viernes, 12 de enero de 2018

FRANCE GALL




FRANCE GALL
  

            Tenía un pelo rubio que brillaba como el sol. Tenía una cara de ángel. Y una voz como los adolescentes que sueltan gallos aunque canten bien. Tenía la edad de la inocencia, te daban ganas de apretujarla como cuando coges un pajarillo en tus manos o un pollito recién nacido, de terciopelo amarillo, todo ternura, todo bondad. Nos hizo soñar con el amor cuando el amor era un sueño, cuando amar era recordar y embelesarse y volar sin tocar tierra. Porque en la tierra está la realidad y la realidad era enemiga de los sueños. Era apenas una muñeca frágil, una muñeca de trapo, una muñeca de cera, dulce como el sonido que acaricia nuestros oídos cuando la música se diluye y se vuelve niebla, y en esa niebla se funden la imágenes que no tienen perfiles, las manchas sin contorno, los sentimientos que no tienen palabras y las palabras que sólo son música, y fuera de la música no había nada.
            Corría el año 1965. France Gall había ganado en Eurovisión. Los que aún teníamos diez años nos debatíamos entre la infancia que ya no era y la juventud que aún no llegaba. Éramos adolescentes como ella. Al otro lado del espejo estaba el rostro hermoso, pero sensual, de Brigitte Bardot; sin embargo ella no era sensual, sino sensible¸ era humo de sueño, casi vapor de agua, y Brigitte Bardot era lava ardiente, labios carnosos y piel arrebatada; era más, en aquellos tiempos de zozobra, el amor que no se toca que el ardor que se toca con el cuerpo, suave y terso, donde naufraga en el abismo de la carne: la carnada. Los que éramos adolescentes y estábamos en la luna no éramos Brigitte Bardot, todo cuerpo y nada niebla; éramos France Gall, apenas rayo de sol, incorpórea, ideal, como la Sigrid del Capitán Trueno; escarcha de la tierra de Thule que sólo existía en la imaginación, vikingos que eran buenos y espadas que no mataban; así era ella, France Gall, una sombra sin cuerpo, pero sombra de luz, la luz de sus cabellos, un rostro diáfano, unos ojos sin malicia, ni siquiera la malicia del adolescente, todo era inocencia: y en las cárceles de España se maltrataba y se pegaba.
            Nosotros éramos France Gall: un sueño al margen de la realidad, cuando la realidad era realidad y no podía ser soñada. Era una adolescencia real, y una España falsa. Crecimos creyendo que el mundo era bueno, como las muñecas de cera que yacían dormidas en una canción: y eran las mujeres lavando la ropa, allí, cuando todavía no había lavadoras; fregando el suelo cuando todavía no había fregonas; haciendo la comida en las cocinas de carbón, las más de las veces puchero, judías y garbanzos, carne las menos, o muy pocas, y las mañanas de invierno clavadas en la escarcha; el churrero gritaba por la calle y las vecinas hacían el brasero, los obreros en la fábrica. Una atmósfera sórdida y fría, tosca, dura, desagradable y ronca, prosaica y gris. Y una palmetada en la escuela y una torta en casa y un miedo terrible a la guardia civil, que el respeto se cimenta sobre la desmesura. Era un mundo de plomo donde nada era amable, pero creíamos en Bambi y en Cenicienta y en Blancanieves, y en los cromos del chocolate y en los álbumes que rellenábamos y en el mundo falso de Pepe Pinto, Manolo Escobar o Rafael Farina: todavía no se había cantado el Viva España.


            Sobre aquellos retales flotaba France Gall. Como un aire fresco en un humo duro, duro y espeso, que picaba en la garganta: como el humo que se escapaba todos los días por las chimeneas de la fábrica. Era como el aliento que se pegaba en las ventanas, en el invierno frío, y nosotros lo esculpíamos soltando vaho en los cristales y aplastándolo con las manos. Y era un mundo imaginario. France Gall era el adolescente que necesitaba soñar, que necesitaba evadirse del mundo igual que nosotros necesitábamos respirar, y surcar los espacios vacíos, las nebulosas flotantes, las figuras que no tienen cuerpo y los cuerpos que no tienen alma: France Gall era el alma de quienes no habían conocido la guerra. Sus cabellos rubios no eran de la raza aria, sino de las entrañas mismas del sueño, de las entrañas. Todavía recuerdo su voz adolescente, como la nuestra, llena de gallos; cantándole a la muñeca de cera y de sonido, cantando entonada sin un solo gallo: su mirada era limpia, sus ojos dibujaban un mundo sin maldades, y el mundo era inmenso en el pozo estrecho de nuestro corazón, pues allí cabía todo a condición de que fueran sueños: sueños donde casi no cabía nada.
            France Gall acaba de morir. Tenía setenta años. Se la llevó un cáncer que la estaba visitando de nuevo, porque era tan guapa, aun cuando fuera mayor, que hasta la enfermedad flotaba sobre ella queriéndosela llevar, como una enamorada. Pero en lugar de acariciarla con una nube se metió en su cuerpo y la acarició con una daga. Se esfumó con ella el viento donde se esfuma la realidad, la niebla que deshacía los perfiles, el cuerpo que era el alma. Y nos dejó desnudos, huérfanos de sueños y desnudos de disfraces, los disfraces con que se paseaban las cosas reales. Pero toda ella era real: aquella inocencia de los adolescentes era real; estar en la luna mientras pisabas la tierra era real; la música era una mentira más real que las cosas mismas, aunque sólo fuera humo para quienes no soñaban: y era necesario soñar, soñar para alegrar el mundo y no llenarlo de falsedades. Aquella España de charanga y pandereta era falsa. Aquella tierra que vomitaba emigrantes era falsa: lo era en las coplas donde emigrar era amar las raíces huecas construyendo realidades vanas. Pero France Gall sí que era real, tan real como una muñeca de cera; los sueños de los adolescentes eran falsos, pero era cierta la realidad del adolescente que soñaba: tan cierta como que yo ahora estoy escribiendo y ahí fuera está nevando; tan cierta como que mi madre ahora es vieja y a mí se me van gastando los años y tan cierta como que las mujeres lavaban la ropa, fregaban el suelo, encendían el brasero y hacían garbanzos; pero no lo era como Antonio Molina, que bajaba a la mina tan contento de ser minero riendo y cantando, y bebiendo marro. Había una España falsa y nos la pintaban bien, y otra España que siempre se escondía para que nadie la pintara. Pero con sus estrofas falsas la muñeca de cera era tan verdad como la propia France Gall, y los pobres adolescentes que, sin disolver los sueños todavía en la piel lasciva de Brigitte Bardot, se evadían del mundo en la realidad soñada. Porque en ese mundo todavía era posible el amor: cuando los adultos habían renegado de él sin conocerlo apenas, y también se habían olvidado de cuando eran críos y también soñaban.  


            Pero, ¿sabes?, aquella muñeca de cera había crecido en una realidad sórdida de la que Eurovisión no se acordaba. De la guerra de Argelia donde morían los mismos soldados que mataban; de la guerra de Indochina, que también fue colonia francesa y también se mataba. Había una realidad sorprendente y dura detrás del rostro angelical, y el ángel había nacido del demonio, que es lo que era Francia cuando en la metrópoli usaba micrófonos y en las colonias usaba balas. El mundo es así, pero el estiércol no es la suciedad que nos mancha sino el barro que nos alimenta y la peste que nos abona el campo: pues tenemos la virtud de no ahogarnos en nuestra inmundicia sino de hacer de ella su lodo bueno, destruyendo su lado malo. France Gall. Una niña rubia, apenas adolescente, de pulmones limpios acechados por el tabaco de Serge Gainsbourg, que era quien le compuso la canción; y que tenía los pulmones podridos como chimeneas de humo que salían del cigarro eterno. Ha muerto France Gall.
            Tres años después de su triunfo, los estudiantes pedían en París que la imaginación subiera al poder y buscara realismo pidiendo lo imposible; ella misma era un imposible sueño que había sido hecho realidad por don Quijote. Vapores proteicos donde duermen las formas, las formas de las cosas, espíritu sin cuerpo o con un cuerpo tan etéreo que parece que nadie toca. Me acuerdo ahora de aquella España. De la adolescencia que no debiera morir nunca, porque los adolescentes ya sólo crecen (cuánto me apena verlo) a solas con el cuerpo olvidándose del alma; se olvidan de la escarcha que empolvaba los cristales y esculpía las formas borrosas en la ventana; y se olvidan de vivir, porque en su vida ya no hay sueños y hace tiempo que la nieve ya no tiene la mirada blanca. Y, ¿sabes una cosa?, también mi France Gall era falsa. La mía era francesa y la verdadera era de Luxemburgo; y Luxemburgo fue quien ganó en eurovisión, de ninguna manera Francia. También la memoria lleva a nuestras cabezas, sin nosotros quererlo, historias verdaderas que se incrustan en la memoria falsa.
  





1 comentario:

  1. "De la adolescencia que no debiera morir nunca, porque los adolescentes ya sólo crecen (cuánto me apena verlo) a solas con el cuerpo olvidándose del alma; se olvidan de la escarcha que empolvaba los cristales y esculpía las formas borrosas en la ventana; y se olvidan de vivir, porque en su vida ya no hay sueños y hace tiempo que la nieve ya no tiene la mirada blanca". Adolescencia de adolece pero sí sabe y puede recordar a quien ama en fanatismo amor de canto, de poesía, de escritor, de artista o tenista y es hermoso. Cuando se nos va y lo hemos amado con nuestro " adolecere" , lo amamos en el recuerdo pleno de memoria. Un canto, una elegía, un himno a nuestro recuerdo lo que nuestra lechuza 🦉 nos trae hoy...

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