viernes, 26 de enero de 2018

AMA Y HAZ LO QUE QUIERAS



AMA Y HAZ LO QUE QUIERAS


            Decía Sócrates que para comportarse bien hay que saber lo que está bien y lo que está mal, y eso era verdad; un niño que no sabe que es malo beber agua de un pozo porque ignora que está envenenada la beberá cuando tenga sed, y habrá obrado mal sin saberlo; o fumará sin saber que el tabaco es dañino; o meterá goles con la mano ignorando que sólo se pueden meter con la cabeza o con el pie. Eso, referido a acciones que nos perjudican.
            También hay acciones que perjudican a los demás. Yo hago mal regalándole pasteles a una persona diabética, y le habré hecho daño sin querer; o prestándole mi videojuego a un amigo que sufre ludopatía; y también molesto cuando grito al hablar, sin darme cuenta, o, como quien dice: sin ser consciente de ello.
            Me perjudiquen a mí o perjudiquen a los demás, esas cosas las hago por ignorancia; o sea, sin querer. Pero si le corto la pierna a un paciente para evitar que le suba la gangrena quiero hacerle un bien superior al daño que le voy a producir (perder la vida es mucho peor que perder una pierna). En este caso conozco los dos efectos de mi acción, los comparo y elijo acto seguido la solución menos mala, pues no es posible conservar a un tiempo la pierna y la vida.
            Pero ¿y si sabiéndolo elijo la solución menos buena? Entonces Sócrates se habría equivocado; porque yo sabría distinguir entre lo que está bien y lo que está mal y habría elegido, a pesar de todo, la peor de las soluciones; conocer el bien no sería suficiente para obrar bien.
            La solución de Sócrates recibe el nombre de intelectualismo moral; obrar bien es lo mismo que conocer el bien, y no es posible hacer las cosas mal sabiendo cómo hacerlas. Un joven que ha asistido en el instituto a charlas sobre los efectos del tabaco puede perfectamente no dejar de fumar; y es que no basta con saber lo que está bien para ser bueno, también hace falta querer ser bueno, tener la voluntad de elegir lo bueno cuando lo más fácil es lo malo. Esto se llama voluntarismo moral, y lo defendía San Agustín.
            Hay gente que tiene conocimiento pero no tiene voluntad. Tener voluntad es ser capaz de elegir lo bueno aunque no sea cómodo; preferir el bien al placer cuando el bien es lo difícil y el placer agradable. Por bien entendemos lo que nos da plenitud, por mal lo que nos empobrece y por placer entendemos (lo mismo que con el bien) un enriquecimiento personal; pero hay veces en que pasar un rato bueno nos asegura una vida mala como cuando disfrutamos de embutidos, alcohol y tabaco envenenando son ello nuestra sangre. Sentir placer es entonces disfrutar de un bien presente. Lo que ocurre es que el placer a veces nos procura un bien duradero y otras veces nos lo quita: sólo en este segundo caso el placer es malo; el mal está asociado al placer y el bien al sufrimiento, como cuando tomamos medicinas que no nos gustan; el mal placentero es un reflejo condicionado que puede más que el bien desagradable.


            Para Sócrates, tener conocimiento es suficiente paras ser buenos. Para San Agustín el conocimiento no basta, hace falta también tener voluntad. ¿Y qué es la voluntad? El amor. Tener fuerza de voluntad para no comer pasteles cuando te apetece es quererte lo suficiente para no querer morir de diabetes si la padeces; es quererte con todas las fuerzas de tu corazón. Del mismo modo que no sucumbir a la tentación de convertir en tu esclava a la persona amada es quererla lo bastante como para dejarla libre: aunque queramos tenerla con nosotros a todas horas; de ahí que el amor sea a un tiempo placer y sacrificio Amor no es solamente sentir atracción por una persona, sino sentirte atraído también por su felicidad; querer a alguien es querer que sea feliz aunque su felicidad a ti te haga desgraciado; y dejarla marchar cuando no quieres en lugar de obligarla a quedarse contigo a la fuerza; porque ella no tiene la culpa de no quererte aunque tú la quieras. No se puede obligar a nadie a amar a quien no ama. ¿O sí?
            El amor no admite imperativos. Yo me puedo obligar a trabajar cuando no me apetece, pero no me puedo obligar a amar cuando no amo. Mas ¿no hemos dicho que el amor es lo mismo que la voluntad? ¿Que querer es lo mismo que querer querer? O… ¿no es lo mismo sentir amor que sentirte con fuerzas para amar? ¿Que sentir la necesidad de tener la voluntad de amar a quien todavía no amas?
            El amor es una mezcla de sentimiento y voluntad. El sentimiento nos viene sin quererlo, no tiene que ver con la inteligencia y mucho menos con la voluntad; a veces queremos a quien no lo merece, el pensamiento y la lógica nos dicen que no es sensato acercarse a una persona cuya compañía es nociva pero no tenemos fuerza para renunciar a ella: no tenemos voluntad. La palabra “amo” se refiere al amor sentido; la palabra “diligo”, al amor pensado; hay que ser lúcido en estas cosas porque no conviene amar a ciegas; el amor ciego es una pasión que nos condena a la destrucción, a un callejón sin salida.
            Luego está el amor buscado: de “volo”, ese querer que se refiere a la voluntad. El amor sentido te busca, el amor buscado lo buscas tú. La voluntad es una fuerza que te arrastra a obedecer a la razón más que al sentimiento, teniendo en cuenta que la misma persona que es capaz de pensar es capaz de sentir: de lo contrario seríamos robots, no personas. Pero es verdad que la voluntad sopesada te puede llevar a actitudes que tu sentir rechaza. Siento que esa joven es buena, sencilla, humilde, y me quiere con ternura: pero yo no siento atracción por ella aunque me atraiga mucho la persona que es; su forma de ser me hace quererla, pero la atracción erótica (vale decir: sexual) es otra cosa y es ese tipo de atracción el que yo no siento por ella; si ella me quiere de ese modo, yo no puedo quererla aunque como persona la quiera con locura.
            Existe otro tipo de atracción que podríamos llamar de afinidad psicológica: cuando ella por ejemplo siente afán por la acción y mi actitud es, por el contrario, contemplativa y soñadora; en ese caso no compartimos, no ya los mismos gustos, sino la misma sensibilidad, menos tierna y más valiente en ella, más tierna en mí y menos atraído por la práctica del valor. Dos caracteres opuestos como ésos no están en onda para compenetrarse y sentirse. Si, además, no hay atracción erótica, el rechazo es mayor. Yo puedo adorar a esa joven como persona pero no como pareja; y si Grisóstomo quería a la pastora Marcela, no tenía derecho a obligarla a que le quisiera ella a él, porque Marcela no podía forzar su sentimiento imponiéndose formas de querer contrarias a su naturaleza.
            Querer no es lo mismo que querer querer; lo primero es un hecho y lo segundo un deseo de algo de lo que ni siquiera algunas veces somos capaces. Yo quiero a María: no hay nada que decir; María me aprecia, sabe que soy buena persona, pero no se siente atraída por mí: ni eróticamente, ni por su sensibilidad. Un verdadero amor debe ser diligente, sensual y sensible, y ella sólo siente por mí la primera forma de cariño.


            Volvamos con la ética. La voluntad, habíamos dicho, es lo mismo que el amor: pero es un amor intelectual, que es un sentimiento tierno provocado por la inteligencia (como si el corazón se pusiera a latir cuando tenemos pensamientos buenos). El amor a las personas. A todas las personas en general, y a cada persona en concreto. Un amor accesible a la voluntad, que nos mueve a buscar el bien de todas las personas queridas: de todas. De esa manera sí que puede despertarse nuestra sensibilidad con la inteligencia, y con la inteligencia, la voluntad. Ese amor es diligencia, deseo de hacer el bien, ansia de sacrificio, fuerza de obrar según sentimos, sentimiento convertido en voluntad. ¿Y qué pasa cuando queremos así? Que nuestros actos son buenos. “Dilige et quod vis fac”, dice San Agustín: ama y haz lo que quieras; si sientes amor por la persona que hay en cada uno de nosotros, es imposible que no quieras hacerle el bien; bastará con ese se querer humano, entrañable y sensato, para que tus actos sean buenos; nadie que haya querido así ha sido nunca mala persona.
            Es el amor al prójimo. El que nos lleva a compartir con él lo mejor que tenemos: banquete, ágape; y en los tiempos en que nosotros tenemos y él no tiene nada, compartirlo también: charitas; generosidad, ayuda, piedad; misericordia, amar de corazón al pobre, solidaridad, sentir fraterno.
            El otro es amor a la personalidad que hay en cada persona; todos somos iguales como personas, pero tenemos personalidades diferentes, y unas nos atraen y otras no, y entre las que nos atraen, unas nos atraen más (eros) y otras menos (philía); unas con mayor intensidad (hasta el arrebato) y otras con amor tranquilo; al primero lo llamamos simplemente amor; al segundo, amistad.
            El amor de San Agustín no se dirige a la personalidad, sino a la persona. Y es un amor cuerdo (“cuerdo” viene de “corazón”, que en latín se dice “cordis”). Es el amor de don Quijote. Que vivió en una época en que lo normal era desconfiar de los demás, como lo vemos en Gracián y en Quevedo: por eso la confianza, el manantial del que brota la esperanza, de donde mana la piedad, la hermandad, la voluntad que nos lleva a realizar las buenas acciones, no era propia de gente sensata; y la gente buena, diligente y cuerda como quería San Agustín, era objeto de burla, porque “bueno” pasó a ser sinónimo de tonto; y de excéntrico; y don Quijote fue, lo que son las cosas, el más exagerado de los excéntricos.





viernes, 19 de enero de 2018

EL DIABLO MUNDO






EL DIABLO MUNDO


             -Nosotros somos seres libres. El mundo es como una cueva donde estamos encerrados, y hay un dragón que representa las malas influencias; y un espacio vital. Muchas veces nos dejamos llevar por las amistades: si son buenas, expansionarán nuestro espacio vital; si son malas, se comportarán como un dragón, que nos devora. Nuestro espacio vital es el lugar donde crece la semilla del corazón, y el resto es terreno estéril, tierra sin abonar, humo: cizaña. La cueva es una tierra sin abonar: nuestro espacio es el abono. El humo es la cizaña. Y así como el labrador abona la tierra y corta la cizaña, así también nosotros sembramos nuestro espacio y apagamos el fuego.

            -Todos tenéis amigos. Todos los tenemos. Seguro que más de una vez nos vienen a llamar cuando estamos trabajando.
            Guardó silencio. Nadie hablaba. Volvió a insistir.
            -¿No es así?
            -Sí, sí, muchas veces –irrumpió Pedro-. Que te lo diga Darío.
            -¿Darío? –llamó Juan apuntándole con la mirada.
            -Sí –contestó Darío sonriendo-. Todas las tardes.
            -¿Cómo? –inquirió Juan Luis-. ¿Todas las tardes? ¿A qué hora?
            Después de comer.
            -¿Dónde estás tú a esa hora?
            -En mi cuarto. Me pongo a hacer las tareas.
            -¿Y dónde tienes tu cuarto?
            -¡Ése es el problema! Está a un lado de la casa, alejado de mis padres y de mi hermano, pero da a la calle. Estoy aislado por dentro, pero comunicado con el exterior. A todas horas pasan mis amigos, me empiezan a silbar y a tirar piedras, me dicen que me vaya con ellos y nunca acabo de estudiar. Y aunque yo no vaya ellos siguen ahí, bromeando y haciendo el tonto por la ventana, y tampoco estudio.
            -¡Vaya! –replicó Juan Luis-. Parece que tenemos aquí a un hombre atado. Y a un dragón.
            Todos escuchaban, callados. Pero su silencio ahora era inquisitivo. Era como si esperasen la continuación de un capítulo que decía: “continuará”.
            -Os lo explicaré de nuevo: la calle es como una cueva; Darío, que está libre en casa, se encuentra atado a esa cueva: sus amigos, con su insistencia, lo tienen como encadenado, no puede dejar de mirar allí; y él sólo está libre para jugar con ellos, porque si sigue estudiando lo seguirán distrayendo, que es como si lo volvieran a atar.
            A los ojos de los alumnos les salieron miradas de sorpresa. Y de expectación.
            -Y si además es primavera –prosiguió Luis-, el sol que calienta por la ventana lo distraerá más todavía; como la galbana de mayo; como todos esos días que hace demasiado bueno para poder estudiar. El calor es, a veces, como un veneno: como un fuego que nos intoxica; pero el humo también representa el juego, el entretenimiento, la diversión, que es distracción en un doble sentido: porque nos distrae del aburrimiento y nos distrae también de nuestras obligaciones.


            -Nuestra casa es un terreno favorable para estudiar; un terreno abonado.
            -Así que –preguntó Maia- es el mundo el que nos hace ser como somos. Si Darío no tuviera la ventana mirando a la calle, estudiaría más. Entonces no sería tan vago. Porque la culpa de no estudiar sería de sus amigos, no sería de él.
            -Bueno –contestó Juan Luis-, no sé qué pensáis los demás. ¿Creéis que es el mundo el que nos mueve, o que la fuerza de las cosas está en nuestro interior?
            -¡La fuerza está en nosotros! –exclamó Cristal en una exhalación-. ¡Si tú no quieres dejarte llevar por el mundo, el mundo no te arrastra!
            -¡Yo creo que no! –interrumpió Maia-. Hay veces que quieres hacer las cosas y no puedes. No te dejan.
            -¿No puedes o no te dejan? –inquirió Juan Luis.
            -¿Eh?
            -Hay gente que no puede trabajar aunque le dejen.
            -No entiendo –replicó Maia.
            -¿Tú no te has distraído nunca?
            -Sí, muchas veces.
            -¿Quién más se ha distraído?
            Se levantaron varias manos. Otros hablaron sin pedir permiso. Juan Luis le dio la palabra a Pedro para desliar el barullo.
            -A ver, Pedro, ¿tú qué piensas?
            Pedro miró con su cara de ignorante. Su cara bondadosa temblaba con timidez.
            -Yo es que no me concentro. Me distraigo aunque no haya moscas.
            -Yo no –interrumpió Ilse-. Hay muchas veces que quiero trabajar y me entretienen los amigos. ¡Son ellos los que no me dejan! El ambiente puede más que yo.
            -¡Pues yo, si quiero trabajar, trabajo! ¡Si me molesta la gente me voy a otro sitio y arreglado! ¡Te aíslas y ya está!
            -¡Bueno, bueno, no os peleéis! –zanjó Juan Luis-. Hay opiniones para todos los gustos. Quizá no haya una respuesta única: seguramente todos tenéis razón. Hay quien puede más que el mundo, y hay quien el mundo puede más que él. El mundo es lo que nos rodea: circum-stantia; esta aclaración la hizo un filósofo español cuyo nombre seguro que os suena: Ortega y Gasset.
            -Yo creía que eran dos: Ortega, y Gasset.
            Juan sonrió con benevolencia. En seguida se dispuso a darles su explicación.


            -Yo soy yo y mi circunstancia. Mi circunstancia es el mundo, pero también es mi propia naturaleza; la mía y la de mi especie, que es la especie a la que pertenezco. Yo soy mi libertad. Hay quien, como Rousseau, afirma que tenemos una naturaleza buena rodeada de un ambiente malo; y quien, como Hobbes, sostiene que los malos somos nosotros. La maldad que hay en el ambiente que nos rodea es el propio mundo en el que estamos. Que es un mundo perverso. El diablo mundo.
            -¿Mi circunstancia es mi naturaleza? –inquirió Jaime-. Mi naturaleza soy yo; yo no soy el mundo, estoy en el mundo.
            -No estoy de acuerdo –explicó Juan Luis-. Tú eres lo que controlas, lo que libremente puedes hacer. A tu naturaleza no siempre la controlas; es como un mundo con el que tienes que luchar.
            Se detuvo un poco para buscar un ejemplo; lo encontró en seguida.
            -Si Pedro dice que su naturaleza es distraída, debe ser verdad; él lo sabrá mejor que nadie. Seguramente le gustaría no ser así, pero él es así, no puede cambiarlo. Su naturaleza puede más que su voluntad.
            Y le vino a la mente otro ejemplo.
            -Nuestra naturaleza es humana. Quizá a alguno le hubiera gustado ser pájaro para volar, pero no es un pájaro; no puede volar. La especie a la que pertenece no la ha elegido él, es algo que le ha sido impuesto por la naturaleza.
            Y prosiguió con nuevas ideas.
            -El tiempo en el que vivís es otro mundo en el que tenéis que luchar: no tenéis que luchar contra él, tenéis que luchar en él. ¿Que a alguno le hubiera gustado vivir en la Edad Media? Lo siento: ha nacido en el siglo XX; él no es libre de cambiarlo. Y lo mismo que con el tiempo, pasa también con el espacio. Quizá a alguno le hubiera gustado nacer en Grecia, pero ha nacido en España. Y le hubiera gustado nacer en una familia rica, pero no ha sido así. Y le hubiera gustado... El destino. Todo eso es el destino. No depende de nosotros. Nuestra naturaleza, nuestro tiempo, nuestro espacio, nuestra clase social, todas esas son realidades que tenemos que admitir aun a pesar nuestro: están ahí. Son mundos en los que tenemos que vivir. Son nuestro mundo. Nuestra circunstancia.
            Se acercó a la mesa y rebuscó entre unos papeles que había traído. Cuando encontró el que buscaba lo leyó para sus alumnos.
            -He pensado en Espronceda, que ve (leo) “el mundo cual magnífico escenario”[1]. El nacimiento es una caída, así lo expresa por boca de Salada, que es uno de los dos protagonistas de El diablo mundo. Salada, que lleva una vida de sinsabores y de desgracias, se vio
                                   arrojada en el mundo una mañana
                                   cuando la luz entre miserias vi[2].
La caída es un tema que procede de la tradición cristiana. Del pecado original. Y el mundo, como imaginara Platón, refugio del engaño.
                                   Mas, ¡ay!, volad, huid, engañadoras
                                   sombras por siempre[3].
Lo que no nos engaña es lo que no se ve: “formas sin forma”[4] lo llama Espronceda; formas que son ideas, y las ideas no se ven: se piensan. Lo que vemos es mentira, y en el pensamiento está la verdad. Alguien hay (alguna fuerza oculta) que se empeña en engañarnos. Espronceda lo materializa en una voz que habla de los humanos.
                                   Yo confundiré a sus ojos
                                   la mentira y la verdad[5].
El mundo que vemos, oímos y tocamos, es un mundo de placeres. Y el placer despierta la ilusión. Vosotros sois jóvenes, estáis llenos de ilusiones y sentís la llamada del placer. Pero cuando pasen los años, dice Espronceda, con la juventud se marcharán las ilusiones:
                                   ¿Dónde volaron, ¡ay!, aquellas horas
de juventud, de amor y de ventura![6]
Y nos queda el vacío.


                                   Los años, ¡ay!, de la ilusión pasaron[7].
A menos que hayamos sabido buscar los placeres del pensamiento y alejarnos de este mundo, siendo soñadores, y volar:
                                               ¡dame que del mundo
                                   rompa mi alma la prisión sombría,
mis pies desprende de su lodo inmundo,
y en alas de Aquilón álzame y guía![8]
            Porque la vida por encima de los placeres es una ilusión. Y vencemos cuando mantenemos viva la ilusión en nosotros, sin depender de las ilusiones que nos da el mundo. El mundo. Los placeres. El engaño. La materia.
                                   La flaca, vil materia
                                               (...)
                                   y sombras y luces,
                                   la estancia que gira[9].
La materia es el engaño. La sombra; pero las sombras no tienen fuerza para actuar. La fuerza está en la voluntad; en el espíritu.
                                   La materia al espíritu obedece
                                   hasta que, yerta al fin, cede y fallece[10].
La muerte sobreviene cuando desaparece la energía, la voluntad; cuando desaparece el espíritu de la materia, cuando se queda sin fuerzas. El espíritu de la circunstancia se enfrenta a nosotros y nos gobierna, si desfallecemos. ¿Quién puede más: nosotros o el mundo? El que tenga más fuerza de los dos.
                                   Ver todo el mundo que gira
                                   a mi alrededor.
                                               (...)
                                   Tú vendrás donde yo elija[11].
El mundo y yo somos dos fuerzas en contacto. El mundo trata de envolverme, de atraparme. Yo trato de abrirme camino en el mundo. No podré caminar si el mundo es duro como el diamante, ni el mundo me podrá tragar si yo soy un diamante puro. Pero nadie en el mundo es tan duro que no se pueda moldear. El diamante no existe, es un ideal; un límite que ni yo ni el mundo podremos atravesar nunca. La vida se mueve dentro de sus límites, que son la dureza irrompible y la infinita blandura. El mundo y yo somos dos fuerzas que chocan; dos espíritus echando un pulso para abrirse camino, como dos caballeros embistiendo en un puente porque ninguno quiere dejar pasar al otro. ¿Y por qué? ¿Por qué hemos tenido que encontrarnos en el puente?
                                   Juntos tú y yo lanzados en la vida[12].


Hemos nacido sin que nadie nos pida permiso. Hemos sido lanzados a la vida. Arrojados al azar. Y hemos caído allí donde el destino ha querido. El destino es nuestro mundo, nuestra circunstancia; nosotros somos nuestra libertad. Una libertad luchando contra el destino, eso es lo que somos; luchando en el mundo en el que hemos caído, con él o contra él, con el destino o contra el destino, con su ayuda o con su oposición. Ninguna libertad puede oponerse al destino, que ha trazado el marco de nuestra vida; dentro de esos límites lo podremos todo, pero si escapamos a ellos nos destruirá como se destruye la materia al chocar con la antimateria. La libertad es una fuerza dentro del destino; pero si se opone a él, no es más que debilidad.
                                   Rompamos del destino las cadenas[13],
dice Espronceda; y eso quiere decir que la fuerza de nuestra voluntad puede vencer al mundo, no que pueda escaparse de él. Yo puedo salir victorioso de los retos que me plantea mi tiempo, pero no puedo elegir otro tiempo para vivir. La libertad es, más que una fuerza dentro del tiempo, una fuerza dentro de mi tiempo; si se empeña en salir de él, como un cuadro empeñado en salirse de su marco, perdería toda su fuerza y dejaría de ser libertad. La libertad es, en suma, una fuerza dentro del destino. Y eso es reconocer lo que decía el título de la ópera de Verdi: la fuerza del destino; las coordenadas espacio-temporales de nuestra libertad. Sólo si acepta los límites de la historia y de la naturaleza podrá exclamar, con Espronceda:
                                   El hombre aquí ha de enredar
                                   sin que le enrede el enredo[14].
Todas las telarañas del mundo pueden ser vencidas; todos los líos pueden desliarse; todos los obstáculos se pueden salvar. Si aceptamos el punto de partida, si aceptamos los obstáculos que nos ha puesto el destino: sólo entonces podremos elegir nuestras aventuras, nuestros propios obstáculos, dentro del repertorio que tenemos al alcance de la mano. Un ideal es una ilusión forjada entre las cosas de este mundo, pero si buscamos ideales que no están en él, no seremos seres ilusionados, sino ilusos. Es de ilusos plantearse metas inalcanzables. Y entre las que podemos alcanzar, hay que elegir las que nos hacen triunfar en el mundo, no las que hacen que el mundo triunfe sobre nosotros. Si elegimos vivir envenenados por las drogas, nos habrá vencido el mundo; si elegimos resistir al encanto de las drogas, habremos vencido al mundo. El mundo es una cueva. Como todas las cuevas, ésa no es ni buena ni mala. Tiene cosas buenas y cosas malas. El mundo tiene fuerzas positivas y negativas, energías que nos ayudan y energías adversas: en nuestra mano está elegir las que más nos convienen. Y sabemos que lo bueno cuesta trabajo, eso es una ley universal.


            Y entonces dijo Darío:
            -Perdona, ¿no se dice que la naturaleza sigue la ley del mínimo esfuerzo?
            -Sí, así es –repuso Juan Luis.
            -Entonces lo más natural sería ser vago.
            -No –cortó Juan Luis al vuelo-. Lo más natural es ser feliz con el menor esfuerzo posible; que no es lo mismo que esforzarse lo mínimo a costa de la felicidad. Suponte que el esfuerzo sea dinero. Cuando vas a la compra tú no vas buscando lo más barato, porque entonces comprarías siempre vino malo, que es el que cuesta menos. No. Tú lo que buscas es calidad, y dentro de la calidad quieres la que cuesta menos, sin que la bajada del precio signifique una merma en la calidad. En resumidas cuentas, tú lo que buscas es la mejor relación calidad-precio.
            Darío se quedó pensativo, paralizado su pensamiento por esta respuesta. Y Juan Luis aprovechó para sacar conclusiones de ella.
            -No sé si conocéis a Georges Moustaki. Es un cantante francés de origen griego. En una de sus canciones reivindica “el derecho a la pereza”. Yo estoy de acuerdo con él. Ser feliz significa disfrutar de la pereza, pero la felicidad cuesta esfuerzo. Para ser perezoso y desgraciado no hace falta esforzarse, pero para disfrutar verdaderamente de la pereza hay que trabajar. Si no te duchas porque te da pereza aguantarás la roña y te picarán las pulgas, pero si te tomas el trabajo de ducharte disfrutarás de una piel fresca y de una sensación de bienestar: la misma que te invade cuando estás limpio. Si quieres te pongo otro ejemplo. Mira, si no estudias cuando tienes que estudiar y haces el vago, sentirás el pesar de no hacer lo que debes; y cuando suspendas, ese peso te pesará cada vez más. Pero si estudias lo necesario y te diviertes después, la diversión tendrá un sabor más exquisito; además, cuando apruebes te sentirás más ligero, porque te quitarás un peso de encima: de lo que te has examinado ya no tendrás que volverte a examinar; y si te examinas de nuevo te costará menos, porque luego no tendrás que estudiarte todas las cosas, sino solamente repasarlas. Al revés que el vago, que cada vez irá acumulando suspensos y cada vez tendrá más cosas que estudiar. El estudio del vago va pesando como una bola de nieve. El del perezoso feliz pierde peso, como el agua que se evapora, porque ha comprendido que la vida es una carrera y la meta es la pereza; para llegar a la meta hay un punto de partida, que es el esfuerzo, el trabajo, el despliegue de la voluntad.
            Ahora Darío estaba perplejo. Juan Luis había puesto el mundo al revés. Y Juan Luis remató la faena con una guinda que le puso al pastel.
            -Recuerda lo que hemos dicho: divertirse es distraerse del aburrimiento, no de la felicidad. Para disfrutar de la pereza hay que ser feliz, pero el vago piensa lo contrario: piensa que con la pereza alcanzará la felicidad.
            -Explícate un poco mejor.
            -La felicidad la da el trabajo: no la pereza. Lo que da la pereza es el disfrute, el goce, pero gozar sin ser feliz es lo mismo que circular sin gasolina: te durará poco. La felicidad es la gasolina de la pereza. La felicidad requiere trabajo y la pereza produce placer. Pues bien: cuanto más esfuerzo habrá más goce, y el trabajo es la fuerza del placer.










[1] Espronceda, Poesías completas. Edición a cargo de Don Juan  Alcina Franch. Barcelona, Bruguera, 1968;  p. 120. 
[2] Ibídem, p. 335.
[3] Ibídem, p. 156.
[4] Ibídem, p. 225.
[5] Ibídem, p. 216.
[6] Ibídem, p. 244.
[7] Ibídem, p. 250.
[8] Ibídem, p. 375.
[9] Ibídem, p. 196.
[10] Ibídem, p. 223.
[11] Ibídem, p. 347.
[12] Ibídem, p. 335.
[13] Ibídem, p. 335.
[14] Ibídem, p. 299. 

viernes, 12 de enero de 2018

FRANCE GALL




FRANCE GALL
  

            Tenía un pelo rubio que brillaba como el sol. Tenía una cara de ángel. Y una voz como los adolescentes que sueltan gallos aunque canten bien. Tenía la edad de la inocencia, te daban ganas de apretujarla como cuando coges un pajarillo en tus manos o un pollito recién nacido, de terciopelo amarillo, todo ternura, todo bondad. Nos hizo soñar con el amor cuando el amor era un sueño, cuando amar era recordar y embelesarse y volar sin tocar tierra. Porque en la tierra está la realidad y la realidad era enemiga de los sueños. Era apenas una muñeca frágil, una muñeca de trapo, una muñeca de cera, dulce como el sonido que acaricia nuestros oídos cuando la música se diluye y se vuelve niebla, y en esa niebla se funden la imágenes que no tienen perfiles, las manchas sin contorno, los sentimientos que no tienen palabras y las palabras que sólo son música, y fuera de la música no había nada.
            Corría el año 1965. France Gall había ganado en Eurovisión. Los que aún teníamos diez años nos debatíamos entre la infancia que ya no era y la juventud que aún no llegaba. Éramos adolescentes como ella. Al otro lado del espejo estaba el rostro hermoso, pero sensual, de Brigitte Bardot; sin embargo ella no era sensual, sino sensible¸ era humo de sueño, casi vapor de agua, y Brigitte Bardot era lava ardiente, labios carnosos y piel arrebatada; era más, en aquellos tiempos de zozobra, el amor que no se toca que el ardor que se toca con el cuerpo, suave y terso, donde naufraga en el abismo de la carne: la carnada. Los que éramos adolescentes y estábamos en la luna no éramos Brigitte Bardot, todo cuerpo y nada niebla; éramos France Gall, apenas rayo de sol, incorpórea, ideal, como la Sigrid del Capitán Trueno; escarcha de la tierra de Thule que sólo existía en la imaginación, vikingos que eran buenos y espadas que no mataban; así era ella, France Gall, una sombra sin cuerpo, pero sombra de luz, la luz de sus cabellos, un rostro diáfano, unos ojos sin malicia, ni siquiera la malicia del adolescente, todo era inocencia: y en las cárceles de España se maltrataba y se pegaba.
            Nosotros éramos France Gall: un sueño al margen de la realidad, cuando la realidad era realidad y no podía ser soñada. Era una adolescencia real, y una España falsa. Crecimos creyendo que el mundo era bueno, como las muñecas de cera que yacían dormidas en una canción: y eran las mujeres lavando la ropa, allí, cuando todavía no había lavadoras; fregando el suelo cuando todavía no había fregonas; haciendo la comida en las cocinas de carbón, las más de las veces puchero, judías y garbanzos, carne las menos, o muy pocas, y las mañanas de invierno clavadas en la escarcha; el churrero gritaba por la calle y las vecinas hacían el brasero, los obreros en la fábrica. Una atmósfera sórdida y fría, tosca, dura, desagradable y ronca, prosaica y gris. Y una palmetada en la escuela y una torta en casa y un miedo terrible a la guardia civil, que el respeto se cimenta sobre la desmesura. Era un mundo de plomo donde nada era amable, pero creíamos en Bambi y en Cenicienta y en Blancanieves, y en los cromos del chocolate y en los álbumes que rellenábamos y en el mundo falso de Pepe Pinto, Manolo Escobar o Rafael Farina: todavía no se había cantado el Viva España.


            Sobre aquellos retales flotaba France Gall. Como un aire fresco en un humo duro, duro y espeso, que picaba en la garganta: como el humo que se escapaba todos los días por las chimeneas de la fábrica. Era como el aliento que se pegaba en las ventanas, en el invierno frío, y nosotros lo esculpíamos soltando vaho en los cristales y aplastándolo con las manos. Y era un mundo imaginario. France Gall era el adolescente que necesitaba soñar, que necesitaba evadirse del mundo igual que nosotros necesitábamos respirar, y surcar los espacios vacíos, las nebulosas flotantes, las figuras que no tienen cuerpo y los cuerpos que no tienen alma: France Gall era el alma de quienes no habían conocido la guerra. Sus cabellos rubios no eran de la raza aria, sino de las entrañas mismas del sueño, de las entrañas. Todavía recuerdo su voz adolescente, como la nuestra, llena de gallos; cantándole a la muñeca de cera y de sonido, cantando entonada sin un solo gallo: su mirada era limpia, sus ojos dibujaban un mundo sin maldades, y el mundo era inmenso en el pozo estrecho de nuestro corazón, pues allí cabía todo a condición de que fueran sueños: sueños donde casi no cabía nada.
            France Gall acaba de morir. Tenía setenta años. Se la llevó un cáncer que la estaba visitando de nuevo, porque era tan guapa, aun cuando fuera mayor, que hasta la enfermedad flotaba sobre ella queriéndosela llevar, como una enamorada. Pero en lugar de acariciarla con una nube se metió en su cuerpo y la acarició con una daga. Se esfumó con ella el viento donde se esfuma la realidad, la niebla que deshacía los perfiles, el cuerpo que era el alma. Y nos dejó desnudos, huérfanos de sueños y desnudos de disfraces, los disfraces con que se paseaban las cosas reales. Pero toda ella era real: aquella inocencia de los adolescentes era real; estar en la luna mientras pisabas la tierra era real; la música era una mentira más real que las cosas mismas, aunque sólo fuera humo para quienes no soñaban: y era necesario soñar, soñar para alegrar el mundo y no llenarlo de falsedades. Aquella España de charanga y pandereta era falsa. Aquella tierra que vomitaba emigrantes era falsa: lo era en las coplas donde emigrar era amar las raíces huecas construyendo realidades vanas. Pero France Gall sí que era real, tan real como una muñeca de cera; los sueños de los adolescentes eran falsos, pero era cierta la realidad del adolescente que soñaba: tan cierta como que yo ahora estoy escribiendo y ahí fuera está nevando; tan cierta como que mi madre ahora es vieja y a mí se me van gastando los años y tan cierta como que las mujeres lavaban la ropa, fregaban el suelo, encendían el brasero y hacían garbanzos; pero no lo era como Antonio Molina, que bajaba a la mina tan contento de ser minero riendo y cantando, y bebiendo marro. Había una España falsa y nos la pintaban bien, y otra España que siempre se escondía para que nadie la pintara. Pero con sus estrofas falsas la muñeca de cera era tan verdad como la propia France Gall, y los pobres adolescentes que, sin disolver los sueños todavía en la piel lasciva de Brigitte Bardot, se evadían del mundo en la realidad soñada. Porque en ese mundo todavía era posible el amor: cuando los adultos habían renegado de él sin conocerlo apenas, y también se habían olvidado de cuando eran críos y también soñaban.  


            Pero, ¿sabes?, aquella muñeca de cera había crecido en una realidad sórdida de la que Eurovisión no se acordaba. De la guerra de Argelia donde morían los mismos soldados que mataban; de la guerra de Indochina, que también fue colonia francesa y también se mataba. Había una realidad sorprendente y dura detrás del rostro angelical, y el ángel había nacido del demonio, que es lo que era Francia cuando en la metrópoli usaba micrófonos y en las colonias usaba balas. El mundo es así, pero el estiércol no es la suciedad que nos mancha sino el barro que nos alimenta y la peste que nos abona el campo: pues tenemos la virtud de no ahogarnos en nuestra inmundicia sino de hacer de ella su lodo bueno, destruyendo su lado malo. France Gall. Una niña rubia, apenas adolescente, de pulmones limpios acechados por el tabaco de Serge Gainsbourg, que era quien le compuso la canción; y que tenía los pulmones podridos como chimeneas de humo que salían del cigarro eterno. Ha muerto France Gall.
            Tres años después de su triunfo, los estudiantes pedían en París que la imaginación subiera al poder y buscara realismo pidiendo lo imposible; ella misma era un imposible sueño que había sido hecho realidad por don Quijote. Vapores proteicos donde duermen las formas, las formas de las cosas, espíritu sin cuerpo o con un cuerpo tan etéreo que parece que nadie toca. Me acuerdo ahora de aquella España. De la adolescencia que no debiera morir nunca, porque los adolescentes ya sólo crecen (cuánto me apena verlo) a solas con el cuerpo olvidándose del alma; se olvidan de la escarcha que empolvaba los cristales y esculpía las formas borrosas en la ventana; y se olvidan de vivir, porque en su vida ya no hay sueños y hace tiempo que la nieve ya no tiene la mirada blanca. Y, ¿sabes una cosa?, también mi France Gall era falsa. La mía era francesa y la verdadera era de Luxemburgo; y Luxemburgo fue quien ganó en eurovisión, de ninguna manera Francia. También la memoria lleva a nuestras cabezas, sin nosotros quererlo, historias verdaderas que se incrustan en la memoria falsa.
  





viernes, 5 de enero de 2018

EL DESCUBRIMIENTO DE LOS REYES MAGOS


EL DESCUBRIMIENTO DE LOS REYES MAGOS
  

            A Fernando se le veían los ojillos tristes. Corría y reía con su prima, pero de vez en cuando podían sorprenderle con la mirada perdida. Era sólo un suspiro; en seguida, sin dejar que se le notase el abatimiento, volvía a correr. Sus gritos, unidos a los gritos de la niña, eran un guirigay que retumbaba por la casa. Acababan de ver la cabalgata de reyes. Los pajes habían arrojado caramelos y la gente, apretujada en las aceras, se desvivía por cogerlos. Entre Iñigo y él recogieron unos cuantos. También Doris, ayudada por Ingrid y Juan, había recogido caramelos.
            Tenía nueve años. Aquella navidad fue para el niño el final de la inocencia. Cuando se fueron a acostar, en nochebuena, Ignacio y Alicia no tenían los juguetes en el árbol de navidad. Y eran las doce. A Fernando no se le escapó ese detalle. Alicia se encerró en su dormitorio después de decirle a Ignacio que entretuviese al niño, y allí se estuvo, haciendo los paquetes. Fernando, que era mosca, se escapaba a la habitación contigua pero Ignacio, agarrándolo del brazo, tenía que decirle:
            -¡Ven, Fernandito, tienes que ayudarme!
            -¿A qué?
            -A coger unos vasos para llevarlos al comedor.
            Fernando se los cogía, pero en seguida se escapaba otra vez. Entonces Ignacio, agarrándolo por la cintura, le volvía a decir:
            -¡Que me tienes que ayudar a recoger el pan!
            Fernandito lo hacía. Nueva escapada. Ahora Ignacio lo agarraba de los hombros:
            -Ven conmigo, que quiero darte un besito.
            Y los dos se fundían en un largo abrazo mejilla con mejilla. Pero ya a su padre no se le ocurría nada más que decir y el niño se le escapaba a la habitación de la madre, que veía cerrada a cal y canto y eso le olía a chamusquina. En una de esas abrió la puerta y se topó con ella, rodeada de papeles. Evidentemente, eran papeles de regalo. Fernando se hizo al tonto y preguntaba una y otra vez, lo preguntaba todo. Alicia intentaba disimular.
            -Estoy recogiendo las bolsas de la compra, y se me ha hecho un lío todo aquí, con estos papeles.
            Fernando se dejó engañar. En seguida vino su padre para disimular la evidencia.
            -¡Oye, vente conmigo, ayúdame a recoger los platos! ¡No piensas más que en escaparte!
  

            Y así estuvo tonteando con él, en un juego que ya no engañaba a nadie, hasta que a una señal de Alicia salieron ambos del comedor. Se lo llevó a la habitación del chico para preguntarle cuál de sus libros le gustaba más. Una pregunta absurda. No absurda en sí, sino absurda en ese momento, cuando la mente estaba ocupada en otra cosa. Ignacio vio que Alicia había terminado la faena y ya pudo desentenderse del niño. Evidentemente, Fernando se le escapó.
            Cuando fue al comedor encontró a Fernando dubitativo. No había sido la gran ilusión que se supone que despierta papá Noel, ni se oyó ningún grito de alegría. Fernando estaba serio y comentó con una severidad apabullante.
            -Cuando yo he venido aquí no había paquetes en el árbol.
            Ignacio se quedó mudo. Tuvo que hablar Alicia, porque a él no se le ocurría nada. Alicia dijo que papá Noel aprovecha los momentos en que estamos descuidados, y allí había venido en ese preciso instante. Fernando seguía escéptico. Por fin cogió un paquete, sin ninguna convicción, y mostró el papel amarillo que tenía pegado con papel celo.
            -Ésta es la letra de mamá.
            Alicia lo había hecho todo precipitadamente. También había escrito aquella nota a toda prisa; evidentemente, era su letra. Ante aquel cúmulo de evidencias Alicia se desarmó y tiró la toalla. Se agachó para mirar a su hijo, lo agarró de los brazos y, mirándolo de hito en hito, le confesó un secreto a voces.
            -Fernando, papá Noel son los padres. Son ellos los que compran los juguetes. Los padres los ponen en el árbol, mientras duermen los niños, y al día siguiente les dicen que papá Noel ha venido por la ventana.
            Fernando la miraba con ojos incrédulos. Ni se creía que existiera papá Noel, ni se resignaba que no existiera. De sus ojos nacía una mirada perpleja, mezcla de fantasía y resignación, entre inocencia nostálgica y desengañado escepticismo. Aquel niño vivía en aquellos momentos un drama. Un drama que él mismo había prolongado, porque ya en el colegio comentaba con los amigos el protagonismo navideño que tenían los padres. Lo sabía, hacía un año que Fernando lo sabía todo. Pero  se entregaba al juego de medias tintas entre creerlo y no creerlo, saberlo y fingir que no lo sabía, soñar y abrir los brazos a la madurez desnuda que llamaba a su puerta.
            Eso había sido en navidad. Para reyes iba ya con la conciencia desengañada. Eso le daba una desilusión que lo ponía triste, sabedor de que ya no podía jugar a aquel juego: y eso le inquietaba. Su corazón sentía como un peso y, curiosamente, era porque no pesaba: aquello era el peso del vacío; supo que el vacío podía oprimir como oprime una piedra cuando aprieta; y así supo que, más de lo que oprime la presencia de las cosas, nos puede oprimir su ausencia.
            En aquel momento despertó. Sentía la vida como un hermoso sueño del que había despertado. Ahora conocía la verdad, había salido del engaño; pero era más bonito creer en una ilusión que vivir desengañado. Su corazón sentía nostalgia sin saber aún lo delicado que era el hilo del que pende la ilusión. En eso se convertiría ahora su vida: en un denodado esfuerzo por vivir las ilusiones sin ser iluso. Cuando era niño eso no ocurría. Cuando era niño las ilusiones no eran el engaño. Eran la realidad.
  

            La realidad se había colado por la puerta y le había dado un puñetazo en las narices. Como los cuatro acordes de Beethoven, lo había congelado la llamada del destino. Su destino era ahora vivir en libertad; o sea, vencer al destino. De repente se había hecho mayor. Fernando no entendía estas cosas, pero sentía la pena que se le metía por dentro. Por eso, sin querer, a veces sus ojos se volvían tristes. Y él no quería mostrar su abatimiento, disimulaba como un hombre mayor y correteaba y gritaba mientras jugaba con su prima. La procesión iba por dentro. Fuera estaba la cabalgata. Pero él ya no estaba en el mundo de las cabalgatas. Había sido arrojado al mundo de las procesiones. Había sido expulsado del paraíso. El arcángel miraba severo mientras levantaba su espada de fuego.
            Sin embargo él no había hecho nada. Adán había cometido el pecado original, pero a él le expulsaron sin cometer pecado. Su único pecado era haber crecido. Nuestro destino es crecer. Cuando crecemos, como los cuatro acordes de Beethoven, el destino viene y llama a la puerta. Llega la libertad. Con la libertad llega la expulsión del paraíso, el choque con la realidad, las ilusiones perdidas.
            Ignacio se agachó para mirar a Fernando. Le puso una mano en el hombro, le acarició con la otra su mejilla infantil y le dijo:
            -Fernando, ¿tú quieres que vayamos a ver a los reyes?
            Fernando decía que no con la cabeza.
            -¿No quieres que hagamos cola para llegar hasta ellos? ¿Quieres hablar con ellos? Yo voy contigo.
            Fernando movía negativamente la cabeza, sin mirarle. Otras veces miraba al suelo. Estaba serio. Fernando aceptaba las cosas con resignación, y se negaba a volver a ser niño: lo que se va, no vuelve; la infancia que vivimos con toda naturalidad, cuando dejamos de ser niños, se vuelve quimera; y Fernando no quería vivir en una quimera. En aquella resignación decidida se labraba dolorosamente una grandeza estoica.
            Así era Fernando. Con un corazón a prueba de bombas. Con una voluntad de hierro. A Ignacio, que se le caía el alma, se le puso el corazón en un puño. Le volvió a ofrecer que hicieran cola para ver a los reyes. Y Fernando, más valiente que él, volvió a negar con la cabeza. Mirando al suelo. Serio como un adulto, triste como un niño. Se fueron a cenar. Los juegos de su hermano le ayudaron a salir de la desilusión. Volvió a encontrar la sonrisa. Si la libertad era el destierro, con el tiempo descubriría nuevas tierras donde luchar. Tierra que él mismo conquistaría: con su esfuerzo. Tierras donde echar raíces, plantar su vida, plantando en ella la semilla de la libertad.


*

            Una libertad sin casa es desolación. Abandono. Para vivir libre hace falta una casa. Los liberales que sólo quieren ser libres no saben lo que dicen. Tienen la fortaleza de luchar en el desierto, pero ignoran que no todos son como ellos. Mucha gente es incapaz de ser libre si no siente dentro la fuerza del hogar. Unos pueden disfrutar de la soledad, y otros pueden disfrutar de la casa. No son dos caminos distintos, uno bueno y otro malo. Son dos naturalezas. Dos formas de nacer al mundo. Y ambas tienen que buscar la conciliación de los dos caminos. Nada más.
            La libertad es un motor que necesita gasolina. Unos la tienen dentro. Otros fuera: la fuerza que necesitan la encuentran en el hogar. Ni los unos son valientes ni los otros son cobardes por ello. Es que unos y otros están hechos así. Haber nacido fuerte no es ningún mérito para nadie. Y haber nacido débil tampoco es pecado. El pecado es, para los unos, desperdiciar su fuerza; para los otros, no buscarla siquiera. Unos, despreciando a los otros, incurren en el pecado de soberbia; los otros, despreciando a los primeros, caen en el vicio de la envidia: que no tiene que ver nada con la humildad.

*

            Fernando se acostó muy tarde: mucho después de la una y algo antes de las dos. A las once se levantaba, sigilosamente, para observar el árbol de navidad y comprobar que estaba lleno de paquetes; entonces se tranquilizó y volvió a su cama sin hacer ruido. Sus temores habían sido infundados. A pesar de que no existían los reyes, el árbol seguía llenándose de regalos. Sintió crecer en él la confianza en sus padres.
            Mientras dormitaba, en su mente infantil sentía, acaso aún sin comprenderlo, que se estaba haciendo independiente. Se había liberado de las viejas creencias que le tenían atado a las ilusiones sin base. En su lugar, estaba empezando a creer en otras ilusiones firmemente afianzadas en la realidad. Sentía que las ilusiones reposaban ahora sobre la razón, y que la confianza debía basarse en los hechos, no en las palabras: lo sentía, si bien no lo comprendía aún. Sus padres no le fallaban. Como no le fallarían todas las personas –extraños, amigos, familiares- que estuviesen dispuestos a sostener con los hechos la fuerza de sus palabras.
            Liberado de la fe ciega, el niño se hacía mayor. Ahora descansaba sobre una fe racional. Su rostro dulce dormía con una placidez angelical. Desde la noche anterior, había dudado. La noche de reyes había sido velar las armas como don Quijote en la venta, iluso porque todavía la confundía con un castillo. Pero él, que había dejado de creer en castillos y en reyes magos, había temido que el choque con la realidad significara la pérdida de las ilusiones. Por eso había estado triste. Por eso, entre las carreras y los gritos de su prima, su mirada se perdía en el vacío.


            Ahora se había convencido de que la realidad no es enemiga de la ilusión. Durmió plácidamente hasta que, a las doce, se despertó. Llamó a sus padres y fue a despertar a su hermano. Y ellos se sorprendieron de la frialdad con que abrió los paquetes. Ni un átomo tembló en su cuerpo. Ni el más leve estremecimiento. Pero más tarde, cuando estaban los paquetes abiertos y empezaron a leer las instrucciones, su ánimo se encendía más y más y se llenó de alegría. Entonces su hermano suspiró. Entonces sus padres se sintieron aliviados. La ilusión, que había salido por la puerta, entraba de nuevo por la ventana.
            Por la ventana entran en casa los reyes magos. Se dirigen a los zapatos y en ellos depositan sus juguetes. O bien buscan el árbol de navidad para dejar sus paquetes en él. Aquella noche no habían dejado su tazón de leche. No se la habían bebido los reyes (que venían cansados de trabajar) ni le habían dejado tampoco una nota de agradecimiento. Aquel año también habían llegado los regalos. Sin tazones. Y sin reyes
            Ignacio, que sentía rebosar su cuerpo de una ternura indescriptible, apachurraba a Fernandito y le colmaba de besos. Fernando lo sentía y se dejaba querer. Las muestras de cariño le hicieron acurrucarse contra él y le buscaba todo el día porque en él encontraba protección y alegría. Con él se sentía seguro, y le colmaba la caricia de su mano en la mejilla, las palmaditas que le daba en la espalda, el brazo que reposaba sobre sus hombros. Había perdido a los reyes, pero había ganado a sus padres. La fe en el futuro se había convertido en la nueva ilusión de su vida. La creencia de que tras de las cosas grises había cosas bellas se había convertido en esperanza. Y era la esperanza lo que le hacía vivir. La fe, la esperanza, la voluntad enamorada. Aunque aún no lo sabía, ya sentía que el amor era un esfuerzo que acompañaba siempre al sentimiento. Siempre que lo admitiera, se abriría para él el país de las maravillas. El mundo sería la tierra prometida. Sólo su corazón tendría la llave del secreto. No los reyes. El corazón, liberado de la credulidad y reforzado por la confianza, y la confianza que crece sobre los cimientos del pensamiento; que tira las ilusiones vanas con los martillazos de la crítica y levanta, en su lugar, las ilusiones sabias con la fortaleza de los sueños.