica tenía sus ventajas. Cuando la había. Como en Puertollano.


            El día que acabó la guerra ondeaba en el ayuntamiento la bandera bicolor. Mi padre la miró con melancolía. Sus ojos nublados mandaban destellos al corazón, a la cabeza: “si para que vuelva la bandera tricolor tiene que haber otra guerra, yo prefiero la bicolor”; eso pensaba mi padre: republicano. Su padre fue fusilado y él nunca pidió venganza. Padeció persecución por la justica por haber militado en un partido que luchaba por la reconciliación nacional. Eran tiempos de hambre, de frío. Una mentalidad derrotista y terrible la de aquellos tiempos. Días de resignación, de fatalismo: era la mentalidad de la derrota (porque todos perdimos la guerra). Pero había detrás de ellos una fatalidad centenaria, milenaria quizá: de la que se nutrían los fandangos, las soleás, las coplas; la que flotaba en el amén de la iglesia; la costumbre de agachar siempre la cabeza, como los campesinos de Courbet. Y detrás de ella había otra mentalidad natural, agarrada a las tripas, visceral y biológica: la de echarle la culpa al otro; la necesidad de identificar a los demás para mejor separarlos del clan, para tenerlos enfrente, para poder apuntar mejor cuando tiraban las piedras.
            Cuando acabó la guerra nadie tenía dinero para trabajar. Ni siquiera los que la ganaron. Sólo, entre los vencedores, tenían dinero los que mandaban. Y ellos abusaban de los otros, vencedores y vencidos. La mayoría tenía sólo sus brazos, el sudor de sus frentes. No había máquinas para arar, apenas el arado romano. La ciencia y la técnica desaparecieron del horizonte. Para médico bastaba un cursillo, y ser adicto al régimen. Si padecías apendicitis te morías de peritonitis. Cualquiera podía ser maestro. Para gimnasia, el instructor de falange. Todavía en los años 60 tenían que venir los ingenieros de Inglaterra, del Japón, de Alemania. La mentalidad del empresario era la de lucrarse, no la de invertir. España, en pleno siglo XX, no había llegado ni siquiera al capitalismo: Buñuel lo supo ver; en Viridiana. Por eso nos tuvimos que ir a trabajar a Alemania. Porque en España no había empresas.
            Poco importaba la competencia. Así lo vimos en la Muerte de un ciclista: lo mostró José Antonio Bardem. Pero es que ni siquiera había competición. Sólo había agresión, avasallamiento, violencia; una violencia larvada en los que mandaban, en aquel triste bigotillo, autoritario y mediocre, en el traje gris de los policías, en los municipales. La guardia civil parecía temible. La radio, mientras tanto, nos tenía en un mundo feliz tan ideal como bello, tan amable como falso; Antonio Molina encantado de bajar a la mina: Rafael Farina preocupándose por los toreros; luego vendría Manolo Escobar y en España sólo cabían el vino, el sol y las mujeres; y nuevamente excomulgar al discrepante, pues todo era viva España “y el que no la quiera no tiene perdón”. La única ideología posible era el nacional-catolicismo. Existía el marxismo, perseguido, acosado hasta la muerte; todavía murió algún anarquista en el garrote vil; la socialdemocracia existía, en las catacumbas; la democracia cristiana, el liberalismo, eran espuma que rebalsaba por los bordes del régimen. La única plenitud que había estaba en la Iglesia; pero la Iglesia cambiaba, con Juan XXIII, con Paulo VI, con el concilio; y el cardenal Tarancón y el obispo Añoveros; otra Iglesia intentó despegar con la ciencia, con la técnica, con el negocio, con el dinero; era del Opus Dei, y gobernaba con Franco. Las mujeres necesitaban ir con velo a misa. Era un  mundo más triste, más gris, más pegado a las jerarquías, insensible al respeto, un mundo aburrido, de plomo.
            Eran los años 60. Años de especulación. De inversiones fáciles. De abusos. El turismo nos llenaba de divisas y España, puritana y católica, tuvo que aceptar a las suecas, la música yé-yé y las minifaldas. En el cine guardaba las esencias el español analfabeto, reprimido y baboso, arrastrándose detrás de las rubias después de que Manolo le hubiera cantado a la morena de su copla; José Luis López Vázquez, Alfredo Landa: especímenes inferiores persiguiendo a la raza superior, la de las rubias; los escotes y bikinis merodeaban en las playas: eran los tiempos de la españolada. Pero con el turismo vinieron también los libros, una tímida apertura se dibujó con los escritores de la tierra, ni dentro ni fuera, y con el pie cambiado; y entre ellos se colaron Voltaire, Lorca, Marx, Freud, Marcuse, Machado. Y mientras se desesperaba la censura los grises ocupaban las universidades. Un despegue industrial afloró en Cataluña: mis amigos se iban a trabajar a Barcelona, se estaban emancipando al tiempo que se convertían en charnegos.


            Los tiempos estaban cambiando. La mentalidad de superficie también cambió. Ya no nos abrazaba la fatalidad: con el trabajo ganábamos dinero, el dinero nos hizo poderosos, y el poder nos hizo libres. Las mujeres se emanciparon, porque también empezaban a trabajar. Ser joven era ponerse el mundo por montera. Serrat lo supo ver bien, sintiéndose mediterráneo y buscando amores “de antes de la guerra”. Y combatiendo la hipocresía. Raimon nos lanzaba a todos al viento, y Lluis Llach nos animaba a tirar de la estaca. La poesía también había salido a la calle: con Gabriel Celaya, con Blas de Otero. Alberti nos llevaba a buscar a los poetas andaluces, de la mano de Agua Viva. Y Luis Eduardo Aute. Y Jarcha. El país salió de su letargo, se sacudió de encima el nuevo fatalismo, pero no el viejo. Crítica, negociación, felicidad, fueron palabras que se pusieron de moda. Y se puso de moda comprar un piso. Y viajar. Muerto el dictador, el país parecía otro; ya antes se habían conquistado tantas zonas de libertad que, a pesar del régimen, juntándolas todas, los españoles se creían libres. La reforma no hizo más que oficializar la realidad; reconocer lo que había en la calle.
            Llegó la década de los 70. Y de los 80. El golpe de Tejero no pudo parar un avance social que era imparable. Yo era maestro por aquel entonces. Pasé muchas horas esperando el tren, el autobús, buscando un taxi cuando nevaba a todo meter, enseñando los números y las letras, de pueblo en pueblo. Y oí a mucha gente en las estaciones, en el mercado, en los bares. Todos hablaban de lo mismo. De hipotecas. De aviones. De Londres, París y Nueva York. Ya todos presumían de haber estado allí, y quien no había pisado un avión es que era tonto. Eso sí, desde una incultura apabullante. Te hablaban de Trafalgar Square, del Big Ben, de Harrod’s; pero no sabían del partenón, o poco; ni de los burgueses de Calais, con Rodin a la cabeza; todo era presumir y no conocer: estar sin ver, o ver sin mirar, que es lo mismo; porque yo he estado en Londres, pero Londres no ha estado en mí, que es como si no hubiera ido. Y que a cómo están las hipotecas. Y que si a capital fijo o capital variable, vete tú a saber, el ignorante jugaba en bolsa, se creían altas las clases medias, y el paleto se ponía corbata sin saber que bajo el traje despuntaba la boina todavía: y era Miguel Delibes. Viejas historias de Castilla la Vieja. A mí se me salían las hipotecas y los coches por la orejas. Era el capitalismo popular de Margaret Thatcher. La filosofía de Felipe González: gato negro o gato blanco, lo que importa es que cace ratones. Se anunciaba el fin de las ideologías. Desde una ideología inconsciente, la del pensamiento único.
            Había, sí, bolsas de pobreza. En los extrarradios había chabolas. Pero como había poco paro, nos creíamos la ficción del pleno empleo. Cualquiera podía invertir. Pero las empresas no querían obreros, ahora buscaban autónomos; así, se ahorrarían gastos, derechos laborales y seguridad social. Se extendió la ciencia como una mancha de aceite: la técnica; todos querían estudiar en la universidad, todos querían una carrera; en la cuneta quedaban los desclasados; y los vagos. Mucha movilidad, era el sueño americano: el más pobre podía ser jefe del más rico; si descollaba. Rockefeller, Onassis eran ahora los modelos. Una mentalidad universal: si tú quieres, tú puedes; en las antípodas del fatalismo coyuntural de posguerra, cuando querer era la prueba cruel de la impotencia.


            Ya no había que ser competentes, sino competitivos. Tragar conocimientos e indigestarse de ingeniería, pero sin criticar nada, que aquello no era cultura, sino culto: culto al trabajo, culto al poder, culto al dinero, culto al saber: el que te da poder, no el que te da plenitud; lejos de esa felicidad que se consigue, según San Juan de la Cruz, “toda ciencia trascendiendo”. San Juan se saltaba la crítica, pero es que los yuppies no llegaban a ella. Yuppy: young urban people. Se perdió de vista la cultura con el culto al dinero. “Adiós, papá, consíguenos un poco de dinero más”. Los Ronaldos. Se perdió la sencillez, la autenticidad, y fuimos gente disfrazada, aparente, falsa, plástica. “Dicen que tienes veneno en la piel”. Radio Futura. Se puede hundir el mundo mientras no me quiten el botellón. El dinero fácil hizo posibles todos los sueños, y entonces dejamos de soñar. Yo vengo de un mundo donde soñábamos casi todos, porque los sueños eran imposibles. Como don Quijote. Rocío Dúrcal. La prosperidad escaló peldaños con Felipe Gonzalez: y la clase media, que él contribuyó a crear, se volvió contra su creador porque el obrero que se creyó rico ya no necesitaba un partido de izquierda (se volvió de derechas). José María Aznar demostró que España había dejado de ser de izquierda: y revivió el franquismo sociológico. Los valores de libertad, solidaridad y felicidad se difuminaron frente a la libertad de empresa, la competitividad y el dinero. El mundo se volvió egoísta. Y lo hicimos entre todos. Votando a José María Aznar. Libremente empezamos a decir que la empresa  pública era ineficaz, que gastaba mucho; y había que volverla privada, liberalizar la economía: era el turno de los liberales. Los mismos que volvieron deficitarias las empresas salvándolas luego con el dinero público. Y entonces descubrimos que gastar no era derrochar. Las empresas públicas gastaban más porque no estaban para ganar, sino para servir; para servir a los más necesitados, que eran muchos; y no por gastar más iban a ser más ineficaces. Desaparecieron las cajas de ahorros, y, ya convertidas en bancos, desapareció la obra social que llevaban a cabo: cuando editaban libros, daban becas, regalaban agendas y financiaban proyectos de desarrollo local y regional (por ejemplo, sosteniendo económicamente museos, teatros y cosas parecidas).
            Resumiendo: se privatizó la fuerza de trajo (los autónomos); se banalizó la ciencia (investigando sólo en lo que la economía necesitaba); se empezaron a privatizar las máquinas (para conseguir trabajo se necesitaba coche, ordenador y móvil); se diluyó la frontera entre los obreros y los cuadros (pues cualquier obrero podía ser universitario). Paralelamente, se vaciaron los estudios, como un cochino en la matanza al que estuvieran destripando (y así, tú podías tener los máximos títulos con los mínimos conocimientos: o sea, que se devaluaron los diplomas; sólo funcionaba la ciencia en su nivel práctico y la LOGSE, que pretendía adaptar al alumno a la vida laboral sólo después de haber buscado el pleno desarrollo de su personalidad, quedó devaluada en la LOMCE: competitividad a costa de felicidad; y de cultura). Se extendió una mentalidad superficial que empezó a impregnar todos los estratos sociales: el placer por el placer; el culto al cuerpo, despreciando lo espiritual; odio al pensamiento (porque el nuevo rico necesitaba sentirse bruto, ser bruto es ser macho, y todos los empollones son unos mariquitas); egoísmo; ya no está de moda ser generoso, amar, compartir: el corazón también está devaluado; el único valor en alza era el alcohol, el sexo, el músculo.
            Hemos desembocado en la civilización del tedio. Cuanto más placer buscamos, más nos aburrimos. La prosperidad económica ha desembocado en pobreza afectiva, en miseria intelectual. El horizonte de nuestros jóvenes está vacío. Todo es fácil, nada cuesta, nada quieren, nada saben, nada esperan, el futuro se ha vaciado porque ya en el presente lo tienen todo; es una generación vana, sin interés, sin futuro. Y es que se agota en el presente, ya ni disfruta con el pasado ni espera nada del mañana: es un parásito que está ahí, vegetando, sin aliento, sin ilusión, sin esperanza, sin energía.


            ¿Cómo empezó todo? Yo llegué a Segovia hace treinta años. Todavía había máquinas de escribir en las oficinas, en los bancos. Pero en un suspiro las cambiaron por ordenadores. Estábamos asistiendo a una revolución tecnológica. Y la técnica lo puso todo patas arriba. Cambió la mentalidad. Cualquiera podía, con un ordenador en casa, manejar el mundo. Nos creíamos núcleos de nuestra propia célula mandando sin obedecer; hebras de ADN que controlaban nuestro protoplasma; y, convertidos en puestos de mando, nos olvidamos del protoplasma; mentes sin cuerpo. Paralelamente nos íbamos al gimnasio preocupados sólo de nuestros músculos: nos convertíamos en maniquíes descerebrados. Y, pura contradicción, se solapó la realidad con la apariencia: nos creíamos mentes sin cuerpo y éramos cuerpos sin cabeza; una enorme esquizofrenia se apoderó de nuestra sociedad; y, creyéndonos poderosos más que libres, éramos, exactamente, lo contrario. Estábamos alienados. Hasta la médula. Y por eso votamos a Aznar.
            El mismo que defendía al individuo: frente al Estado. Pero el individuo al que defendía era el rico y como ricos nos creíamos todos, por eso le votábamos más y más. Con Aznar triunfaron los mediocres. O sea, casi toda España. Quienes querían que cada cual se sacara las castañas del fuego: no que el Estado defendiera a los más débiles. La bajada de impuestos: la insolidaridad. Con Aznar había que pagar las autopistas. Las autovías de Felipe nos salieron gratis, porque las habíamos pagado nosotros: o sea el Estado. Con Aznar triunfó ese liberalismo que confundió la iniciativa con el individuo, la libertad con la soledad, el Estado con el abandono: más economía y menos Estado. No fue culpa suya sino nuestra: le votamos nosotros. Con Aznar subió al poder la insolidaridad disfrazada de iniciativa. Había que arriesgarse sin preocuparse por la igualdad de oportunidades. Cuando Felipe necesitó estabilidad compró a Pujol, a Cataluña. Y cuando la necesitó Aznar la pagó mucho más cara. Entre todos alimentaron la codicia de la burguesía catalana. El ansia de independencia para mandar y enriquecerse sin que la controlara la otra burguesía; la de España. El mundo de Aznar fue el de los que no se equivocan nunca. Ni con el Prestige, ni con el yak-42, ni con las nacionalizaciones, ni con la guerra de Irak. Nunca reconocieron sus errores. Como tampoco los reconocía Felipe González. Aquí no dimitía ni dios, y si alguien se iba era porque los echaba la justicia: como a Roldán, a Barrionuevo, a Corcuera. Aquí se apalancaban todos y ahí se quedaban. Le pasaría después a Rajoy, con la Gürtel, con la Púnica, con los trajes de Camps; y con Rita Barberá, la incombustible.
            Pero no lo hubieran hecho si no les hubiéramos dejado. Cuando a los mafiosos los condenaba la justicia el pueblo los premiaba con mayorías absolutas; y no había quien los echara a la calle, porque la voluntad popular así lo quería. ¿Y por qué lo quería? Porque votaban con la mentalidad del capitalismo popular. Porque los políticos eran el reflejo de lo que quería hacer el pueblo; si es que el pueblo existe. La mentalidad del triunfador; de levantarse sobre el mundo, de descollar sobre todos. Los famosos del Hola son el escaparate de lo que sus lectores no serían nunca. Pero los políticos eran el escaparate de lo que todos creían poder llegar a ser. Una generación insolidaria, unas generaciones egoístas, soberbias, avasalladoras, enajenadas. Cuando Zapatero llegó al poder prohibió fumar en los espacios públicos, y Aznar vociferaba: ¿quién es el Estado para decirme a mí lo que debo fumar o beber? ¡Zas! De un plumazo se despedazó a la educación. Porque en una sociedad liberal, según eso, no hace falta que nadie nos enseñe; y si mis hijos deciden drogarse un día, el Estado no será quién para inmiscuirse en su libertad. Porque una sociedad liberal no necesita educación. Y el hombre de derechas, el que era rico y el que pretendía serlo, se convirtió en un anarquista con recursos; el Estado liberal, reducido a su mínima expresión, se acababa pareciendo al ideario ácrata de una sociedad sin Estado; Bertín Osborne no tuvo empacho en decir en televisión que era anarquista. Sí, como yo cura. Igualito.


            Todos sabemos que los políticos de entonces cometieron muchos errores. Pero al hacerlo, cumplían con nuestro mandato. Los elegíamos nosotros. Engañándonos en las campañas, sí; pero también queríamos que nos engañasen; nos dejábamos engañar. Luego vino el reflujo. Con Zapatero volvió a la escena la vieja España de izquierda que combatió contra Franco. Y la derecha de Rajoy, delfín de Aznar, respondió con una de las peores campañas de linchamiento que uno pueda recordar. La descalificación. El insulto. El sofisma. La prepotencia. La manipulación. La mentira. Las manifestaciones multitudinarias (un millón de personas) donde la Iglesia protestaba, de la mano de Rajoy, contra el matrimonio homosexual. (Sin recordar que Jesús, cuando querían lapidar a la adúltera, les exhortó a que, quien se sintiese autorizado, tirara la primera piedra). Se protestaba contra el maestro que no podía educar (el niño es propiedad de su familia; ella es la única que puede, si quiere, manipularlo); ya lo había dicho Aznar, ¿quién es el Estado para prohibirme fumar si yo quiero? Se protestaba contra el estatuto catalán, que Zapatero propuso que se reformase para contener las iras del nacionalismo. Los héroes se volvieron villanos: y se expulsó al juez Garzón por investigar demasiado la corrupción y defender la memoria histórica a capa y espada. Había que dejar tranquilos a los muertos, si eran de la guerra, pero teníamos que removerlos mucho si eran de la ETA. De repente hubo gente que, sin ningún complejo, se declaraba intolerante. Y Zapatero, que estaba en el centro de todo, fue sometido a escarnio y  reducido a payaso, un ignorante que no sabía mandar. Un linchamiento sin escrúpulos. Del mismo político que, ya convertido en presidente, nos pedía moderación. Con Cataluña. Cuando ardió la mecha que él mismo había prendido.
            Sólo había un problema: que se mofaba de la voluntad popular; ésa que él mismo invocaba cuando le iban bien las cosas. El pueblo no se equivoca (decía). Pero si Zapatero era tonto y lo había elegido el pueblo, era evidente que el pueblo se había equivocado. Nos estaba llamando tontos a la mitad de los españoles. Pero el pueblo es una palabra que no corresponde a ninguna realidad. Si los votantes son de los nuestros, ellos son el pueblo; pero si les votan a los otros son la chusma. Y si bien es verdad que existen las chusmas (esas masas enloquecidas capaces de linchar a cualquiera), al pueblo yo no lo he visto en ninguna parte: eso del pueblo es una palabra vacía, una abstracción, un fantasma inexistente; el pueblo es la gente cuando la coronamos con una aureola de santidad; pero cuando la convertimos en un demonio la llamamos chusma. No existe el pueblo español. Existe un pueblo de izquierda, un pueblo de derechas, un pueblo de centro. Más que hablar del pueblo, habría que hablar de la gente. Cuando se manifiesta un millón de personas por la autonomía, son fascistas españoles; cuando se manifiesta por la independencia, es el pueblo catalán; ni una ni otro son realidades que existen; en ambos casos son generalizaciones abusivas, abstracciones sin contenido, fantasmas inconsistentes. No existe el pueblo: existe la gente. En todos los países hay gente que piensa con el corazón y gente que piensa con las tripas; Berlusconi, Le Pen, el bréxit son los productos de un pensar visceral; la España de Zapatero, la América de Obama, la Alemania de Willy Brandt son los productos de un pensar cordial; unos están disueltos en la mentalidad egoísta, la del insulto, la de la ira, la del linchamiento (como sucede ahora con el independentismo catalán); y a otra la guía la generosidad, la comprensión, la empatía, el respeto (como esos voluntarios que se van desinteresadamente a ayudar al necesitado). En España hay dos espíritus: el espíritu del 36, que por la derecha quisiera fulminar a todos los rojos y por la izquierda exterminar, con espíritu justiciero, a los sinvergüenzas; y el del 78, que pretende asentar la convivencia en el diálogo, la conmiseración y el respeto: y no ser esclavo de las tripas cuando se le revuelven a uno con tanto sinvergüenza como anda suelto por ahí. El mundo se puede cambiar, pero poco a poco. Cuando se cambia de golpe se vuelve despiadado. Abimael Guzmán quiso ayudar al pobre y construyó una guerrilla terrible que acabó matando a pobres y ricos. Pol Pot quiso destruir el viejo mundo para construir uno nuevo: y los muertos que dejó en el camino se contaron por decenas de miles, por millones; pero se dejó en la cuneta la dignidad, el respeto, los derechos humanos. Si no queremos quemar Roma para hacerla mejor, tendremos que soportar a los sinvergüenzas que tenemos alrededor, mientras la cambiamos, aunque nos comamos sapos y culebras. Que el mundo cambia lentamente y mientras cambia, tendremos que vigilar poco a poco que la insolidaridad vaya desapareciendo; que el fin no justifica los medios, como se empeñaba en hacer creer la ETA. Y otra cosa importante habrá que vigilar: que no nos hagamos como ellos cuando vayamos construyendo un mundo cada vez más humano; como les pasó a aquellos españoles pobres con Felipe González, que cuando se sintieron ricos (poco importa que no lo fueran) se olvidaron de ser solidarios y se encastillaron ciegamente en el egoísmo.


            Sé que es difícil. Lo sé. Soportar la tentación de acabar de un manotazo con todo. Pero cuando España inició la transición había una canción que nos decía cómo tenía que ser la libertad: sin ira. Si, presa de la ira, media España se hubiera levantado contra la otra media, la violencia habría sido indescriptible. Cuando ganó Mandela no promovió la revancha de los negros contra los blancos: buscó la reconciliación, a pesar de que las injusticias todavía estaban vivas; Mandela militó en el mismo partido en que militaba Gandhi. A quien quiera empaparse un poco de ello les aconsejo que vean una película: Invictus. Y siempre me acuerdo de mi padre, cuando acabó la guerra, después de que le hubieran matado al suyo: nunca quiso venganza ni quiso tampoco luchar por una bandera, pues prefería la monarquía si con eso se podía evitar otra guerra. Con mucha claridad lo expresaba también Santiago Carrillo: la opción no es elegir  entre monarquía y república, sino entre dictadura y democracia. Todo esto se resume en las palabras de un estupendo filósofo peruano (por cierto, de derechas), lleno de humanidad y buen sentido. Las transcribo a continuación modificándolas levemente:
   Hay gente que lucha contra la gente
para defender una teoría.
   Y gente que lucha por la gente
a pesar de todas las teorías.
            Ni el marxismo, ni el liberalismo, ni el anarquismo, ni el nacionalismo, ni el cristianismo ni el islam, merecen que muera gente por defenderlas. Lo demás es comprensión y pacifismo. Y humanidad. Y respeto. Y paciencia para tolerar el salvajismo sin dejar de luchar contra él. Con las armas de la libertad. De la generosidad. Del humanismo. No hay sangre humana para sacrificarla por una teoría. La única teoría posible es la humanidad.