viernes, 23 de febrero de 2018

PENSAMIENTOS SOBRE LA EDUCACIÓN


PENSAMIENTOS SOBRE LA EDUCACIÓN


 1. El profesor.

            El profesor debe ser un fiscal cuando plantea retos, un abogado cuando ayuda a resolverlos, un juez cuando los sanciona y un notario cuando apunta los resultados. A muchos profesores les gusta el papel de fiscal, juez y notario; a muy pocos el de abogado.


2. Los alumnos.

            Como los cristales de colores de las catedrales, la luz brilla en la escuela que ha sido creada para enseñar. Es la pintura que tienen fuera lo que brilla, no las luces negras de su interior. Los alumnos, que tenían que brillar con ellos, son luces apagadas en sus colores; por eso no los podemos ver.


3. La siembra.

            La cosecha del maestro es puro sentimiento kantiano: una parte le es dada; la otra la pone él. El alumno le da su trabajo y él pone el resto; si el maestro no abona bien la tierra, ¿cómo va a fructificar el alumno? ¿De quién es la culpa si el alumno no trabaja? Y si trabaja ¿de quién es el mérito?
            La culpa es del alumno que no trabaja. Pero si trabaja, el mérito es del maestro. Eso es lo que dice el maestro.
            Pera otros, más rigurosos y consecuentes, dicen que los éxitos son, como el fracaso, la responsabilidad exclusiva del alumno.
             Yo os digo que los méritos y los fracasos son un trabajo conjunto. El maestro pone el abono. El discípulo la semilla. El esfuerzo del discípulo nace de su naturaleza recogida en un óvulo, fecundada por el maestro; de la semilla del que aprende, brotando del abono del que enseña. El esfuerzo es la acción conjunta del maestro y el discípulo. Aunque hay discípulos que pueden esforzarse sin necesidad de maestro.
            Y maestros que sólo saben sembrar teoría, y no son capaces de sembrar esfuerzo.
  

4. La escuela.

I.

            La escuela ha parasitado a los alumnos. Nació para ayudarles a vivir y ha acabado viviendo a costa de ellos. El cuaderno de lectura debía animarles a leer, y ahora leen para presumir de cuaderno de lectura. Los programas nacieron para servir al alumno, y ahora los alumnos están para servir al programa; deberían premiarlos por educar, pero sólo educan para que los premien; ¿qué tipo de educación es ésa? Una escuela, tan sólo, que les chupa las ganas de aprender como los parásitos nos chupan la sangre. Y a fuerza de forzar la educación ya no queda de la educación más que el nombre. Un fantasma, no más, es ya la escuela: una realidad prostituida. Los maestros nos han robado la educación, ¡que nos la devuelvan!


II.  

            Al centro educativo lo habéis vaciado de contenido y sólo es un órgano vacío. Ahora no es más que el centro, pero ¿el centro de qué?
            La educación era el centro de la escuela y ahora la escuela es el centro de la educación. La escuela, nacida para educar, ha suplantado a la educación y eso es un golpe de estado. El educador es una paradoja porque vive a costa de su cometido; se alimenta de ella y es ella la que de él se tenía que alimentar.
            La escuela es una impostura, una impostora que está en un sitio que no es el suyo; un actor que se interpreta a sí mismo y no interpreta su papel, un parásito que vive a costa de los otros; un engaño que da gato por liebre, un teatro que ahoga la realidad para convertirla en ficción. La escuela, que no educa sino que vive de mostrarse sin hacer, es, en realidad, una mentira. Hace cosas que realzan su figura: no las cosas que realzan su misión.


 5. Los títulos.

            La educación está montada al servicio de un ídolo. Y el ídolo está sediento de sangre, de sangre joven para alimentarse. Profesores hay a su servicio. Al frente, viene en perfecta formación la dirección del instituto. La carne para el sacrificio son los propios alumnos; allí están, dispuestos para el holocausto. Detrás vienen las familias. Las madres y los padres desfilan como comparsas, metidos en su papel de padres, vestidos con él como en un disfraz. Todos juegan el papel que les tienen asignado: burdos personajes de un retablo, sombras de ficción suplantando la verdad. El tótem se levanta como una figura imponente, de redención a la par que amenazadora, extendiendo su sombra sobre los muñecos que lo adoran. Y nada se mueve si no lo quiere el tótem, convertido en ideal, hermosa máscara de un monstruo que se alimenta de nosotros; el colmo de las perversiones es hacernos creer que nos alimenta con su fuerza.
            El ídolo al que adoramos se llama selectividad. Se cierne como una amenaza sobre los estudiantes, condenados a vagar sin rumbo si no aceptan el sacrificio. Sus sacerdotes, los profesores, custodian las formas sagradas en el santo de los santos; los ritos, los exámenes, los sufrimientos, la sumisión al espíritu del tótem, la entrega de la vida por el ideal de la vida... Todo, en este templo maldito, conspira contra la vida para que nadie respire.
            Antaño había un pequeño tótem que estaba en el altar con él, acompañándolo como si fuera un dios menor: era la formación profesional. Hoy se ha ido desmoronando hasta desaparecer casi. Los sacerdotes del bachillerato han ido socavando su figura, se han comido a los dioses menores que le hacían sombra al gran ideal. El dios supremo, el sagrado bachillerato que es eso: un ser sagrado, cruel, intocable, un mito y un tabú. Y ha extendido su mano como un pantocrátor implacable, severo; un dios del antiguo testamento que castiga con fuego a los sodomitas, con ira y con rabia a los desobedientes, diluvios devastadores que se llevan a las gentes que se atrevieron a vivir. Y fueron todos, curiosidad castigada, un ansia de atravesar los límites para conocer el más allá; castigados fueron todos por ser la vida con soberbia; castigados por el hambre, para el parto con dolor; y fue el trabajo entonces no más que una cadena. Expulsados del paraíso, excomulgados, exiliados en el mundo por haberse atrevido a sentir, a querer; por haberse atrevido a pensar; por haberse atrevido a vivir.


6. El saber.

            Saber es poder, porque los conocimientos facilitan la acción. Pero reconocer que alguien sabe, a través de un título o un diploma, es darle derecho a trabajar, a cobrar un sueldo, a tener sustento; y así, cuanto más elaborado sea el saber mayor será el reconocimiento: mayor será el sueldo; dinero y estatus es lo que ganamos con estudiar.
            Estudiamos para ganar un sueldo: no para saber. El maestro quiere que sus discípulos se ganen la vida y su reto es aprobar. ¿Pero y si no pueden? ¿No tienen derecho a vivir bien los que no le tienen apego al estudio?
            Luego están los que estudian para aprender. Con ellos el maestro no tiene por qué sufrir si no aprueban; no les va en ello la vida.
            Enseñar para competir. Enseñar para ser competente. A veces hay gente competente y competitiva, pero los más compiten con un título que les reconoce competencias que no tienen. He aquí el dilema del educador.


7. La realidad prostituida.

            Desde hace muchos años  hemos buscado centro cosas que mejoran la educación, y ahora las hacéis todas para que mejore el centro: a costa de la educación.





viernes, 16 de febrero de 2018

DE MIEMBROS, MIEMBRAS Y PALABRAS



DE MIEMBROS, MIEMBRAS Y PALABRAS


             En determinados medios políticos se han empezado a crear neologismos para combatir el sexismo en el lenguaje; palabras como “miembra”, “portavoza” o “jueza” han invadido los periódicos, sabedores de que en ellas hay mucho combustible  transgresor. Inmediatamente han reaccionado los puristas recordándonos las reglas morfosintáticas y semánticas que ya conoce todo el que está enterado; curiosamente se olvidan de la pragmática, que también es una parte de la lingüística (¿quizá porque cuando ellos estudiaban no existía aún?). Entre el público consumidor de provocaciones se toman como dinero contante y sonante esas obviedades, pues de puro obvias no sería necesario ni siquiera recordarlas; aparte de que ese público recibe con veneración, en un auténtico acto de fe, expresiones como “participio presente”, cuyo significado estoy seguro de que muchos ignoran cuando las utilizan; y pasamos por alto que muchas de las personas que tantas veces han despotricado contra la real academia de la lengua por su conservadurismo ahora se acogen a ella como si en ella estuviera la clave de todos los misterios.
            La verdadera cuestión es la pragmática. Si, cuando estoy en un banquete, uno de los comensales me pregunta si tengo sal y yo le respondo que sí, la conversación habrá sido semántica y morfosintácticamente impecable, pero desde el punto de vista pragmático habrá sido un desastre; pues lo que mi vecino quería no era saber si yo tenía sal, sino que se la pasara. Del mismo modo la persona que, en una tribuna política, utiliza las palabras “miembra” o “portavoza” estoy seguro de que sabe que morfológica y semánticamente son incorrectas, pero está buscando un acierto pragmático; la pragmática, recordémoslo, no estudia la relación que hay entre los signos (eso sería sintaxis), ni tampoco entre los signos y sus significados (eso sería semántica), sino la relación que hay entre los signos y sus usuarios. La cuestión, le decían a Alicia en el otro lado del espejo, no es saber si las palabras son correctas, sino saber quién manda en las palabras.
            Cuando un filósofo habla del “puesto del hombre en el cosmos” no se pregunta nunca si está ignorando a la mujer (dirá, seguro, que utiliza un masculino genérico que abarca a los dos sexos); pero si le preguntamos a una mujer si se siente incluida en esa expresión supongo que mirará en el vacío con semblante meditativo. Cuando de pequeño me hablaban de los hombres primitivos yo imaginaba cazadores y hombres encendiendo fuego, no curanderas y mujeres asando carne. Y no están lejanos los tiempos en que médico se decía en masculino y enfermera en femenino; afortunadamente hoy tenemos médicas y enfermeros. ¿Quién mandaba en el lenguaje cuando hablábamos del otro modo? ¿No había en el uso de las palabras ninguna inercia sexista? No estoy diciendo que todos los hombres sean machistas; digo solamente que muchos han absorbido, inconscientemente, esa masculinización de la experiencia; todavía tengo alumnos que, cuando les pregunto si son valientes, me contestan con toda la naturalidad del mundo: “sí, porque yo soy un hombre”; y no se dan cuenta, al decirlo, de que implícitamente están admitiendo que, si las mujeres no son hombres y los hombres son valientes, es que las mujeres son cobardes. Todavía resuena en nuestro imaginario la queja de Boabdil: “no llores como mujer lo que no has sabido defender como hombre”.


            ¿Quién manda en el lenguaje? Cuando un niño es noble, valiente y decidido decimos que es un machote. Cuando una película es un tostón decimos que es un coñazo, y cuando es buena diremos que está “de cojones”. Hasta una de las expresiones más hermosas de la vida ha sido convertida en instrumento de dominación: me refiero al amor, pues “joder” ha pasado de significar unión sexual a significar fastidio, molestia y abuso”; “lo jodí vivo”, decimos muchas veces. Hasta las mismas mujeres han asumido este machismo verbal, pues a muchas alumnas les oigo decir en la calle, cuando quieren decir con énfasis que algo está bien, que eso es “la polla”. En semejante universo de desatinos no es extraño que haya gente que quiera desmarcarse y, para dejar de utilizar el lenguaje como instrumento de dominación, se invente palabras como “miembra” o “portavoza”. Si alguien les saca el libro de gramática para recordarles cuáles son las reglas será que no se está enterando de nada.
                                                                           
                                                           
            Entre los filósofos a los que admiro está Jesús Mosterín, recientemente fallecido. Él también se preocupó por el lenguaje. Cuando quería hablar de las personas no decía “los hombres”, decía “los humanes”; y si empleaba la palabra “hombres” era para referirse al género masculino; los varones, en suma. También hablaba de “infantes” cuando quería referirse a las crías de cualquier sexo; cuando las quería separar por sexo decía “niños” y “niñas”. Hará unos veinte años que reflexioné por primera vez sobre las trampas del lenguaje. Desde entonces comprendí algo que no había sentido nunca, creyendo ingenuamente que las palabras eran ideológicamente neutras, sobre todo en la relación entre el hombre y la mujer; descubrí que la palabra “hombre” en sentido genérico denota “universo humano”, pero connota “universo masculino”; y para evitar las connotaciones indeseadas no había más remedio que cambiar las palabras. Es cierto que los términos “miembra” y “portavoza” me parecen torpes y feos, pero lo que es indudable es que tenemos que cambiar el lenguaje si queremos cambiar la realidad. Ya no me encuentro a gusto utilizando la palabra “hombre” en sentido genérico, pero tampoco me gusta “ser humano”, “persona” y “humanidad”; ni me gusta demasiado la palabra “humanes”; pero algo tendremos que inventar, desde luego; aunque se remuevan en sus asientos los puristas del diccionario; porque la cuestión no es conocer y respetar las reglas, sino saber si esas reglas han sido puestas para decir las cosas o para mandar en ellas; si llamo “terrorista” a un etarra no es lo mismo que si le llamo “gudari”; las dos cosas denotan más o menos lo mismo, pero la segunda connota admiración y la primera desprecio.
            La lengua no es una realidad inmóvil; tiene vida, y por eso podemos considerarla una realidad dinámica. La lengua está viva, y quienes se empeñan en someterla a los usos del diccionario la consideran más bien lengua muerta. Decía Camilo José Cela que la lengua es el producto de tres factores: la calle, los escritores y la academia. La calle impone sus usos y la academia no tiene más remedio que aceptarlos; aunque los señores académicos digan “voy por agua” la calle dice “voy a por agua”, y es así como al final la calle ha impuesto sus criterios; si las lenguas no evolucionaran hoy no hablaríamos en castellano, hablaríamos en latín. El segundo factor de cambio son los escritores; si a Juan Ramón Jiménez le apetece escribir “májico” en vez de “mágico” ¿alguien se lo puede prohibir? Lo mismo hacía Manuel González Prada; pero esa costumbre no ha llegado a prosperar y no es porque lo prohíba la academia, sino porque la gente no lo ha aceptado. La academia sólo puede limpiar las impurezas del lenguaje, no arrinconar las palabras limpias que no le gusten.
            De modo que será la calle la que diga si debemos decir “miembros” y “miembras”; la academia sólo podrá reconocer la realidad que se imponga, no podrá esconderla. Al final las palabras significarán lo que nosotros queramos que signifiquen; no nos las impondrán los gramáticos trasnochados que viven adorando las reglas: las reglas están para servirnos, no nosotros para servirlas a ellas; con razón decía Jesús con mucho tino: el sábado se ha hecho para el hombre, no el hombre para el sábado (y lo decía utilizando, sin querer y sin saberlo, viejas palabras machistas: androcéntricas). Si hay que cambiar la morfología o la semántica por motivos pragmáticos, pues se cambia y ya está: ¿no ha incorporado el lenguaje jurídico el término “nasciturus” para nombrar una realidad que no existía antes pero ahora sí? El participio futuro, que no existe en español (existía en latín), se españoliza y así la lengua se enriquece; lo que no debemos hacer (y ahí sí que debe intervenir la academia utilizando la escoba para limpiar) es decir “week end” cuando tenemos en nuestro idioma la expresión “fin de semana”.
            Y podemos acabar con una anécdota; una anécdota que retuerce pragmáticamente las palabras para crear un efecto cómico. Camilo José Cela, siendo diputado, se durmió un día en el parlamento. “¡Que está usted dormido, don Camilo!”, le dijo alguien increpándolo. “No estoy dormido, estoy durmiendo”, le contestó él. “¿Y qué diferencia hay entre estar dormido y estar durmiendo?”, le espetó el otro. “La misma que entre estar jodido y estar jodiendo”. Si quien habla quiere introducir en las palabras una variante nueva, por supuesto que está en su derecho de hacerlo. Al fin y al cabo el protagonista de las palabras es el pueblo: no la academia.





viernes, 9 de febrero de 2018

LA FALACIA NATURALISTA

 APUNTES DE FILOSOFÍA (1) 



LA FALACIA NATURALISTA


             Hume es conocido, entre otras cosas, por haber descubierto la falacia naturalista. Una falacia es un error en el razonamiento: la falacia naturalista consiste en confundir el ser con el deber. A veces hacemos afirmaciones sobre cómo son las cosas y de repente, sin apenas darnos cuenta, acabamos diciendo cómo tienen que ser; esto se puede entender de varias maneras.
            Primero: empiezo diciendo que un perro es un animal carnívoro y acabo diciendo que lo que tiene que hacer un perro es comer carne; porque siempre ha sido así y he deducido que siempre tiene que seguir siéndolo, y si un día lo veo comer hierba me empeñaré en quitársela y lo obligaré a comer carne, que es lo suyo.
            Segundo ejemplo: las mujeres siempre se han ocupado de las labores del hogar, y si alguna se empeña en trabajar fuera de casa yo estoy en mi derecho de prohibírselo; una mujer está para ser mujer de su casa, no para estar en oficinas y fábricas y dejar el hogar desatendido.
            Tercer ejemplo: La balada de Narayama es una película de Shohei Imamura. En ella se ve cómo, en una aldea japonesa, a la gente se le caen los dientes cuando se hace vieja, más o menos en torno a los sesenta años. Hay una mujer que, llegada a esa edad, todavía conserva sus dientes en perfecto estado; pero su deber es quedarse desdentada porque siempre ha sido así, y así tiene que seguir siendo para siempre; entonces la mujer, para no ser rechazada, se rompe los dientes contra una piedra; es la única forma que tiene de seguir siendo aceptada dentro de la aldea.
            Cuarto ejemplo: el agua hierve a cien grados. He calentado un litro de agua y he observado que a esa temperatura no ha arrancado a hervir; entonces pienso que hay un error en algún sitio, repito numerosas veces la experiencia y varío las circunstancias para que el agua se comporte como debe comportarse.
            En el primer y último ejemplo vemos que si la naturaleza es de una manera, no puede ser de otra; un perro debe comer carne o de lo contrario no es un perro; el agua debe hervir a cien grados o de lo contrario, o no es agua, o hay algún error en alguna parte. Este deber comportarse como esperamos que se comporten las cosas es una necesidad física, no una necesidad moral; los perros deben comer carne porque ésa es su naturaleza, no porque sea su obligación; y como la naturaleza no puede violarse nunca porque nunca admite excepciones, es imposible que podamos ver tragar hierba a ningún perro; de hecho descubriremos algún día que el perro no traga hierba para alimentarse, sino para purgarse.
            Lo mismo pasa con la ebullición. Hemos observado que el agua siempre ha hervido a cien grados, pero después hemos descubierto que la relación entre la temperatura, la presión y el volumen debe mantenerse constante: de modo que si comprimimos el agua por encima de la presión atmosférica disminuirá el volumen o aumentará la temperatura. Si calentamos agua en una cumbre montañosa a dos mil metros de altitud disminuirá la presión atmosférica, y por lo tanto deberá bajar también la temperatura de ebullición: eso es lo que sucede. La observación espontánea debe ser completada con la ley de los gases perfectos.
            Pero el segundo y tercer ejemplos no enuncian leyes de la naturaleza: si las mujeres se han ocupado hasta ahora del hogar no es porque hayan nacido para ello, sino porque nos hemos acostumbrado a ello y muy bien podremos, si queremos, empezar a cambiar de costumbre; de modo que si yo pienso en una mujer no estoy pensando necesariamente en un ama de casa, porque ésa no es su naturaleza; como tampoco está en la naturaleza del hombre trabajar fuera de casa no más que trabajar en ella; que una mujer haya sido hasta ahora ama de casa no quiere decir que tenga que serlo siempre, y a esa confusión del ser con el deber moral es a lo que llama Hume falacia naturalista. El deber corresponde aquí a un “ought”.
            Lo mismo pasa con los dientes de los viejos: la naturaleza que hace que se les caiga no los condena a rompérselos si a alguno, llegado a los sesenta, no se le han caído.
            Ése es el gran descubrimiento de Hume. La falacia naturalista nos avisa de que no debemos confundir todo lo que pasa con fenómenos naturales, porque hay fenómenos sociales que nada tienen que ver con la naturaleza: muchas veces se repiten situaciones de opresión que, no por haber sido siempre así, van siempre a tener que serlo; denunciarlas como ejemplos de falacia naturalista es el primer paso para salir de la opresión; y liberarse las mujeres del peso que las oprime; y los viejos.

 


viernes, 2 de febrero de 2018

EL CANTE JONDO



EL CANTE JONDO


            La oscuridad no era de azabache. Era una oscuridad sin brillo, de un negro seco; tosco como la garganta del cantaor, quebrado como las voces rotas, más allá del corazón: quejíos de allende el pecho; pozo sin fondo de los impulsos más primarios, instintos atávicos. Y en esa tosca negrura, lecho elemental, yace el aliento áspero (papel de periódico) que dice lo importante: no el papel brillante de las vanas revistas, que ciega con su brillo para no ver lo cierto. Lo tosco, lo auténtico, lo simple, es lo trascendente; no el brillo azabache de las hojas que hipnotizan; que lo resuelven todo en apariencias, y lo disuelven en la niebla, y que se esfuma en vanidades.
            Era un cielo negro de sombras invisibles. Tiniebla sin brillo, fondo sin forma, figuras sin perfiles, mentiras y verdades. Una cabeza negra, una figura siniestra, una cabeza con cuernos: la figura del minotauro. Tal los ojos de un gato, el iris fosforescente y la pupila dilatada abren un túnel sobre las cosas, y las absorben en un agujero negro; allí van las realidades, y los sueños, navegando en el tiempo, como un barquito velero, regresando a Camarón: un remolino de boca horrible (tal la espuma de Caribdis, el aliento de Escila).
            El minotauro. Un toro siniestro hiende las tinieblas, un relieve en la noche, apenas esbozado en la penumbra, una amenaza. El cielo es un laberinto y sus caminos angostos lo llenan todo de serpientes; miles de serpientes cruzándose, miles de nudos donde se pierde el conocimiento, telaraña de la voluntad, red de los pasos perdidos, prisión de la esperanza. En el laberinto se enredan las mentes turbias, el entendimiento oscuro, la sencillez atascada en obsesiones, la memoria atrapada en los esquemas, los prejuicios enturbiando el horizonte, la bondad que se nubla en la ignorancia. Gloria, perdida en los caminos como un mar de los sargazos, patina en telarañas pegajosas, nudos y nudos de lianas, los caminos del laberinto, las sendas atascadas, las vías sin salida, las pistas falsas. Miles de prejuicios en su mente atenazada. Sus retinas confundidas, sus oídos desorientados, sus manos perdidas en pieles engañosas, con el tacto cambiado. Sus prejuicios, como nudos, atan la salida de los juicios que se forman en su mente, separando las premisas y las conclusiones; y las razones se quedan paralizadas, los argumentos patinan, el sentimiento naufraga en un mar de arrecifes donde se confunden las emociones más evidentes, los instintos más naturales, los impulsos más claros. Todo es un mar revuelto en la mente de Gloria, y hasta su nombre, que es radiante, le está pareciendo ahora una nube de barro.


            El toro es el signo del destino, que viene inexorable, prefigurado en lo que somos, en las fuerzas que nos arrastran. Unas veces la razón, otras los prejuicios; a veces sin corazón, otras descorazonados. El toro. La sombra del minotauro. Estamos perdidos en el laberinto y necesitamos salir de  él: para eso necesitamos un hilo; un hilo de Ariadna. Y cuando llegamos necesitamos todo nuestro corazón para armarnos de valor, para derrotarlo. Para que el minotauro desaparezca ya de nuestras vidas. Para destruir los motivos de nuestra desgracia, y las rigideces de nuestra mente, que son barreras y hay que saltarlas.


            El amor. El destino. La muerte; que es lado contrario de la vida, y nos arrastra. O la arrastramos. Tres fuerzas irresistibles. Tres temas universales. Tres cosas elementales. Por ser lo más importante lo tenemos ante los ojos, y no lo vemos. Por eso es lo más profundo. De las profundidades del alma, como fuerzas elementales, emergen con dolor a la superficie. Brotan a los labios como una queja; el quejío del cantaor, el cante jondo; las profundidades del alma, los abismos insondables, las fuerzas irresistibles. Salen a la luz con la voz quebrada. Su ímpetu pugna en la garganta, choca con la laringe, rompe las cuerdas. No, no son fuerzas capaces de ser atadas: rompen la voz y la voz se quiebra, se desgarra. La voz sale a la superficie como un quejío. El grito, cuando es arrastrado por la voz, se rompe: la voz del flamenco no puede ser perfecta, tiene que estar cascada. Y como no cabe en la laringe (porque las cuerdas se le rompen), tampoco cabe en el pentagrama: se rompen sus cinco líneas y las notas se pierden, se alejan, se escapan. El cante jondo no puede estar atado. Se rompen las voces del pentagrama y es como la música hindú o el jazz, música que no se puede escribir porque es libre; se escribe su esqueleto, su ritmo, su melodía; pero las rigideces de las voces no son cante jondo como el esqueleto no es la carne; el cante jondo es libertad: por eso nace roto. La música atada es bonita, y el cante jondo no puede ser bonito: es rudo, tosco, quejumbroso, de voces sueltas que suben por el tiempo, ad libitum, sólo esa voz grave, callada y rota (más que voz es un quejío), puede hacer algo más que hablar del amor: lo vive. Las otras voces hablan del amor. No el cante jondo, porque es eso: jondo, profundo. Las otras canciones se quedan en la superficie. Y el quejío que desgarra el aire puede, hiriendo el cielo con su flecha rota, herir y derrotar al minotauro.
            Natalia era un quejío que no salía de su boca. Ingrid sólo hablaba del amor: ella lo vivía. Pero lo vivía desde su profunda ignorancia. El cante jondo es sabiduría. Por eso la voz de Natalia era burda, pero no ruda: no se quebraba. La queja de Natalia salía de las profundidades, pero ella no la comprendía. No podía encerrar en un pentagrama lo que sentía, pero tampoco sabía cantarlo. Su madre, en cambio, estaba llena de pentagramas, pero sólo Ingrid conocía sus canciones: mas como no las sentía en carne propia su voz no se rompía; no era un quejío. Ingrid no sentía por impulso, sino por simpatía. Ni Gloria, ni Ingrid, ni Natalia podían acercarse a las profundidades del cante. Derrotar al minotauro. Soltar la palabra viva.
            Hasta que se acordó de su pasada lejanía. De la sinfonía inacabada. Del tiempo entrecortado. Se acordó de Delibes, de Lola Herrera, del hastío. Y le vino de aquellos tiempos un quejío. La voz, rasgándole las entrañas, le atravesó el pecho y se rompió en su garganta. Fue auténtica. Natalia, estremecida por su pureza, se asomó al abismo. Desde allí tocó el vértigo los sones del flamenco. La voz rota, el sentimiento puro, las profundidades del alma. Habló del amor que sintió, el amor que retenía a Natalia. Y entonces Natalia sintió el dolor convertido en arte: había derrotado al minotauro. Con Ingrid, que había sabido sentir con ella. Y fue el triunfo del amor, la vida sobre la muerte, la libertad sobre el destino. Fue vencer a la fatalidad, hundiéndose en la superficie, hasta lo profundo. Ése fue el poder curativo del cante. Del cante jondo. De lo sublime de la garganta.