viernes, 5 de enero de 2018

EL DESCUBRIMIENTO DE LOS REYES MAGOS


EL DESCUBRIMIENTO DE LOS REYES MAGOS
  

            A Fernando se le veían los ojillos tristes. Corría y reía con su prima, pero de vez en cuando podían sorprenderle con la mirada perdida. Era sólo un suspiro; en seguida, sin dejar que se le notase el abatimiento, volvía a correr. Sus gritos, unidos a los gritos de la niña, eran un guirigay que retumbaba por la casa. Acababan de ver la cabalgata de reyes. Los pajes habían arrojado caramelos y la gente, apretujada en las aceras, se desvivía por cogerlos. Entre Iñigo y él recogieron unos cuantos. También Doris, ayudada por Ingrid y Juan, había recogido caramelos.
            Tenía nueve años. Aquella navidad fue para el niño el final de la inocencia. Cuando se fueron a acostar, en nochebuena, Ignacio y Alicia no tenían los juguetes en el árbol de navidad. Y eran las doce. A Fernando no se le escapó ese detalle. Alicia se encerró en su dormitorio después de decirle a Ignacio que entretuviese al niño, y allí se estuvo, haciendo los paquetes. Fernando, que era mosca, se escapaba a la habitación contigua pero Ignacio, agarrándolo del brazo, tenía que decirle:
            -¡Ven, Fernandito, tienes que ayudarme!
            -¿A qué?
            -A coger unos vasos para llevarlos al comedor.
            Fernando se los cogía, pero en seguida se escapaba otra vez. Entonces Ignacio, agarrándolo por la cintura, le volvía a decir:
            -¡Que me tienes que ayudar a recoger el pan!
            Fernandito lo hacía. Nueva escapada. Ahora Ignacio lo agarraba de los hombros:
            -Ven conmigo, que quiero darte un besito.
            Y los dos se fundían en un largo abrazo mejilla con mejilla. Pero ya a su padre no se le ocurría nada más que decir y el niño se le escapaba a la habitación de la madre, que veía cerrada a cal y canto y eso le olía a chamusquina. En una de esas abrió la puerta y se topó con ella, rodeada de papeles. Evidentemente, eran papeles de regalo. Fernando se hizo al tonto y preguntaba una y otra vez, lo preguntaba todo. Alicia intentaba disimular.
            -Estoy recogiendo las bolsas de la compra, y se me ha hecho un lío todo aquí, con estos papeles.
            Fernando se dejó engañar. En seguida vino su padre para disimular la evidencia.
            -¡Oye, vente conmigo, ayúdame a recoger los platos! ¡No piensas más que en escaparte!
  

            Y así estuvo tonteando con él, en un juego que ya no engañaba a nadie, hasta que a una señal de Alicia salieron ambos del comedor. Se lo llevó a la habitación del chico para preguntarle cuál de sus libros le gustaba más. Una pregunta absurda. No absurda en sí, sino absurda en ese momento, cuando la mente estaba ocupada en otra cosa. Ignacio vio que Alicia había terminado la faena y ya pudo desentenderse del niño. Evidentemente, Fernando se le escapó.
            Cuando fue al comedor encontró a Fernando dubitativo. No había sido la gran ilusión que se supone que despierta papá Noel, ni se oyó ningún grito de alegría. Fernando estaba serio y comentó con una severidad apabullante.
            -Cuando yo he venido aquí no había paquetes en el árbol.
            Ignacio se quedó mudo. Tuvo que hablar Alicia, porque a él no se le ocurría nada. Alicia dijo que papá Noel aprovecha los momentos en que estamos descuidados, y allí había venido en ese preciso instante. Fernando seguía escéptico. Por fin cogió un paquete, sin ninguna convicción, y mostró el papel amarillo que tenía pegado con papel celo.
            -Ésta es la letra de mamá.
            Alicia lo había hecho todo precipitadamente. También había escrito aquella nota a toda prisa; evidentemente, era su letra. Ante aquel cúmulo de evidencias Alicia se desarmó y tiró la toalla. Se agachó para mirar a su hijo, lo agarró de los brazos y, mirándolo de hito en hito, le confesó un secreto a voces.
            -Fernando, papá Noel son los padres. Son ellos los que compran los juguetes. Los padres los ponen en el árbol, mientras duermen los niños, y al día siguiente les dicen que papá Noel ha venido por la ventana.
            Fernando la miraba con ojos incrédulos. Ni se creía que existiera papá Noel, ni se resignaba que no existiera. De sus ojos nacía una mirada perpleja, mezcla de fantasía y resignación, entre inocencia nostálgica y desengañado escepticismo. Aquel niño vivía en aquellos momentos un drama. Un drama que él mismo había prolongado, porque ya en el colegio comentaba con los amigos el protagonismo navideño que tenían los padres. Lo sabía, hacía un año que Fernando lo sabía todo. Pero  se entregaba al juego de medias tintas entre creerlo y no creerlo, saberlo y fingir que no lo sabía, soñar y abrir los brazos a la madurez desnuda que llamaba a su puerta.
            Eso había sido en navidad. Para reyes iba ya con la conciencia desengañada. Eso le daba una desilusión que lo ponía triste, sabedor de que ya no podía jugar a aquel juego: y eso le inquietaba. Su corazón sentía como un peso y, curiosamente, era porque no pesaba: aquello era el peso del vacío; supo que el vacío podía oprimir como oprime una piedra cuando aprieta; y así supo que, más de lo que oprime la presencia de las cosas, nos puede oprimir su ausencia.
            En aquel momento despertó. Sentía la vida como un hermoso sueño del que había despertado. Ahora conocía la verdad, había salido del engaño; pero era más bonito creer en una ilusión que vivir desengañado. Su corazón sentía nostalgia sin saber aún lo delicado que era el hilo del que pende la ilusión. En eso se convertiría ahora su vida: en un denodado esfuerzo por vivir las ilusiones sin ser iluso. Cuando era niño eso no ocurría. Cuando era niño las ilusiones no eran el engaño. Eran la realidad.
  

            La realidad se había colado por la puerta y le había dado un puñetazo en las narices. Como los cuatro acordes de Beethoven, lo había congelado la llamada del destino. Su destino era ahora vivir en libertad; o sea, vencer al destino. De repente se había hecho mayor. Fernando no entendía estas cosas, pero sentía la pena que se le metía por dentro. Por eso, sin querer, a veces sus ojos se volvían tristes. Y él no quería mostrar su abatimiento, disimulaba como un hombre mayor y correteaba y gritaba mientras jugaba con su prima. La procesión iba por dentro. Fuera estaba la cabalgata. Pero él ya no estaba en el mundo de las cabalgatas. Había sido arrojado al mundo de las procesiones. Había sido expulsado del paraíso. El arcángel miraba severo mientras levantaba su espada de fuego.
            Sin embargo él no había hecho nada. Adán había cometido el pecado original, pero a él le expulsaron sin cometer pecado. Su único pecado era haber crecido. Nuestro destino es crecer. Cuando crecemos, como los cuatro acordes de Beethoven, el destino viene y llama a la puerta. Llega la libertad. Con la libertad llega la expulsión del paraíso, el choque con la realidad, las ilusiones perdidas.
            Ignacio se agachó para mirar a Fernando. Le puso una mano en el hombro, le acarició con la otra su mejilla infantil y le dijo:
            -Fernando, ¿tú quieres que vayamos a ver a los reyes?
            Fernando decía que no con la cabeza.
            -¿No quieres que hagamos cola para llegar hasta ellos? ¿Quieres hablar con ellos? Yo voy contigo.
            Fernando movía negativamente la cabeza, sin mirarle. Otras veces miraba al suelo. Estaba serio. Fernando aceptaba las cosas con resignación, y se negaba a volver a ser niño: lo que se va, no vuelve; la infancia que vivimos con toda naturalidad, cuando dejamos de ser niños, se vuelve quimera; y Fernando no quería vivir en una quimera. En aquella resignación decidida se labraba dolorosamente una grandeza estoica.
            Así era Fernando. Con un corazón a prueba de bombas. Con una voluntad de hierro. A Ignacio, que se le caía el alma, se le puso el corazón en un puño. Le volvió a ofrecer que hicieran cola para ver a los reyes. Y Fernando, más valiente que él, volvió a negar con la cabeza. Mirando al suelo. Serio como un adulto, triste como un niño. Se fueron a cenar. Los juegos de su hermano le ayudaron a salir de la desilusión. Volvió a encontrar la sonrisa. Si la libertad era el destierro, con el tiempo descubriría nuevas tierras donde luchar. Tierra que él mismo conquistaría: con su esfuerzo. Tierras donde echar raíces, plantar su vida, plantando en ella la semilla de la libertad.


*

            Una libertad sin casa es desolación. Abandono. Para vivir libre hace falta una casa. Los liberales que sólo quieren ser libres no saben lo que dicen. Tienen la fortaleza de luchar en el desierto, pero ignoran que no todos son como ellos. Mucha gente es incapaz de ser libre si no siente dentro la fuerza del hogar. Unos pueden disfrutar de la soledad, y otros pueden disfrutar de la casa. No son dos caminos distintos, uno bueno y otro malo. Son dos naturalezas. Dos formas de nacer al mundo. Y ambas tienen que buscar la conciliación de los dos caminos. Nada más.
            La libertad es un motor que necesita gasolina. Unos la tienen dentro. Otros fuera: la fuerza que necesitan la encuentran en el hogar. Ni los unos son valientes ni los otros son cobardes por ello. Es que unos y otros están hechos así. Haber nacido fuerte no es ningún mérito para nadie. Y haber nacido débil tampoco es pecado. El pecado es, para los unos, desperdiciar su fuerza; para los otros, no buscarla siquiera. Unos, despreciando a los otros, incurren en el pecado de soberbia; los otros, despreciando a los primeros, caen en el vicio de la envidia: que no tiene que ver nada con la humildad.

*

            Fernando se acostó muy tarde: mucho después de la una y algo antes de las dos. A las once se levantaba, sigilosamente, para observar el árbol de navidad y comprobar que estaba lleno de paquetes; entonces se tranquilizó y volvió a su cama sin hacer ruido. Sus temores habían sido infundados. A pesar de que no existían los reyes, el árbol seguía llenándose de regalos. Sintió crecer en él la confianza en sus padres.
            Mientras dormitaba, en su mente infantil sentía, acaso aún sin comprenderlo, que se estaba haciendo independiente. Se había liberado de las viejas creencias que le tenían atado a las ilusiones sin base. En su lugar, estaba empezando a creer en otras ilusiones firmemente afianzadas en la realidad. Sentía que las ilusiones reposaban ahora sobre la razón, y que la confianza debía basarse en los hechos, no en las palabras: lo sentía, si bien no lo comprendía aún. Sus padres no le fallaban. Como no le fallarían todas las personas –extraños, amigos, familiares- que estuviesen dispuestos a sostener con los hechos la fuerza de sus palabras.
            Liberado de la fe ciega, el niño se hacía mayor. Ahora descansaba sobre una fe racional. Su rostro dulce dormía con una placidez angelical. Desde la noche anterior, había dudado. La noche de reyes había sido velar las armas como don Quijote en la venta, iluso porque todavía la confundía con un castillo. Pero él, que había dejado de creer en castillos y en reyes magos, había temido que el choque con la realidad significara la pérdida de las ilusiones. Por eso había estado triste. Por eso, entre las carreras y los gritos de su prima, su mirada se perdía en el vacío.


            Ahora se había convencido de que la realidad no es enemiga de la ilusión. Durmió plácidamente hasta que, a las doce, se despertó. Llamó a sus padres y fue a despertar a su hermano. Y ellos se sorprendieron de la frialdad con que abrió los paquetes. Ni un átomo tembló en su cuerpo. Ni el más leve estremecimiento. Pero más tarde, cuando estaban los paquetes abiertos y empezaron a leer las instrucciones, su ánimo se encendía más y más y se llenó de alegría. Entonces su hermano suspiró. Entonces sus padres se sintieron aliviados. La ilusión, que había salido por la puerta, entraba de nuevo por la ventana.
            Por la ventana entran en casa los reyes magos. Se dirigen a los zapatos y en ellos depositan sus juguetes. O bien buscan el árbol de navidad para dejar sus paquetes en él. Aquella noche no habían dejado su tazón de leche. No se la habían bebido los reyes (que venían cansados de trabajar) ni le habían dejado tampoco una nota de agradecimiento. Aquel año también habían llegado los regalos. Sin tazones. Y sin reyes
            Ignacio, que sentía rebosar su cuerpo de una ternura indescriptible, apachurraba a Fernandito y le colmaba de besos. Fernando lo sentía y se dejaba querer. Las muestras de cariño le hicieron acurrucarse contra él y le buscaba todo el día porque en él encontraba protección y alegría. Con él se sentía seguro, y le colmaba la caricia de su mano en la mejilla, las palmaditas que le daba en la espalda, el brazo que reposaba sobre sus hombros. Había perdido a los reyes, pero había ganado a sus padres. La fe en el futuro se había convertido en la nueva ilusión de su vida. La creencia de que tras de las cosas grises había cosas bellas se había convertido en esperanza. Y era la esperanza lo que le hacía vivir. La fe, la esperanza, la voluntad enamorada. Aunque aún no lo sabía, ya sentía que el amor era un esfuerzo que acompañaba siempre al sentimiento. Siempre que lo admitiera, se abriría para él el país de las maravillas. El mundo sería la tierra prometida. Sólo su corazón tendría la llave del secreto. No los reyes. El corazón, liberado de la credulidad y reforzado por la confianza, y la confianza que crece sobre los cimientos del pensamiento; que tira las ilusiones vanas con los martillazos de la crítica y levanta, en su lugar, las ilusiones sabias con la fortaleza de los sueños.






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