viernes, 28 de diciembre de 2018

NOSTALGIA AGORERA





NOSTALGIA AGORERA
  
  
    ¿Qué te dice el médico  
de la magia negra?
Me dice que tengo
la cama desierta
y el lecho invadido
por una tristeza.
Que tengo la pena
vestida de negro
y el cuerpo lo tengo
convertido en piedra.
¿Qué te dice el médico
de la magia negra?
Que llora mi techo
nostálgico de ella
y las paredes lloran
sus palabras más bellas.
¿No te dice nada el médico
de la magia negra?
Me dice que calles,
maléfica quimera,
que ahogues tus voces,
que duermas sin ella.
Que no me recuerdes
sus besos, sus tiernas
caricias de olvido
cubiertas de estrellas.
¿No ves avanzar la noche,
la sábana inmensa
cubierta de niños
en la noche buena?
¿No ves la nieve,
las vacas pequeñas,
los mil piececitos
cubiertos de tierra?
A ver, a ver qué te dicen
los de la magia negra.
Que aquellos chavales,
las manos desiertas,
elevan al cielo
ojos de miserias.
Miradlos, mis niños,
las manos desiertas,
pidiéndole al cielo
juguetes y fiestas.
Y el lento trineo

volando en el cielo
recoge los miles
de voces inciertas.
Y el hombre tan viejo,
cubierto de nieve,
arrastra en los vientos
palabras desiertas.


¿Qué te dice el médico
de las vanas promesas,
de los malos agüeros,
de las blancas protestas?
Que sólo les manda
la muda pobreza
de pobres obreros
que no tienen tierra;
que no hay ni siquiera
un juguete viejo
que den a los nietos
del hombre sin tierra.
¿No es triste la insolencia
de la magia negra?
Me dice que tengo
la cama desierta
y el lecho invadido
por una tristeza.
Que no desespere
de hacerla pequeña
y envuelta en suspiros
llamarla y traerla.
Que no me desate

en locas histerias
ni rompa en mis sueños
imágenes de ella.
Que nunca más llore
mi triste decoro
dormido en silencio,
apagado en oro.


Que tarde o temprano
despierta el agüero
y vienen los tiempos
de la magia negra.
Que tarde o temprano
veré la miseria
y un lento verano
estallará en tormenta.
Y ya no habrá agüeros
ni más magia negra,
ni habrá más historias
ni habrá más leyendas,
ni estrellas azules
calladas y yertas...
¡Que en una que estalle,
de rabia y de mierda,
descuartizaré el mundo
para después no verla!
Que duele, que duele,
me duele su ausencia...
¿Qué te dice el médico
de la magia negra?















viernes, 21 de diciembre de 2018

PASOLINI





PASOLINI
  

1.

            He visto La pasión según San Mateo de Pasolini y se me ha caído el alma a los pies. Ha vuelto el cine comprometido, el arte glacial, las distanciaciones brechtianas. Han soplado ráfagas de un cine sin corazón, todo cerebro, un afán por ver películas tristes, pero serias, que tienen algo que decir, películas de arte y ensayo. Una generación, varias más bien, que hicieron de su tiempo de ocio una dedicación espartana. Un sentido del deber, el mundo no estaba para disfrutar, había que vivir el fantasma de la causa: porque la causa flotaba sobre todos como una atmósfera inasible, nos agarraba con sus jirones, espectro del tiempo, desafío histórico, un destino que había que asumir. Yo viví al margen de aquello pero conozco ese espíritu de resignación, esa llamada de tu tiempo,  esa cita inexorable que te esperaba con espíritu de entrega, con sentimiento casi monástico, una ausencia de sentimiento, abatimiento estoico. Recuerdo que quise saber en qué consistía aquella juventud triste. Y recorrí la huida del cine comercial, que te entretenía, en busca de un cine de verdad, que te hacía pensar pero no te entretenía. El cine de arte y ensayo, las salas pequeñas y oscuras, con aire de provisionalidad, de pobreza y abatimiento, donde ser serio era no comer pipas. Leer revistas de teatro donde aparecía Brecht, donde el arte no servía para sentir, y pensar era comprometerse: no era un arte de propaganda porque era bueno, pero era arte de agitación. Hasta la música de Bach, ese requiebro sublime, en manos de Pasolini servía para frenar el corazón, dejar de sentir, reducir el alma a ser tan sólo alma racional: y la dejaba desalmada. Yo me acordaba de Wagner que dirigía las palabras a la cabeza sin dejar de dirigir la música al corazón; con Brecht y Pasolini, por el contrario, el sacrificio del corazón era un paso indispensable para alcanzar la cabeza: tenías que ponerte a pensar desalmando el alma, entristeciendo el espíritu, como si arreglar los problemas del mundo fuera tarea de arrancarse el alma y ponerse una piedra en el lugar donde se tiene el corazón; o sea volviéndose uno copia, no cruel, pero sí descarnada, de la gente sin escrúpulos que se había puesto a vivir a costa de la sociedad.


2.

            Rebobinemos. La película de Pasolini es excelente. Las caras, excepto algunas, casi todas son inexpresivas: eran caras que miraban la acción como si no estuvieran en ella (lo que cuadra muy bien con actores que no son profesionales). Los dientes caídos, mal cuidados, desparejos, propios del pueblo llano que no se los puede cuidar; los cuellos cuarteados por el sol, la piel quemada, los andares torpes. Pasolini ha querido retratar con campesinos de Italia la miseria de la gente pobre de Israel; hay aquí una voluntad de mostrar la pobreza para que el espectador la vea y se rebele contra ella; y la muestra haciéndole contraste con los poderosos, prácticamente estereotipados con sus mitras, reduciéndolos a símbolo; los explotadores y los explotados, los que mandan y los que sufren, los pobres y los ricos.
            Hay al menos dos metáforas visuales cargadas de elocuencia: en el bautismo de Jesús, mientras Juan le echa agua, su cabeza destaca sobre una corriente de río que representa la pureza; y en una de sus predicaciones se  dirige en segunda persona a los indignos, los pecadores, justo en el momento en que se acercan en fila los que mandan: no son hombres contra hombres sino clase contra clase. Cualquier atisbo de emoción que contiene la historia (la masacre de los inocentes, la huida a Egipto, el repudio de María) es cortada de raíz con dos recursos omnipresentes: la inexpresividad de los rostros (hieráticos, casi pétreos, miradas convertidas en esfinges) y la música de Bach (que el realizador no utiliza para recrearse en el dolor sino para alejarnos de la historia, mediante planos generales, convirtiendo a los personajes en decorado: y el único personaje es la voz del predicador, el mensaje, el texto). Uno piensa en la música de Kurt Weil que le servía a Brecht para alejar de los personajes al espectador y verlos como decorados de su propia historia; como si su destino fuera su clase social, y las cosas que hacen y les pasan no fueran resultado de sus decisiones, sino del lugar que ellos ocupan en la sociedad; de modo que quienes hablan no son los individuos sino los grupos: las tribus, las clases y los pueblos.
            Así pues, la historia no es más que un decorado y el verdadero protagonista es el mensaje: el texto. Como en Madre Coraje no vemos el drama de la mujer que pierde a sus hijos, sino del pueblo que sobrevive como puede, aquí tampoco vemos el dolor de las madres cuyos hijos son asesinados por las tropas de Herodes; de hecho sus rostros están borrados por los sucesivos planos generales; lo que vemos es la masacre del pueblo, así, en abstracto, categorizado como inocente, no la masacre de tal o cual niño plasmada en los rostros desgarrados de sus madres, según la estética de Aristóteles que Brecht quería evitar; y Pasolini, a todas luces, también.


            El momento dramático por excelencia es la crucifixión en el Gólgota. Y el suicidio de Judas. Y la pasión de María. Y el propio sufrimiento de Jesús. Elementos todos ellos reducidos a su mínima expresión porque lo que interesa aquí no son sus historias personales, sino las voces del pueblo que ellos encarnan. A Jesús no lo vemos sufrir, ni con la corona de espinas, ni con los latigazos, ni con la crucifixión, ni con la lanzada en el costado. La expresión de María es una mueca estereotipada que no produce dolor en sí misma, sino por la historia en que la inserta el espectador que la conoce, y que la está viendo. Y el tremendo drama de Judas, arrepentido de su debilidad, es yugulado de raíz por una narración que lo reduce a mero decorado de un árbol. Los personajes no tienen vida porque la vida que le interesa contar a Pasolini es un sentir colectivo. La expulsión de los mercaderes del templo no sirve para dignificar el espacio sagrado, sino para condenar a los ladrones; es, en el fondo de todo, la historia económica y social la que cuenta: reducida a masas anónimas cuya voz se encarna en los personajes principales; que, como vamos viendo, ya no son protagonistas, sino portavoces; a la manera como los apóstoles son portavoces de dios, que es quien verdaderamente acabará hablando a través de ellos; que, puesto que ellos son ignorantes, no pueden hablar por sí solos.


 3.

            Pasolini se adscribe expresamente al neorrealismo: yo creo que se queda corto. Dentro del neorrealismo hemos visto películas tristes y hasta desgarradas, desde La strada hasta Rocco y sus hermanos. No: lo que está en cuestión aquí no es el realismo, es la distanciación. Fellini, Antonioni, Pasolini, el primer Visconti son realistas; todos comparten el afán por los escenarios naturales, los actores no profesionales, el sonido directo, la búsqueda de improvisación: frente a los decorados, los actores curtidos, los efectos, el estudio y el montaje; estos postulados estéticos los comparten todos, tanto Visconti como Pasolini. Pero hay algo que, por encima de esas vicisitudes, los hace diferentes: el sentimiento; en Rocco y sus hermanos vivimos situaciones desgarradoras; en El evangelio según san Mateo las situaciones desgarradoras son despojadas de sentimiento; el realismo es necesario, pero no es suficiente: además hace falta la distanciación, y ahí tenemos a Pasolini; Pasolini es un neorrealista antiaristotélico, y por lo tanto brechtiano.
            Podemos pensar en la versión cinematográfica que hizo Mario Camus de Miguel Delibes: Los santos inocentes. Azarías es un hombre solo cuya única compañía se la proporciona un milano; cuando el amo se lo mata en una cacería se produce el momento de máximo dramatismo: y Mario Camus, para evitar toda sensiblería, lo filma de espaldas, para que no lo veamos llorar. Pasolini, sin embargo, va mucho más lejos. A Azarías lo oímos llorar, aunque no lo veamos: pero las caras trágicas de Pasolini son hieráticas para no ser vistas (aunque las miremos) y además nadan en el silencio; el silencio es, de hecho, un océano en el cual se hunden todos los personajes, una fuente de inacabable lentitud. El sonido ahoga el ruido de las cosas y rescata únicamente las palabras; palabras que no son diálogos, puesto que los personajes no dialogan entre sí; esas palabras sólo son texto, predicación, doctrina, teoría, y hay que pensar para entenderlas, tenemos que estar atentos; el espectador no puede entretenerse con sentimientos vanos, tiene que estar concentrado con sus cinco sentidos en las palabras del predicador, que son las del agitador que está removiendo conciencias, consiguiendo adeptos. El tono de la voz es impersonal, pero aumenta en intensidad a medida que avanza la película: y al final las palabras gritan; el sentimiento, evacuado para la pena por la puerta principal, regresa para que vibre la arenga y arrebate los corazones por la  puerta de atrás; pero los arrebata disponiéndolos sordos para la pena. La película empieza silenciando el sentir de la misericordia, prosigue con el texto dirigido al cerebro y termina con el sentir de la voluntad. En la Cantata de Santa María de Iquique Quilapayún despierta la pena para mover a la acción (recuérdese la arenga final); en El evangelio según San Mateo Pasolini considera que para mover a la acción hay que suprimir la pena. El corazón es un estorbo para la inteligencia. Pasolini es Brecht en estado puro.


 4.

            Eso es lo que podemos decir desde el punto de vista artístico y literario. El compromiso social es otra cosa. Preferir un arte realista es tan legítimo como preferir el romanticismo o el simbolismo; preferir la teoría de la distanciación es tan legítimo como preferir la identificación aristotélica. Otra cosa es utilizar el arte como un instrumento de la sociedad prescindiendo de la dignidad que tiene como arte: realismos y distanciaciones ya no son actitudes artísticas, ni siquiera actitudes de lucha social (ambas cosas son, como hemos visto, opciones legítimas perfectamente respetables); lo que ya no es de recibo es que el arte se convierta en un instrumento de la sociedad que lo destruye como arte.
            El arte es una de las formas que adquiere la trascendencia. Los sentimientos trascendentes nos proyectan más allá de la inmediatez de lo cotidiano, y eso hace que la realidad desnuda deje de ser mezquina y se vuelva grande dentro de su desnudez. Pero convertir la falta de sentimientos en modo de vida es amputar la vida del ser humano. No sentir para comprender supone arrancarnos el corazón y convertirnos descarnadamente en un cerebro. Un cerebro que comprende el teatro brechtiano, el cine de Pasolini, y vive comprometido con el cambio, en una vida ascética donde el sacrificio es la única forma de responsabilidad que tiene; y pasamos por el mundo entregados a la causa, renunciando al placer sin disfrutar, pues los ratos de ocio son para comprender los mecanismos de la alienación social, no para expansionarse; el teatro nos abre los ojos, el cine nos enseña el dogma, los espacios artísticos son lugares estoicos a los que vamos resignados a no vivir, a no disfrutar, a no sentir alegría ni pena ni a emocionarse ni distraerse, sino a darlo todo por los otros (por la sociedad, en abstracto): paseando, con nuestro sacrificio, nuestro puritanismo, donde la renuncia es el don más preciado que podemos entregarles a los demás; pero no a los demás seres de carne y hueso            que tienen rostro y nos miran, sino a esa abstracción del montón de seres sintientes que nos rodean, a la que vagamente llamamos sociedad.
            Ésa fue la juventud de los años 60 y 70. Por lo menos una parte de ella. Jóvenes de aspecto brechtiano, con cabeza pero sin corazón, entregados a la causa y por lo tanto al líder, que hicieron de la diversión una renuncia a reír, del teatro un arte descorazonado, del cine un cerebro desalmado, y donde las pretensiones, legítimas, de comprender la sociedad para cambiarla se convirtieron en aspiraciones, menos legítimas, de renunciar a la espiritualidad para convertirse en mano de la historia; de una historia que avanza inexorablemente y es independiente de nuestra voluntad,  y en lugar de empaparnos de cultura nos empapamos de doctrina; esos jóvenes, en lugar de tener voz, son ecos de las voces del destino (puede ser de dios, de la historia, de la revolución o del partido) y se convierten en unas figuras tristes, pálidas y ojerosas, que viven al servicio de los demás y luchan por que los demás disfruten, pero ellos, en la lucha, no han disfrutado.
            Tal es la crítica que hago a la teoría de la distanciación: interesante como propuesta estética, dudosa como instrumento de transformación, y desde luego nada inocente como medio de realización personal. El arte o es arte o no transforma nada; o tiene vida propia o se apaga en su vida cuando se convierte en mero instrumento. Porque los jóvenes que han renunciado a todo para que vivan los demás ¿qué vida pueden ofrecer como modelo? ¿Hay vida acaso cuando ellos mismos han renunciado a vivir?








viernes, 14 de diciembre de 2018

DOS FORMAS DE EDUCAR



DOS FORMAS DE EDUCAR
(ENTRE LA MAYÉUTICA Y LA CULTURA)
  

            Se prepara mejor un viaje cuando conocemos la geografía de los lugares por los que queremos pasar; es más rápido cuantos más detalles tenemos en la cabeza de nuestro trayecto; qué otras cosas hay cerca de donde queremos ir, por qué caminos nos podemos desviar, cuándo vale la pena apartarse de la autopista y viajar por carreteras secundarias… También es más fácil pensar adónde queremos ir si tenemos el conocimiento de muchos lugares entre los que elegir; si apenas conocemos nada nos veremos obligados a buscar bibliografía al azar, sin ningún criterio; con el riesgo de tardar mucho en encontrar un destino que encaje con nuestros gustos, con nuestras posibilidades, sabiendo que cambiamos de clima si cambiamos de hemisferio, qué ropa nos tenemos que poner según adonde vayamos, qué medidas sanitarias tenemos que tomar, si hay alimentos que nos gustan o agua potable… También corremos el riesgo, si apenas sabemos cosas de geografía, de ir adonde han ido otros, después de que se nos hayan abierto los ojos al oír el relato de sus viajes.
            También conviene que sepamos cosas de historia; para entender por qué sucede lo que sucede en cada país; por qué insisten los catalanes en conseguir la independencia, a qué se agarran los judíos para quitarles las tierras a los palestinos, con qué se justifican los vascos para atacar y sentirse después víctimas de las gentes a las que atacan; y por qué entre los sudamericanos se ataca tanto a España por haber descubierto su continente. De gastronomía también hay que conocer cosas; y de biología; para saber qué ingredientes debe tener una buena comida, qué debemos hacer para que esté rica, cuándo debemos limitar nuestro consumo de sal, por qué hay que cuidarse mucho con las grasas… Y no sólo nosotros: también los animales a los que cuidamos.
            Siempre es conveniente conocer y dominar la ortografía. Escribir sin faltas, manejar bien la sintaxis para que nos entiendan, conocer el léxico adecuado, los giros de cada sitio, no emplear las palabras en los lugares que no son los idóneos… De que sepamos hablar y escribir correctamente depende a veces que encontremos trabajo; o que nos entiendan nuestros interlocutores: no es lo mismo cábila que cavila, dónde que donde, baca que vaca; y no es lo mismo escribir “la pérdida de tu mujer” que “la perdida de tu mujer”. A veces han surgido conflictos por no haber sabido entender lo que nos decían, o por no haber sabido expresarlo.
            Conocer la historia de la música nos habilita para disfrutarla mejor; y para elegir en cada momento lo que a nuestro espíritu le apetece escuchar; conocer las distintas corrientes musicales es sentir todas las sensibilidades, compararlas y entender los sentimientos de los autores, y no menospreciar lo que no nos gusta, cuando sabemos que es bueno, y no despreciar lo que ignoramos, cuando valoramos cosas de poco valor porque no sabemos que hay cosas más valiosas, y hasta nos gustarían quizá si las conociéramos. Conocer la literatura también nos ayuda a disfrutar más de los libros que leemos, a elegirlos mejor según nuestro estado de ánimo, a entender lo que nos dicen, a comprender, detrás de la historia, su mensaje, criticarlos si no están bien escritos, aunque sean de Víctor Hugo, de Galdós o de Cervantes; y a apreciar formas arcaicas de contar cosas para disfrutar con el Potemkin en vez de Torrente, con Tchaikovsky en vez del disco o el tecno, no tanto con los culebrones como los relatos importantes.
            Hay que saber muchas cosas para enriquecer nuestra vida; adquirir muchos conocimientos para que nuestras experiencias sean fecundas, empaparse del mundo que nos rodea para admirar su belleza, aprovechar sus descubrimientos y protegernos de sus agresiones. Hay que aprender biología cuando no somos biólogos, psicología, arte, sociología, política, gastronomía, idiomas, cultura clásica, saber de todo aunque sólo nos especialicemos en una cosa; saber matemáticas aunque no seamos matemáticos, conocer las culturas de los demás sin tener que abandonar la nuestra, conocer la religión aunque seamos ateos, conocer el pensamiento de los ateos aunque seamos creyentes, y comprender a los unos y a los otros aunque seamos escépticos o agnósticos. Saber de todo, sembrar en nuestra mente conocimientos nuevos, plantar las semillas del mundo que nos rodea para que crezcan en ella. Adquirir sabiduría es la mejor forma de aprender: lo decían los sofistas.


            ¿Pero de qué nos sirve saber cosas si no las entendemos? La erudición no consiste en acumular datos, sino en reflexionar sobre ellos, analizarlos, criticarlos. Aprender cosas sin entenderlas es como comer sin digerir, tragar sin masticar, ahogarse, no tener criterio propio entre las masas de datos. Lo importante no es saber: es saber pensar. Lo importante no es adquirir conocimientos, sino sacarlos de dentro de nosotros; que el maestro no demuestre los teoremas sino que obligue al discípulo a demostrarlos; lo importante no es aprender cosas sino descubrirlas; porque esos conocimientos están ya en nuestra mente y sólo tenemos que ayudar a sacarlos fuera, y por eso el maestro es, más que el que alimenta nuestra mente, quien la despierta; si aprender es dar a luz de lo que tenemos dentro, el aprendizaje no es nutrición sino parto; más que comer cosas de fuera tenemos que sacarlas de nosotros, y el maestro es como la comadrona, es el partero del espíritu.
            Eso lo decía Sócrates. No se  trataba de que el maestro nos diera conocimientos como el pájaro alimenta a sus polluelos; se trata de que el maestro nos ayude a sacarlos porque esos conocimientos ya los tenemos dentro. ¿Para qué aprender mal lo que otros saben en lugar de descubrir con fecundidad lo que sabemos ya, pero no sabemos que lo sabemos? ¿No es preferible hablar con voz propia antes que repetir lo que otros saben y convertirnos en sus ecos? Somos como la lira de Bécquer:

   ¡Cuánta nota dormía en sus cuerdas
como el pájaro duerme en las ramas
esperando la mano de nieve
que sabe arrancarlas!

            Somos como liras llenas de cuerdas. Cuerdas que apenas han vibrado y esperamos que llegue un maestro que sepa pulsarlas: para arrancar los sonidos que estaban allí, pero estaban dormidas, no habían sonado nunca porque nadie había venido a despertarlos. Observemos que el maestro no pone las notas en la lira; esas notas ya estaban en ella como un niño en gestación, sólo había que ayudarles a nacer.


            La enseñanza de los sofistas se parecía más bien a la guitarra del mesón. Así lo decía Machado:

   Guitarra del mesón
que hoy suenas jota,
mañana petenera,
según quien llega y tañe
las empolvadas cuerdas.

            La música de la guitarra no le sale de dentro: la pone el músico que arranca sus notas. La melodía no está en la guitarra sino en la cabeza del músico; por eso le dice Machado a la guitarra: “no fuiste nunca, ni serás, poeta”. Porque para ser poeta no basta con hacerle eco a la música que ponen otros en ti: tienes   que hablar tú con tu propia voz, sí, pero también con tu música; la voz la pone la guitarra, pero la canción la pone quien la toca. Tampoco la lira de Bécquer tenía dentro la melodía; sólo tenía, para que esa música se oyera, la vibración de sus cuerdas.
            Sacar conocimiento de dentro es ayudar al parto; al parto del espíritu: “mayéutica”, en griego. Pero la mayéutica sólo se puede aplicar a las matemáticas; y a la lógica. Intenta conseguir que tu alumno demuestre un teorema y es posible que lo consigas. Pero no intentes que saque de su cabeza dónde está París sin aprenderlo de su maestro ni sacarlo de los relatos, los viajes y los libros: no lo conseguirá nunca. Intenta aplicar la lógica para deducir el clima de Italia si no conoces su latitud, su altitud, y las corrientes marinas que la rodean: no lo conseguirá nunca.
            Y es que la enseñanza no está ni en Sócrates ni en los sofistas: está en los dos, conjugados a un tiempo. Si aprendes cosas pero no las sabes razonar, eres como un loro que repite cosas sin entenderlas. Y si aprendes a pensar pero no tienes en que aplicar tu pensamiento, serás como un horno perfectamente programado, pero sin carne para hornear. La lógica es como una red que la araña saca de sí misma: la lógica es la telaraña del espíritu. Y la cultura es como las moscas que quedan atrapadas en la telaraña: la cultura es el alimento del espíritu. Sólo que, a diferencia de la araña, las redes del espíritu no sirven para enredar, sino para ayudar. La mayéutica sirve para tañer las cuerdas de la lira, de la guitarra, para sacar las notas que duermen en ella; y la cultura, como erudición, sirve para ponerles melodía a estas notas que sacamos de allí. Enseñar es introducir cosas en la mente del discípulo sacando de ella la inteligencia que sirve para digerirlas; pero poner conocimiento sin despertar las redes del alma haciendo que sus cuerdas vibren es tragar, tragar y tragar, sin que ninguna enseñanza nos alimente. La verdadera enseñanza debe despertar las redes de la inteligencia para entender las cosas y hacerlas vibrar para sentirlas. Pero no es sólo pensar lo que tiene que enseñar la escuela: no sirve de nada si al mismo tiempo no nos enseña a sentir lo que se piensa. La verdadera enseñanza (despertar al dormido) es hacer vibrar las cuerdas de la guitarra y de la lira; pero también (mirar el mundo antes y después de haberlo soñado) es tocar con el alma la melodía que nos enseña el maestro: para que luego podamos nosotros componer nuestras propias canciones. Sócrates y los sofistas a la vez. Conocimiento con sensibilidad. Cultura con mayéutica.
  



jueves, 6 de diciembre de 2018

KUHN





KUHN  


             Los estudiosos de la ciencia se han centrado siempre en las teorías. ¿Qué es la verdad? ¿Qué es la certeza? ¿Qué diferencia hay entre comprobar y refutar? ¿Puede ser deductiva una ciencia? ¿O debe conformarse con trabajar por inducción? ¿Cómo se produce el progreso científico? ¿Cuáles son los mecanismos de control?
            Desde Kuhn nos hemos acostumbrado también a introducir las ideologías y mentalidades. Una de las razones que se esgrimieron contra la teoría heliocéntrica fue que Josué le pidió a dios que detuviera el curso del sol (lo que significa que era el sol el que se movía, no la tierra). Contra la pluralidad de los mundos jugaba el hecho de considerar que el ser humano era el rey de la creación, y por lo tanto tenía que ocupar un lugar central en el universo (no vivir en la periferia); y contra las técnicas para aliviar el dolor en el parto se erguía el bíblico “parirás con dolor”, que excluía cualquier forma no dolorosa de parir. Sean cuales fueran las teorías y las técnicas empleadas, en la ciencia también influían las ideologías y mentalidades. Se podrían hacer observaciones que apuntaran a la esfericidad de la tierra, pero si la religión dice que la tierra es plana  esas observaciones no se tomarán en cuenta.
            Los epistemólogos, que hacen filosofía de la ciencia, se dividen en dos grandes categorías: quienes estudian la influencia de las mentalidades en las teorías y quienes estudian sólo las teorías; a los primeros se los descalifica diciendo que hacen sociología de la ciencia, no epistemología; y los segundos presumen de ser, a diferencia de los primeros, serios, meticulosos y rigurosos.
            O sea que quienes no hacen experimentos con matemáticas y lógica pasan por charlatanes. Ahora bien, desde el rigor científico se ha demostrado que no es posible el rigor total; el principio de Heisenberg nos enseñaba que la observación tiene sus límites, y el teorema de Gödel nos dice que el pensamiento y el cálculo también los tienen (pues arroja serias dudas sobre las posibilidades de la lógica y la matemática); ya demostró Kant que la filosofía, cuando se aleja de lo observable, se vuelve absurda y con ese absurdo nos topamos todos en el estudio del infinito.
            El rigor científico funciona, pues, a medias. Hay un mar de misterio que la ciencia no puede explorar; sobre ese mar hay islotes de realidades inteligibles; pero también hay islotes de pensamientos erráticos, y entre ellos, muchas mentalidades e ideologías (aunque no todas). Hay un mundo que conocemos y otro que no podemos conocer. El mundo que conocemos está hecho de observaciones y de hipótesis; y nuestras hipótesis, como son conjeturas verosímiles, cuando se demuestra que son verdaderas no dejan de ser creencias; puestos a creer cosas, ¿qué diferencia hay entre una explicación provisional, aunque sea científica, y una explicación ideológica, y hasta mitológica, si ninguna de las dos ha sido demostrada? La diferencia está en que la ciencia acepta las críticas; las ideologías y los mitos, no. Pero es una diferencia de talante, de actitud, no de método. Dicho de otro modo: los epistemólogos rigurosos tienen que admitir en la ciencia la misma presencia de mentalidades que en un principio rechazaban. Kuhn tendría razón: la ciencia no sería sólo una cuestión de experimentación y matemática, sino también de mentalidad.





viernes, 30 de noviembre de 2018

LOS ARCOS CANTARINES





LOS ARCOS QUE CANTABAN
  

             Es una plaza, secreta y abierta, escondida en los rincones de la ciudad. Noche. Los coches duermen en sus lechos de piedra, alineados unos con otros, como camas de hospital. Hay una luz negra que se ha desplomado como una lona. Hay un desierto de gentes caminando en otras partes. Hay una torre desgarbada, alta, espigada como un adolescente, con las ventanas cegadas clavándose en el cielo. La iglesia de San Esteban. Engullida toda ella en la cueva del silencio. Luces. Hay luces que se reflejan en sus ventanas, tal vez la luna.
            Cruzamos el empedrado torciendo los pies; por los lados; como si intentáramos no caernos al cruzar un río, de piedra en piedra. El río de la calle. Las voces del silencio. Cruzamos. Sus ojos dulces me miran atrapados en los ecos del silencio. Sus labios me gritan sin hablar, suaves, místicos y cálidos. La quiero. Llegamos a las paredes del edificio que sostiene entre sus brazos un peso de siglos. Paredes de piedra. Muros que se pierden en los tiempos pretéritos. Cuando los bares no salpicaban la calle, las casas no tenían cemento, las piedras dormitaban en la soledad y se podía oír.
            Pero había ruidos bárbaros en el pozo de los tiempos. Un arco románico cegado por el cristal, como el arco de la torre lo cegaba la argamasa, los arcos viejos: los arcos ciegos. Ruidos de la tribu temblaban tras de las piedras. Golpeaban la noche, retumbaban en su vientre, herían el silencio. Dentro del cristal se oían voces, gritos que retumbaban en las carcasas de los coches como mazazos, o explosiones, obuses que hacen temblar el suelo, impactos de las bombas: música de los jóvenes que han llevado la barbarie hasta asesinar la melodía, exterminar armonías y ritmos, y dejar, desnuda la música, asesinándola quizá, en un esqueleto oscuro. Golpes que retumban en la noche como explosiones, como truenos. Murmullo de voces que suenan sin hablar, como si hubiera gente bailando detrás de los muros de la iglesia.


            Miro sus ojos dulces. Ella me mira: mis ojos están atónitos; se han abierto, han salido de su ceguera; como si se hubieran vaciado de argamasa, ahora miran en la noche con sus destellos oscuros y negros; negros y sin brillo; la torre que mira desde la Edad Media; los arcos mudos; la piedra comida por el tiempo, los viejos sillares, el viento clavado en la erosión, en el silencio. Una música suena en el interior del arco. Luces que manchan la oscuridad; un templo sin ventanas, o de tenerlas, con los ojos pequeños: así miran desde la historia los ojos del templo.
            ¿Será verdad? ¿Me engañarán mis oídos cuando oyen lo que no quiero? ¿Jóvenes okupas bebiendo, bailando, profanando con sus tambores las voces del silencio? ¡No es posible!
            Me echo hacia atrás, sin volverme. Se echa hacia atrás, sin mirarme. Sus ojos atónitos no pueden creerlo, no quieren, no quiero creer lo que oigo en el templo de la fe: retrocedemos. Sin dejar de mirar a la ventana (un pozo oscuro salpicado de reflejos extraños), retrocedemos. Hasta tocar nuestras espaldas con el muro de enfrente. Entonces oímos otros ruidos, otras voces; que son los mismos pero saliendo de atrás, más allá de las casas, al otro lado de la calle, de las mismas fauces de un bar: música nocturna, noche de fiesta. Yo la miro y ella me mira, mis ojos se abren en sus órbitas, mi boca se abre como la suya, incrédula, y nos reímos: entonces desaparece el misterio; se va, con la sonrisa, toda la tensión que nos había agarrotado, y comprendemos.
            Era el eco. El eco de los bares que hay fuera de la plaza. Se habían metido en los arcos del templo y sonaban allí, como si estuvieran poblados de jóvenes, rebotando en el pasado, poblando el silencio con sus ecos. Era toda una metáfora. La metáfora del tiempo. Del presente que se mete en su pasado, como si la muchacha se metiera en su útero, y suenan; ahora, que ya no tañen en los arcos mudos; porque se han vuelto sustancia del silencio y presencia ausente, ahora, que el corazón encogido late en las ausencias, y se han escondido en la noche de los tiempos.





viernes, 23 de noviembre de 2018

EL JARDÍN SECRETO





EL JARDÍN SECRETO   


             Es un niño enfermo. Lo cuidan con mimo para que no se muera. Le cierran las ventanas para que no entren las esporas, que le tapan los pulmones: y vive en su casa, apartado de la luz, sin sentir el aire, condenado a no ver el cielo, ni las flores, ni las hojas, prisionero en su caverna.
            Un día llega una niña que se escapa de la caverna. De ese mundo de sombras donde no se puede salir, gobernado por un ama de llaves, implacable y férrea, empeñada en aislarlos de la vida para que sigan vivos. Para que su vida no corra peligro. La niña, al escapar, se mete en un jardín prohibido; un jardín donde algún día murió su tía, y su tío, sumido en la melancolía desde entonces, lo mandó cerrar a cal y canto y esconder la llave. En el jardín descubre que la naturaleza está viva. No hay flores, pero las ramas están creciendo: y brotarán cuando brote la naturaleza; cuando eso sucede todo es una borrachera de colores, un chorro de luz, una explosión de vida.
            El niño enfermo no conoce la luz: sólo a través de los cristales oscuros de su ventana. No conoce el aire: sino el aire viciado que oxida las paredes, encerrado y rancio, que rezuma por la casa. No conoce los colores: sino los tonos grises y duros que salen de los muebles, los volúmenes pesados, los espacios recargados, las maderas macizas, la vida marrón y oscura que gravita inmóvil en torno a las tinieblas.
            En el jardín, afuera, bailan los pétalos y pían los pájaros; de los capullos salen mariposas bellas, sublimes y alegres, con sus alas sin peso, con su danza etérea; las ovejas paren corderos que no saben andar, y tienen que aprender solos, renqueando, tropezando, desfalleciendo y cayendo, hasta que salen a la carrera. Pero uno imagina que entre el follaje hay arañas, culebras y escorpiones, ortigas y escolopendras; también hay cuervos y águilas, libres y bellas, pero cazadoras, agazapadas y aciagas; el peligro acecha tras la alegría, la libertad tiene un riesgo, hay setas de bellos colores cargadas de veneno, la muerte acecha entre la belleza.
            Mientras tanto el niño enfermo vive, protegiéndose de la vida, encerrado en un palacio, pesado, mortecino y ciego. Le tapan la boca con una máscara para no respirar aire puro, porque tiene esporas; lo tienen siempre en la cama porque no puede andar, y cuando anda lo hace, prisionero en su propia casa, atado en una silla de ruedas; apenas le dejan salir y cuando sale, asustados, mandan llenar la bañera de hielo y lo meten para que sufra porque es así como logrará vivir, dejando de vivir, alejándolo de los peligros y temiendo que le fallen las fuerzas. Porque ese niño morirá, lo saben todos; no llegará a mayor porque nació con la enfermedad, nació para ser enfermizo y vive para esperar, guardándolo de todos los peligros, la certeza inminente de la guadaña.
            Es la caverna de Platón. En ella está la falsedad, la pálida apariencia de las cosas, las sombras que son reflejos, una vida sin vivir, una vida atenuada, pesada y huera. Afuera está la verdad, el mundo  verdadero cuyas sombras penetran por las ventanas para oscurecerlas, no para reflejarlas como son, el mundo lleno de colores y de luz, y de espacios y libertad, y de alegría. Pero, ¡ay!, en ese mundo tan hermoso también hay peligros. Y en el mundo oscuro de la habitación no hay peligro alguno. Unos han elegido vivir a pleno pulmón aunque respiren los peligros de la vida, y otros prefieren aislar al niño de esos peligros aunque lo condenen a una vida disminuida. Hay que elegir. ¿No vivir por miedo a morir, o vivir aunque la vida sea riesgo? La vida sin peligros es una vida apagada, disminuida y velada, ensombrecida, mortecina.
            Porque el niño que descubre la realidad, la que le cierran el ama de llaves y los muros de su casa, ya no quiere volver al mundo de sombras en que lo criaron desde que nació; y, qué curioso, empieza a andar en cuanto prescinde de su silla de ruedas; a respirar a pleno pulmón en cuanto se libra de la máscara que lo protegía de las esporas; y su cuerpo se llena de energía en cuanto sale del mundo mortecino que lo protegía de la luz. Igual que el prisionero de Platón; el que se escapa de la caverna. El exceso de protección es un sinvivir, que es la vida que se atasca entre los muros de la cueva; porque vivir, vivir, es estallar de alegría en un mundo abierto donde los peligros acechan; que aislarse de la vida por no morir es mala solución para el peligro de vivir soltando todas las fuerzas; o morir en vida por miedo a la muerte, o vivir la vida aun a riesgo de perderla.
            Es el mundo de Alicia. Alicia en el país de las maravillas. Sólo que el mundo de Alicia está lleno de peligros. Su vida es un sueño de aventuras en lucha contra la locura y la arbitrariedad: también la arbitrariedad de la reina que corta cabezas. Si vives, tienes que luchar contra la vida: precisamente para vivir. De lo contrario estás condenado a no luchar para no arriesgar la vida y esto sí que es, desgraciadamente, un sinvivir; hay prisioneros que tienen miedo a salir de su caverna; porque les falta fuerza; porque tienen la poca energía que da la sombra, adonde no llega el sol, y los microorganismos fermentan o pudren las cosas creando una energía disminuida y de poco rendimiento; a diferencia del sol, que alimenta a las plantas produciendo en ellas borracheras de color y derroches energéticos.
            Es como el mito de Orfeo. Sólo que Eurídice entra en la cueva para no volver y aquí, cuando se sale al mundo, ya no se quiere volver a la cueva. La vida nos ha enseñado a reír, pero también a llorar, lo vemos al final de la historia: puro Nietzsche al final del cuento. Por eso esta película, además de estimulante, entretenida y hermosa, tiene su moraleja. Se llama El jardín secreto. De Agnieszka Holland. Una directora polaca que acabo de descubrir en el festival MUCES de Segovia. Recomendable por todos los conceptos. Y quien tenga luces, que la vea.  





viernes, 16 de noviembre de 2018

PENSAMIENTOS SOBRE LA EDUCACIÓN: LOS ESPEJOS



PENSAMIENTOS SOBRE LA EDUCACIÓN:
LOS ESPEJOS

 
             Hay una ventana abierta al mundo. Por ella vemos lo que hay fuera pero a veces, también, nos vemos mirar; hay ventanas que son espejos y ventanas que son cristal.

El alumno es, para el maestro, un mundo al que se asoma y al mirar por la ventana el profesor mira al alumno y entonces… ¿qué ve?  


1.

            El cristal muestra lo que hay delante pero el espejo muestra a quienes ven.

            Cuando el profesor mira al alumno también se ve a sí mismo porque el alumno es un espejo y un cristal; mientras hace mejor al alumno también consigue que él mismo mejore como profesor.


2.

            Los programas educativos son cristales, muchas veces de aumento, que sirven, como microscopios, para que el alumno vea lo que le falta por saber; son, pues, fieles retratos del alumno, fieles negativos: buenas pinturas de lo que el alumno debe llegar a ser; de ninguna manera espejos que sirven para brillar.
Las cosas brillan cuando no dejan ver a través de ellas, y una educación que brilla, si brilla demasiado, está escondiéndose a sí misma. ¿Qué es la educación entonces? El colegio convertido en escaparate, los maestros desfilando en una pasarela, los niños transformados en espectáculo, el público aplaudiendo la representación.
Los programas son gafas para que el maestro vea y no parches que le quitan la vista.

 Los escaparates, al exhibirse, ocultan detrás de sus cristales las miserias de la mercancía; se exhiben, sin exhibirla, olvidando que es la mercancía lo que tienen que exhibir.


3.

            Bellarmino le dijo a Galileo: no hay que mirar la luna con el telescopio sino con los libros de Aristóteles. Un espejo, no un cristal, era el artefacto en que miraba: para no ver la realidad sino sus pensamientos; o los de Aristóteles (que no son peores por ser de Aristóteles, sino por ser ajenos). La ceguera crece cuando se mira con otras gafas, porque uno puede tener presbicia y las gafas que se pone acaso hayan sido hechas para la miopía. 

            Nuestras ideas son gafas. Nuestras emociones son gafas. Nuestros deseos son gafas. Gafas con las que miramos cuando no queremos ver lo que las cosas son, sino lo que nuestras ideas, nuestras emociones y nuestros deseos quieren ver.


 4.

            La realidad hay que verla con cristales dobles: que por un lado miran nuestros pensamientos y por otro las cosas que hay en el exterior. Dos caras tienen nuestras gafas, la de dentro y la de fuera. Dos caras hacen falta para ver.


5.

            La sociedad y la escuela son dos espejos que se miran; la escuela, al reflejar a la sociedad, se refleja a sí misma; se muestra como aparece, no tal y como es. En esa imagen la escuela brilla quitándoles la luz a los discípulos, que son los que la necesitan; la escuela, así, es un verdadero parásito; se alimenta de los hambrientos a los que tiene que alimentar.


6.

            Como los cristales de colores de las catedrales, la luz brilla en la escuela que ha sido creada para enseñar. Es la pintura que tiene fuera lo que brilla, no las luces negras de su interior. Los alumnos, que tenían que brillar con ellos, son luces apagadas en sus colores; por eso no los podemos ver.

            Los vitrales que brillan no llenan el suelo de colores; brillan porque no se proyectan fuera, porque se tragan el color. Así también la escuela que se exhibe se guarda para ella los colores: y tiene a los discípulos sumidos en la oscuridad.

            No es que esté prohibido que la escuela brille, pero nunca a costa de los alumnos que buscan su luz. Que el brillo de la escuela no tenga a los alumnos sumidos en la oscuridad.

7.

            Las escuelas no son cristales sino espejos: siempre reflejan lo que tienen fuera. Son edificios cerrados, estancias oscuras, cuerpos negros; son, en toda su extensión, recintos herméticos. Siempre quieren esconder el mundo, reducirlo a la última batalla, olvidar la vida, esconder la guerra. ¡Pobre del alumno que sufre y pena! Que sólo quedará en los anales la última nota, el último examen, el último esfuerzo. Si tropieza (porque el fracaso es sólo un tropiezo), la escuela se encargará de que su caída sea definitiva. De que no pueda levantarse. Limitará su reconocimiento a un simple aprobado en los exámenes de septiembre, aunque haya sacado un sobresaliente: porque lo persigue el estigma de haber suspendido antes (como si aprobar a la primera no fuera lo mismo que aprobar después). Todo es amputar cabezas, cortar alas, ahogar alientos; bajar el ánimo, poner zancadillas, empobrecer el éxito. Cuando fracase, no le darán espejos donde mirar su derrota para corregirse después. Le negarán el derecho a trabajar con sus exámenes. No tendrá unas gafas para aprender de sus errores, que es la única forma de no repetirlos: la única forma de aprender. 
            Ésa es la escuela que se exhibe en lugar de educar.
  


AL OTRO LADO DEL ESPEJO

8.

            La autoridad del profesor tiene tres caras: el saber, el querer y el amar. Ninguna de ellas vale sin las otras; hay que amar, querer y saber.
            Son como las tres dimensiones del espacio: las tres dimensiones de la educación.

            Saber para conocer el mundo; y para conocernos. Querer para hacer las cosas, tener dentro un motor y que no nos empujen otros, sino que empujemos nosotros mismos: la voluntad. Y amar: vibrar; la voluntad es fuerza y el amor delicadeza, el amor es temblor sublime de lo que la voluntad tensa, el amor es sensibilidad y la voluntad movimiento, y las dos caras del éxtasis son precisamente esas dos: el ensueño y el frenesí; las dos caras del corazón.
            Sabes lo que aprendes y sólo lo aprendes si te atrae: si te enamora, si te subyuga, si te arrastra; sólo lo sabes si lo amas y sólo si lo amas lo quieres aprender. Querer es un esfuerzo de la voluntad que, como un tren del alma, avanza por los carriles de la pasión: querer es un verbo cuyas dos caras son amor y esfuerzo, arrastrar y sentirse arrastrado, pues hace falta sentirse arrastrado por los cantos de sirena para querer sacrificarse por su canción: donde no hay magia no puede haber voluntad; o es disciplina, o es motivación.


9.

            Hacía de Robin Hood y sólo era Juan sin tierra.
            Estaba haciendo política. Sólo le faltaba el partido.

            Quieren hacerse los buenos y son malos; pavonearse sin plumas, presumir sin tener, andar por el mundo robando mientras se finge generosidad.


10.

            Te limitas a ordenar los factores externos, porque el organizador interno está en ti. Tú no lo notas porque lo sientes: pero quien no lo tiene añora siempre su ausencia.
           
A algunos el comentario de texto les sale sin esfuerzo; no se dan cuenta de lo difícil que es para quien no tiene esa facilidad.
Si el habla te sale sola no entenderás que algunos no tengan la facultad de hablar.
Si tienes el ritmo en la sangre no entenderás que haya gente que no sepa bailar.
Si el cálculo te sale solo no entenderás que a algunos les cueste calcular.
Es como el pájaro que vuela sin esfuerzo: no entiende cómo al elefante le resulta tan difícil volar. Es como el pez que nada sin esforzarse: no entenderá que al pájaro le resulte difícil nadar. Es, en fin, como el guepardo que corre a la velocidad del rayo; no entiende cómo a la tortuga le resulta difícil correr.

Quien tiene habilidades naturales no concibe que haya gente que no haga lo que él es capaz de hacer.

            Porque las cosas que salen solas nunca cuestan esfuerzo. No notamos las dificultades de estar erguido y andar, pero el chimpancé, que no puede hacerlo, se pasará la vida intentándolo y no lo logrará.


11.

            Tener razón, pero esto sólo no basta; hace falta también que venza la razón, que venza la justicia.


12.

            Se aprende repitiendo y sólo se repite lo que gusta; os enseñarán a la fuerza.

            Os enseñarán a la fuerza si no hacéis un esfuerzo por que os guste lo que necesitáis aprender.




CLAMOR MACHADIANO

13.

            Quien no entiende ni llora desprecia cuanto ignora.
            Quien entiende sin sentir, para él vivir es despreciar.


14.

            En unas ocasiones no se ha escrito lo que se ha hablado y en otras no se ha hecho lo que se ha escrito. La palabra, entonces, no sirve para expresar: sino para esconder.