viernes, 2 de febrero de 2018

EL CANTE JONDO



EL CANTE JONDO


            La oscuridad no era de azabache. Era una oscuridad sin brillo, de un negro seco; tosco como la garganta del cantaor, quebrado como las voces rotas, más allá del corazón: quejíos de allende el pecho; pozo sin fondo de los impulsos más primarios, instintos atávicos. Y en esa tosca negrura, lecho elemental, yace el aliento áspero (papel de periódico) que dice lo importante: no el papel brillante de las vanas revistas, que ciega con su brillo para no ver lo cierto. Lo tosco, lo auténtico, lo simple, es lo trascendente; no el brillo azabache de las hojas que hipnotizan; que lo resuelven todo en apariencias, y lo disuelven en la niebla, y que se esfuma en vanidades.
            Era un cielo negro de sombras invisibles. Tiniebla sin brillo, fondo sin forma, figuras sin perfiles, mentiras y verdades. Una cabeza negra, una figura siniestra, una cabeza con cuernos: la figura del minotauro. Tal los ojos de un gato, el iris fosforescente y la pupila dilatada abren un túnel sobre las cosas, y las absorben en un agujero negro; allí van las realidades, y los sueños, navegando en el tiempo, como un barquito velero, regresando a Camarón: un remolino de boca horrible (tal la espuma de Caribdis, el aliento de Escila).
            El minotauro. Un toro siniestro hiende las tinieblas, un relieve en la noche, apenas esbozado en la penumbra, una amenaza. El cielo es un laberinto y sus caminos angostos lo llenan todo de serpientes; miles de serpientes cruzándose, miles de nudos donde se pierde el conocimiento, telaraña de la voluntad, red de los pasos perdidos, prisión de la esperanza. En el laberinto se enredan las mentes turbias, el entendimiento oscuro, la sencillez atascada en obsesiones, la memoria atrapada en los esquemas, los prejuicios enturbiando el horizonte, la bondad que se nubla en la ignorancia. Gloria, perdida en los caminos como un mar de los sargazos, patina en telarañas pegajosas, nudos y nudos de lianas, los caminos del laberinto, las sendas atascadas, las vías sin salida, las pistas falsas. Miles de prejuicios en su mente atenazada. Sus retinas confundidas, sus oídos desorientados, sus manos perdidas en pieles engañosas, con el tacto cambiado. Sus prejuicios, como nudos, atan la salida de los juicios que se forman en su mente, separando las premisas y las conclusiones; y las razones se quedan paralizadas, los argumentos patinan, el sentimiento naufraga en un mar de arrecifes donde se confunden las emociones más evidentes, los instintos más naturales, los impulsos más claros. Todo es un mar revuelto en la mente de Gloria, y hasta su nombre, que es radiante, le está pareciendo ahora una nube de barro.


            El toro es el signo del destino, que viene inexorable, prefigurado en lo que somos, en las fuerzas que nos arrastran. Unas veces la razón, otras los prejuicios; a veces sin corazón, otras descorazonados. El toro. La sombra del minotauro. Estamos perdidos en el laberinto y necesitamos salir de  él: para eso necesitamos un hilo; un hilo de Ariadna. Y cuando llegamos necesitamos todo nuestro corazón para armarnos de valor, para derrotarlo. Para que el minotauro desaparezca ya de nuestras vidas. Para destruir los motivos de nuestra desgracia, y las rigideces de nuestra mente, que son barreras y hay que saltarlas.


            El amor. El destino. La muerte; que es lado contrario de la vida, y nos arrastra. O la arrastramos. Tres fuerzas irresistibles. Tres temas universales. Tres cosas elementales. Por ser lo más importante lo tenemos ante los ojos, y no lo vemos. Por eso es lo más profundo. De las profundidades del alma, como fuerzas elementales, emergen con dolor a la superficie. Brotan a los labios como una queja; el quejío del cantaor, el cante jondo; las profundidades del alma, los abismos insondables, las fuerzas irresistibles. Salen a la luz con la voz quebrada. Su ímpetu pugna en la garganta, choca con la laringe, rompe las cuerdas. No, no son fuerzas capaces de ser atadas: rompen la voz y la voz se quiebra, se desgarra. La voz sale a la superficie como un quejío. El grito, cuando es arrastrado por la voz, se rompe: la voz del flamenco no puede ser perfecta, tiene que estar cascada. Y como no cabe en la laringe (porque las cuerdas se le rompen), tampoco cabe en el pentagrama: se rompen sus cinco líneas y las notas se pierden, se alejan, se escapan. El cante jondo no puede estar atado. Se rompen las voces del pentagrama y es como la música hindú o el jazz, música que no se puede escribir porque es libre; se escribe su esqueleto, su ritmo, su melodía; pero las rigideces de las voces no son cante jondo como el esqueleto no es la carne; el cante jondo es libertad: por eso nace roto. La música atada es bonita, y el cante jondo no puede ser bonito: es rudo, tosco, quejumbroso, de voces sueltas que suben por el tiempo, ad libitum, sólo esa voz grave, callada y rota (más que voz es un quejío), puede hacer algo más que hablar del amor: lo vive. Las otras voces hablan del amor. No el cante jondo, porque es eso: jondo, profundo. Las otras canciones se quedan en la superficie. Y el quejío que desgarra el aire puede, hiriendo el cielo con su flecha rota, herir y derrotar al minotauro.
            Natalia era un quejío que no salía de su boca. Ingrid sólo hablaba del amor: ella lo vivía. Pero lo vivía desde su profunda ignorancia. El cante jondo es sabiduría. Por eso la voz de Natalia era burda, pero no ruda: no se quebraba. La queja de Natalia salía de las profundidades, pero ella no la comprendía. No podía encerrar en un pentagrama lo que sentía, pero tampoco sabía cantarlo. Su madre, en cambio, estaba llena de pentagramas, pero sólo Ingrid conocía sus canciones: mas como no las sentía en carne propia su voz no se rompía; no era un quejío. Ingrid no sentía por impulso, sino por simpatía. Ni Gloria, ni Ingrid, ni Natalia podían acercarse a las profundidades del cante. Derrotar al minotauro. Soltar la palabra viva.
            Hasta que se acordó de su pasada lejanía. De la sinfonía inacabada. Del tiempo entrecortado. Se acordó de Delibes, de Lola Herrera, del hastío. Y le vino de aquellos tiempos un quejío. La voz, rasgándole las entrañas, le atravesó el pecho y se rompió en su garganta. Fue auténtica. Natalia, estremecida por su pureza, se asomó al abismo. Desde allí tocó el vértigo los sones del flamenco. La voz rota, el sentimiento puro, las profundidades del alma. Habló del amor que sintió, el amor que retenía a Natalia. Y entonces Natalia sintió el dolor convertido en arte: había derrotado al minotauro. Con Ingrid, que había sabido sentir con ella. Y fue el triunfo del amor, la vida sobre la muerte, la libertad sobre el destino. Fue vencer a la fatalidad, hundiéndose en la superficie, hasta lo profundo. Ése fue el poder curativo del cante. Del cante jondo. De lo sublime de la garganta.




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