viernes, 26 de enero de 2018

AMA Y HAZ LO QUE QUIERAS



AMA Y HAZ LO QUE QUIERAS


            Decía Sócrates que para comportarse bien hay que saber lo que está bien y lo que está mal, y eso era verdad; un niño que no sabe que es malo beber agua de un pozo porque ignora que está envenenada la beberá cuando tenga sed, y habrá obrado mal sin saberlo; o fumará sin saber que el tabaco es dañino; o meterá goles con la mano ignorando que sólo se pueden meter con la cabeza o con el pie. Eso, referido a acciones que nos perjudican.
            También hay acciones que perjudican a los demás. Yo hago mal regalándole pasteles a una persona diabética, y le habré hecho daño sin querer; o prestándole mi videojuego a un amigo que sufre ludopatía; y también molesto cuando grito al hablar, sin darme cuenta, o, como quien dice: sin ser consciente de ello.
            Me perjudiquen a mí o perjudiquen a los demás, esas cosas las hago por ignorancia; o sea, sin querer. Pero si le corto la pierna a un paciente para evitar que le suba la gangrena quiero hacerle un bien superior al daño que le voy a producir (perder la vida es mucho peor que perder una pierna). En este caso conozco los dos efectos de mi acción, los comparo y elijo acto seguido la solución menos mala, pues no es posible conservar a un tiempo la pierna y la vida.
            Pero ¿y si sabiéndolo elijo la solución menos buena? Entonces Sócrates se habría equivocado; porque yo sabría distinguir entre lo que está bien y lo que está mal y habría elegido, a pesar de todo, la peor de las soluciones; conocer el bien no sería suficiente para obrar bien.
            La solución de Sócrates recibe el nombre de intelectualismo moral; obrar bien es lo mismo que conocer el bien, y no es posible hacer las cosas mal sabiendo cómo hacerlas. Un joven que ha asistido en el instituto a charlas sobre los efectos del tabaco puede perfectamente no dejar de fumar; y es que no basta con saber lo que está bien para ser bueno, también hace falta querer ser bueno, tener la voluntad de elegir lo bueno cuando lo más fácil es lo malo. Esto se llama voluntarismo moral, y lo defendía San Agustín.
            Hay gente que tiene conocimiento pero no tiene voluntad. Tener voluntad es ser capaz de elegir lo bueno aunque no sea cómodo; preferir el bien al placer cuando el bien es lo difícil y el placer agradable. Por bien entendemos lo que nos da plenitud, por mal lo que nos empobrece y por placer entendemos (lo mismo que con el bien) un enriquecimiento personal; pero hay veces en que pasar un rato bueno nos asegura una vida mala como cuando disfrutamos de embutidos, alcohol y tabaco envenenando son ello nuestra sangre. Sentir placer es entonces disfrutar de un bien presente. Lo que ocurre es que el placer a veces nos procura un bien duradero y otras veces nos lo quita: sólo en este segundo caso el placer es malo; el mal está asociado al placer y el bien al sufrimiento, como cuando tomamos medicinas que no nos gustan; el mal placentero es un reflejo condicionado que puede más que el bien desagradable.


            Para Sócrates, tener conocimiento es suficiente paras ser buenos. Para San Agustín el conocimiento no basta, hace falta también tener voluntad. ¿Y qué es la voluntad? El amor. Tener fuerza de voluntad para no comer pasteles cuando te apetece es quererte lo suficiente para no querer morir de diabetes si la padeces; es quererte con todas las fuerzas de tu corazón. Del mismo modo que no sucumbir a la tentación de convertir en tu esclava a la persona amada es quererla lo bastante como para dejarla libre: aunque queramos tenerla con nosotros a todas horas; de ahí que el amor sea a un tiempo placer y sacrificio Amor no es solamente sentir atracción por una persona, sino sentirte atraído también por su felicidad; querer a alguien es querer que sea feliz aunque su felicidad a ti te haga desgraciado; y dejarla marchar cuando no quieres en lugar de obligarla a quedarse contigo a la fuerza; porque ella no tiene la culpa de no quererte aunque tú la quieras. No se puede obligar a nadie a amar a quien no ama. ¿O sí?
            El amor no admite imperativos. Yo me puedo obligar a trabajar cuando no me apetece, pero no me puedo obligar a amar cuando no amo. Mas ¿no hemos dicho que el amor es lo mismo que la voluntad? ¿Que querer es lo mismo que querer querer? O… ¿no es lo mismo sentir amor que sentirte con fuerzas para amar? ¿Que sentir la necesidad de tener la voluntad de amar a quien todavía no amas?
            El amor es una mezcla de sentimiento y voluntad. El sentimiento nos viene sin quererlo, no tiene que ver con la inteligencia y mucho menos con la voluntad; a veces queremos a quien no lo merece, el pensamiento y la lógica nos dicen que no es sensato acercarse a una persona cuya compañía es nociva pero no tenemos fuerza para renunciar a ella: no tenemos voluntad. La palabra “amo” se refiere al amor sentido; la palabra “diligo”, al amor pensado; hay que ser lúcido en estas cosas porque no conviene amar a ciegas; el amor ciego es una pasión que nos condena a la destrucción, a un callejón sin salida.
            Luego está el amor buscado: de “volo”, ese querer que se refiere a la voluntad. El amor sentido te busca, el amor buscado lo buscas tú. La voluntad es una fuerza que te arrastra a obedecer a la razón más que al sentimiento, teniendo en cuenta que la misma persona que es capaz de pensar es capaz de sentir: de lo contrario seríamos robots, no personas. Pero es verdad que la voluntad sopesada te puede llevar a actitudes que tu sentir rechaza. Siento que esa joven es buena, sencilla, humilde, y me quiere con ternura: pero yo no siento atracción por ella aunque me atraiga mucho la persona que es; su forma de ser me hace quererla, pero la atracción erótica (vale decir: sexual) es otra cosa y es ese tipo de atracción el que yo no siento por ella; si ella me quiere de ese modo, yo no puedo quererla aunque como persona la quiera con locura.
            Existe otro tipo de atracción que podríamos llamar de afinidad psicológica: cuando ella por ejemplo siente afán por la acción y mi actitud es, por el contrario, contemplativa y soñadora; en ese caso no compartimos, no ya los mismos gustos, sino la misma sensibilidad, menos tierna y más valiente en ella, más tierna en mí y menos atraído por la práctica del valor. Dos caracteres opuestos como ésos no están en onda para compenetrarse y sentirse. Si, además, no hay atracción erótica, el rechazo es mayor. Yo puedo adorar a esa joven como persona pero no como pareja; y si Grisóstomo quería a la pastora Marcela, no tenía derecho a obligarla a que le quisiera ella a él, porque Marcela no podía forzar su sentimiento imponiéndose formas de querer contrarias a su naturaleza.
            Querer no es lo mismo que querer querer; lo primero es un hecho y lo segundo un deseo de algo de lo que ni siquiera algunas veces somos capaces. Yo quiero a María: no hay nada que decir; María me aprecia, sabe que soy buena persona, pero no se siente atraída por mí: ni eróticamente, ni por su sensibilidad. Un verdadero amor debe ser diligente, sensual y sensible, y ella sólo siente por mí la primera forma de cariño.


            Volvamos con la ética. La voluntad, habíamos dicho, es lo mismo que el amor: pero es un amor intelectual, que es un sentimiento tierno provocado por la inteligencia (como si el corazón se pusiera a latir cuando tenemos pensamientos buenos). El amor a las personas. A todas las personas en general, y a cada persona en concreto. Un amor accesible a la voluntad, que nos mueve a buscar el bien de todas las personas queridas: de todas. De esa manera sí que puede despertarse nuestra sensibilidad con la inteligencia, y con la inteligencia, la voluntad. Ese amor es diligencia, deseo de hacer el bien, ansia de sacrificio, fuerza de obrar según sentimos, sentimiento convertido en voluntad. ¿Y qué pasa cuando queremos así? Que nuestros actos son buenos. “Dilige et quod vis fac”, dice San Agustín: ama y haz lo que quieras; si sientes amor por la persona que hay en cada uno de nosotros, es imposible que no quieras hacerle el bien; bastará con ese se querer humano, entrañable y sensato, para que tus actos sean buenos; nadie que haya querido así ha sido nunca mala persona.
            Es el amor al prójimo. El que nos lleva a compartir con él lo mejor que tenemos: banquete, ágape; y en los tiempos en que nosotros tenemos y él no tiene nada, compartirlo también: charitas; generosidad, ayuda, piedad; misericordia, amar de corazón al pobre, solidaridad, sentir fraterno.
            El otro es amor a la personalidad que hay en cada persona; todos somos iguales como personas, pero tenemos personalidades diferentes, y unas nos atraen y otras no, y entre las que nos atraen, unas nos atraen más (eros) y otras menos (philía); unas con mayor intensidad (hasta el arrebato) y otras con amor tranquilo; al primero lo llamamos simplemente amor; al segundo, amistad.
            El amor de San Agustín no se dirige a la personalidad, sino a la persona. Y es un amor cuerdo (“cuerdo” viene de “corazón”, que en latín se dice “cordis”). Es el amor de don Quijote. Que vivió en una época en que lo normal era desconfiar de los demás, como lo vemos en Gracián y en Quevedo: por eso la confianza, el manantial del que brota la esperanza, de donde mana la piedad, la hermandad, la voluntad que nos lleva a realizar las buenas acciones, no era propia de gente sensata; y la gente buena, diligente y cuerda como quería San Agustín, era objeto de burla, porque “bueno” pasó a ser sinónimo de tonto; y de excéntrico; y don Quijote fue, lo que son las cosas, el más exagerado de los excéntricos.





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