viernes, 30 de marzo de 2018

EL OJO DE DIOS



         A una distancia de años luz, en algún lugar del espacio, existe una nebulosa extraña; los astrónomos la llaman “el ojo de dios”. Parece que nos está mirando.
         En homenaje a Stephen Hawking.
  


EL OJO DE DIOS

 

¡Cantad, musas, la cáscara del cielo! ¡Cantad las bóvedas oscuras que envuelven nuestra nuez! Un día estallaron en la mente de los pueblos y se abrió el mundo. Penetró la vista en los abismos del cielo y se hundió en las tinieblas; se llenó todo de explosiones de historia, de poesía, fue carne preñada de verbo. ¡Calíope, Euterpe, cantad para mí! ¡Arrancad la música escondida en el espacio y traedla a mis oídos, donde vendrá la palabra, arrancada de los pozos del universo, preñada de tiempo en la placenta de la eternidad! Allá en el espacio mira, desde un fondo sin límite, la pupila celeste y extraña; la mirada rodeada de colores; el polvo perdido en el espacio; el ojo de dios.
¿Es nube de historia o corazón de galaxia? ¿Poética sin fondo o palabra sin decir? ¿Es música, es voz en el insondable silencio? ¿Es vida, es cuerpo, espíritu sin carne, o es carne sin cuerpo? ¿Es la voz de la carne o es la carne de un silencio? ¿El tremendo silencio del espacio en el que brilla, como un globo, la mirada de dios? ¿Es voz sin palabra la insondable nebulosa, es música, es aire, una mancha variopinta plantada en un ojo del universo, un hueco del espacio en los espacios del tiempo, un pozo del ser? En sus confines late como un poema la música del caos, los albores del tiempo, la cuna del espacio, Ginungagap.
Cantad, musas, la tremenda historia brotada en el seno de la poesía. Cantad los albores del tiempo, los orígenes del ritmo y el canto, la voz que fue vida y mientras lo era ya era palabra; de ella salimos todos, y cuando no habíamos nacido aún no estábamos allí para oírla, pero ya era, ya estaba, y estaba fuera del tiempo, ya existía. En las tinieblas brilla con bellos colores la mítica galaxia, la nebulosa misteriosa, la voz inefable y la extraña presencia, el ojo de dios.
El ojo de dios es una nebulosa que flota en el espacio en uno de sus confines. En uno de sus agujeros, en un universo sin límites, en un patio sin esquinas, sin arriba ni abajo ni superficie ni profundidad. Allí, en ese espacio negro, brotan como miles de flores los agujeros del tiempo, los extraños huecos del espacio, como agujeros negros, los pozos del ser. Son miles de fuentes de historia y poesía, y de ellas salen millones de gusanos, vientos erigidos como túneles del tiempo, música silenciosa, porque no estábamos nosotros para oír. Allí, en el ojo de dios, está la palabra. Y en millones de manantiales que brotan de nubes de espuma más allá de la cáscara del cielo, más allá de los confines del mundo, donde la bóveda duerme con su luz celeste, una cápsula en las tinieblas, nuestro planeta enquistado en el mundo, el sistema solar.
¡Cantad los violines del universo! ¡Cantad las cuerdas que vibran y en su vibrar construyen los átomos, los puntos de materia surgidos del espacio, electrones y bosones, los gluones, los quarks! ¡Ahí, ahí estamos nosotros envueltos de cielo! ¡Allí encapsulados, dormidos en la cáscara, aislados en el mundo, insensibles al dolor! Incapaces de sentir vibraciones, pero vibrando y sintiendo aún como cuerdas, no como seres humanos; dormidos en el tiempo, perdidos en el espacio, antes de nacer.
Cantad, musas, la fuente de poesía donde brotó la historia. El mundo sin espacio, el mundo sin tiempo, la vida y la palabra, el huevo del cosmos, el caos sin forma: Ginungagap. Cantad el tiempo donde no vive el tiempo, la vida sin cuerpo que fue cuerpo vivo antes de ser; la carne del verbo donde brotará todo, un cuerpo de música, pero cuerpo sin cuerpo, cantad a la vida: ¡cantad!




viernes, 23 de marzo de 2018

NASCITURUS



NASCITURUS
  

            Hubo un tiempo en que el aborto empezó a ser considerado una conquista. Los métodos anticonceptivos estaban prohibidos, o condenados por las iglesias, o eran inaccesibles al bolsillo de la gente humilde; se tenían hijos sólo por hacer el amor y uno no se podía organizar, no podía planificar su vida familiar, no era dueño de su destino; además, la naturaleza ha hecho a los hombres sacos errantes de esparcir semillas, y a las mujeres cuerpos ocupados donde los embriones crecen; el hombre, como el pájaro, deja su carga y se va; la mujer queda, como la anémona, plantada en el suelo custodiando esa carga que se hace dueña de ella durante nueve meses; el hombre carga y la mujer queda cargada; el hombre es como la pala que saca la tierra trozo a trozo; la mujer, como un carro que debe soportar esa carga hasta que la naturaleza la vacíe de su peso y la saque fuera; el hombre nunca deja de ser dueño de sí mismo (la mujer debe dejar de ser dueña de su vida para pasar a cuidar de otra vida que manda en ella); si los meses de embarazo pueden llenar de ilusión los corazones, también interrumpen los trabajos, laminan los estudios, destruyen los proyectos.
            La naturaleza nos ha hecho así. El hombre es un cuerpo que pasa y la mujer un cuerpo que queda: poblado por un ser que se ha instalado en ella pues crear vida es, para el hombre, soltar su ser y para la mujer, recibirlo como un inquilino. El niño que va a nacer es una carga que pesa sobre su vientre, que le come la comida, le martiriza la espalda, le absorbe su calcio y debilita sus huesos; el ser que va a nacer es como un vampiro que chupa las energías de la madre y la deja débil; lastra su cuerpo haciéndolo pesado como le pesan al porteador los fardos que transporta. Sujetad una piedra que pesa unos kilos, soportad su peso; caminad con ella a todas partes y al final del día notaréis, como quien no quiere la cosa, que os habéis cansado bajo ella: así vive la mujer con esa carga.
            La naturaleza ha decidido por ella. La vida cotidiana es un montón de cosas que hacemos por voluntad propia, otras las hacemos porque nos mandan (el médico, el trabajo, el maestro), y otras porque nos manda la naturaleza (engendrar a los niños, criarlos, estar vivos). Muchas de ellas nos obligan a aplazar proyectos, viajes, ilusiones; a la mujer la naturaleza la ha obligado a aplazar muchas cosas durante nueve meses; y luego, para dar el pecho, unos meses más; y otros para recuperarse; durante años vive media libertad porque la otra media se la ha llevado el hijo; es cierto que, si el hombre invirtiese la otra media que le corresponde, la servidumbre de ser padres quedaría reducida a la cuarta parte; pero en muchos hogares no es así y el hombre conserva toda su libertad en la mujer, que la pierde toda; así son las cosas en muchos sitios; así han sido durante mucho tiempo; así dejarían de ser si las cosas fueran como tienen que ser, si ser padres no fuera trabajar una de criada y otro de patrón, sino siempre hacer del trabajo una tarea compartida.


            Afortunadamente la naturaleza ha puesto el sentimiento. Allí donde están las tareas más ingratas están también las emociones más hondas. Parir es desgarrar la carne entre dolores y al mismo tiempo la más maravillosa de las experiencias. Pero la sociedad no ha puesto sentimiento en el sufrir. La mujer que vive explotada por su familia no siente la explotación como plenitud, ahí está el problema: que la misma mujer que sufre con resignación, con espíritu de sacrificio, la maravilla que supone concebir y dar la vida: esa misma mujer no soporta los sinsabores del sufrimiento que le produce la falta de resignación de su marido; el sufrimiento natural es un regalo, el que nos impone la sociedad es un castigo. La maravilla de sufrir por los hijos se convierte en una renuncia; la renuncia del hogar cuando no es hogar, sino cárcel.
            Por eso se empezó a pensar en el aborto como una liberación. No es que dar la vida sea una condena, pero estar atada a un ídolo es sufrir una condena a cadena perpetua; no hay ninguna alegría que te sirva de compensación por estar en la cárcel. Tu cuerpo es libertad en su sufrimiento, divino tesoro; tu casa es esclavitud en su alegría, horrible miseria. Luego están las violaciones. Violar a una mujer no es dar la vida sino utilizar su cuerpo; el violador decide disfrutar y la mujer, convertida en cosa, no puede ni siquiera dar su opinión; y encima carga para siempre, si prende la semilla, con el fruto que no ha buscado de una relación que tampoco ha querido. La ley del péndulo lleva las cosas al lado contrario: de parir sin decidir al “nosotras parimos, nosotras decidimos”; uno no es dueño de su vida cuando, atormentado por las pasiones poderosas, busca al sexo opuesto para desahogarse: no para procrear. Eso también  les pasa a las mujeres. Deberían poder decidir cuándo quieren tener un niño y cuándo, sencillamente, se quieren aliviar. En la violación está claro que no quieren ni lo uno ni lo otro. Pero en la administración de su propia vida deberían elegir.
            Para eso se inventaron los métodos anticonceptivos. Una educación insana los ha condenado como pecaminosos. Pero si dios ha inventado la templanza para comer sin abusar y seleccionar el momento en que debemos comer unas cosas y no otras; si el médico está para prescribirnos cuándo debemos comer verdura y cuándo carne: ¿no ha de decir lo mismo el médico del erotismo? Si debemos ordenar nuestra vida para disfrutar comiendo sin caer en la gula, ¿no vamos a poder ordenarla para disfrutar en la sexualidad sin caer en la procreación? Los alimentos sirven para dos cosas: para nutrirnos y para gozar; y la templanza consiste, seguramente, en ajustar la nutrición con el placer. También el erotismo sirve para procrear y disfrutar; y si la lujuria es procreación esclavizada en el goce, la represión es el goce esclavizado en el procrear; seguramente la castidad sea un ajuste razonado, liberando placer y felicidad, sentimiento y sensación, entre el instinto de disfrutar y el de procrear, reservando una ocasión para cada cosa; y buscando siempre el momento propicio: su kairós. Si dios es bueno no puede haber convertido la naturaleza en un pecado. No nos ha dado un cuerpo para condenarlo después porque si lo condenara se condenaría a sí mismo. Digo yo.


            Pero si el mundo nos ha condenado a procrear cada vez que gozamos, es evidente que estamos atentando contra la ley de dios; el colmo de lo perverso es poner en boca de dios lo que sólo ha podido salir del ser humano; porque dios nos ha hecho naturaleza y quien va contra la naturaleza va contra él. Y él ha puesto en nuestro cuerpo instintos sexuales imposibles de reprimir sin castigar artificialmente (y por tanto de manera perversa) a nuestro cuerpo; que no se diga que reprimir nuestra libido y lavar nuestra conciencia a costa de ensuciar nuestro inconsciente ha podido ser obra de dios; él nos ha creado para que vivamos sanos, y no cabe en ningún espíritu que nos haya querido dar armas para enfermar.
            Aberrante es la represión de la naturaleza: perversión. Condenadas a no sentir placer sino a dárselo a sus maridos, las mujeres están condenadas también, a la vez que le satisfacen, a procrear; y ni viven la sexualidad con agrado ni viven con agrado la maternidad. La única salida para esta prisión sin puertas es el aborto. Pero el aborto, que es la liberación de la mujer cuando ser madre es una cárcel, para el niño es un cautiverio. Primero porque le quitamos la vida; y luego porque le hacemos sufrir. Abortar es arrancar el feto al útero, donde está firmemente implantado; y después despedazarlo, aspirar con fuerza para sacarlo de allí. Todavía no es un niño, sino un feto; ha dejado de ser embrión. ¿No sufre con esas cosas? ¿Qué diríamos si le hicieran lo mismo a un recién nacido? ¿No se nos removería la conciencia? Lo triste es que no podemos darles la razón a los antiabortistas: ellos que, tan celosos de proteger la vida del no nacido, no tienen ningún problema en atentar contra la vida del que ha nacido ya; muchos están a favor de la pena de muerte, semejantes a aquellos antitaurinos que, preocupados por la vida de los toros, desprecian la de los toreros; ¡como si un hombre valiera menos que un toro! Así que comparan el aborto con la bomba atómica pero no con la silla eléctrica: como si hubiera gente que mereciera morir, que no es la gente por la que vale la pena luchar, según ellos.
            Pero no es ése el único problema que plantea el aborto. También está el dominio del cuerpo. “Nosotras parimos, nosotras decidimos”, dice la propaganda. El cuerpo es la propiedad de la mujer. Su útero. Y lo que tiene dentro. Pero el feto también tiene cuerpo y debería ser propiedad del feto, que todavía no tiene la posibilidad de decidir; no de la madre, que decide por él. Pero es que ni siquiera creo que seamos propietarios de nuestro cuerpo. “Mi cuerpo es mío”, dicen los alumnos en ética; “yo hago lo que quiero con él”. Ya. Igual que un kilo de fruta: como yo lo he pagado, si quiero me lo como y si no lo tiro; nadie puede impedirme que me suicide si quiero, porque en mi vida mando yo.
            Sabio era, desde luego, Laín Entralgo. Porque, como gustaba de decir, yo no tengo cuerpo sino que soy mi cuerpo. Mi cuerpo no es mi propiedad, yo no puedo hacer con él lo que quiera, tengo la obligación de respetarlo porque respetándolo a él me respeto a mí. Así que no tengo derecho a decidir en contra de mi cuerpo. Ni tampoco del cuerpo de los demás. Ni siquiera de los que están en nuestro cuerpo instalados. “Nosotras parimos, nosotras decidimos”: no hay mayor falsedad. Ser dueños de nuestro cuerpo es confundir la naturaleza con la economía, y es que la economía es un modelo del que queremos calcarlo todo. Pero ni amar es dar amor a cambio de recibirlo ni solidaridad es dar ayuda para que luego te la devuelvan; amar es dar sin pedir, ser generoso también; y ser felices viendo felices a los demás: pensar lo contrario es tratar el amor como una mercancía, que yo sólo te quiero a ti si tú me quieres: pero las cosas no son así.
            La vida no es la propiedad de nadie. Todos los niños tendrían que nacer. Eso sí, que una sociedad puritana no ponga trabas a nuestra libertad robándonos los anticonceptivos; y que ninguna madre tenga que criar a un hijo cuando ha nacido sin su permiso. La solución está en educar: mucha educación; para amar a los niños. Y una buena organización de guarderías para mimar a todos los niños que han nacido sin pedirles permiso a sus padres; quién sabe, quizá en un futuro, tal vez cuando las circunstancias hayan cambiado, los padres quieran buscar a esos hijos que en su momento no pudieron criar. El Estado, que se hace cargo de los niños, ama a los que aún no han nacido y a esos padres que no los pudieron atender. Ésa sería una solución amorosa; de lo contrario a las madres, cuando las ha sorprendido la vida, no les quedaría otra salida que abortar.






viernes, 16 de marzo de 2018

A VUELTAS CON EL AMOR




A VUELTAS CON EL AMOR


            No es la primera vez que me acerco al significado de esta palabra. Tampoco será la última. La psicología de Maslow me sugiere algunas ideas que pueden ser fecundas y que intentaré desarrollar ahora, pero nunca he entendido bien lo que Maslow quería decir aunque lo dijera de manera sugestiva; lo tomaré, pues, como punto de partida y desarrollaré puntos de vista que sería injusto atribuirle a él, aunque se le acerquen mucho; cuanto aquí se vierte es, pues, fruto de mi propia reflexión; pero debo reconocerle a él la paternidad de las líneas maestras.
            Podría decirse que el amor es un árbol cuya raíz es el cuerpo y cuyo follaje es el espíritu. Por cuerpo entiendo materia bruta; por espíritu, materia elaborada; el cuerpo tiende a conservarse encerrándose en la rigidez, que pesa; el alma son las formas que, lejos de hacerse duras, se vuelven ligeras y vuelan. Pues bien, las raíces donde crece el amor son nuestras necesidades primarias: comer, beber, dormir, abrigarse, copular… ¿Se imagina alguien a dos enamorados que no tengan abrigo ni pareja ni comida? No. Por eso dice el refrán: contigo pan y cebolla. La palabra latina “amor” está relacionada con la raíz indoeuropea “*amma” (en nuestro caso “mama”), que es la voz con que los niños llaman a la madre; la madre da el alimento, el sueño, el calor, todo el sustrato material que el bebé necesita para desarrollarse; de hecho, el vocablo “mater” significa también materia y madera. Podríamos decir, pues, que donde no hay materia no crece el espíritu, del mismo modo que donde no hay fuego no puede haber humo. Dice el refrán popular: donde no hay mata no hay patata. La raíz le suministra a la planta la sustancia nutricia para poder crecer, y amar, en ese primer sentido, es satisfacer las necesidades biológicas más primitivas del ser humano; hay padres cuya única forma de amar a sus hijos es darles comida, cama y dinero; y darles todo lo que les piden es para ellos darles todo; no entienden que querer a los hijos pueda ser algo más.
            Pero claro, no basta con que el alimento llegue hoy a la raíz: hace falta tener la seguridad de que mañana también llegará. Sería difícil que fructificara el amor en un lugar inseguro, y por tanto desprotegido, donde cada día es una incógnita sobre lo que nos deparará el futuro. La seguridad de que comeremos mañana la da el hogar: un hogar es ese sitio donde hay calor, descanso, protección y comida. Dos amantes no cultivan su amor cuando les falta agua, comida o sexo, pues donde no hay sexo no hay pareja que se ama (y entonces si se ama no es precisamente como pareja): es que quien presume de amor platónico, puro y sin sensualidad, muchas veces no quiere de verdad; el amor requiere contacto, siempre he tenido la duda de qué clase de amor era el que sentía Pascal por su sobrina: reprimido en una visión puritana de la religión, sin un beso, sin un acercamiento, sin una caricia; aquí no estamos hablando de tocamientos sexuales, que no vienen al caso, por supuesto, sino de caricias puras y tiernas. En cierta ocasión un viejo militante materialista presumía de que en su casa nadie se besuqueaba ni se andaba con zalamerías, pero todos se querían mucho; siempre dudé del cariño que crece con miedo al cuerpo: ¿puede ser amor verdadero? ¿Puede haber amor done no hay manifestaciones de cariño? También entra en crisis el amor cuando el futuro se hace incierto porque nos han quitado nuestra casa o nos hemos quedado en paro; o cuando vivimos amenazados por las persecuciones, donde se arriesga nuestra vida, la de los seres que queremos o, simplemente, nuestra supervivencia.


            Lo mismo que no hay edifico sin cimientos tampoco hay amor sin alimento; ni sin seguridad ni sin estabilidad; pero, al igual que los cimientos no son todo el edificio, tampoco podemos decir que el amor se reduzca solamente a comer y tener un hogar; esas cosas son necesarias, pero no suficientes. ¿Qué cosas, pues, le hacen falta al amor?
            El tronco del amor es el afecto. El bebé que mama, bebe, duerme, se siente seguro y vive confortablemente, morirá con toda probabilidad si su madre o su familia no le dan cariño. Y ¿qué es el cariño? Es el sentimiento de pertenecer a un grupo del que podamos decir que es nuestro hogar. El niño es feliz con sus padres, el joven con sus amigos y, como el adulto, también con su instituto, su universidad, su pueblo, su barrio o su equipo de fútbol. Pocas cosas saben tan mal como sentirse marginado. El ostracismo, la excomunión, el acoso, la prisión, son experiencias desgraciadas. Hay una película que se titula “Solo en casa” y otra cuyo título es “El niño rico”: en ambas se ve que los protagonistas tienen de todo en lo material, pero les falta el cariño; y no son niños felices; los niños pobres con casa y familia son más afortunados que los niños ricos que tienen casa, pero no tienen familia. Por las mismas razones solemos desplegar nuestras iras por defender lo nuestro. Amar es, así, arropar a la tribu que nos arropa, aunque lo que estemos protegiendo sean abusos e injusticias.
            El tronco es necesario, una persona satisfecha que no le tuviera apego a nada viviría siempre en el desasosiego. Pero de él salen las ramas donde brotan las hojas que corrigen sus defectos: en esas hojas está el valor de nuestras obras, la fuerza de nuestro trabajo, el vigor de nuestro sacrificio, el mérito; el amor a los nuestros se refuerza en el mérito que les reconocemos a todos, y entonces ya es amor crítico; no es sólo afecto, es también la estima que tenemos de nosotros mismos, pero no la que imponemos ni la que nos regalan sin merecerlo, sino la que nosotros mismos hemos conquistado con nuestro esfuerzo. El honor mal entendido es la fama, la soberbia, el orgullo, el miedo al qué dirán, la presión del grupo; pero el verdadero honor es la satisfacción del deber cumplido y el sentimiento de nuestra valía, y necesitamos que nos lo reconozcan: de lo contrario nos sentiríamos devaluados y disminuidos, y mal puede haber amor donde ha habido menosprecio. El amante que ignora a su amada aun queriéndola con locura la podrá querer como se quiere a la tribu, pero nunca como se quiere a las personas.
            Los pájaros alimentan a sus crías: quererlas es para ellos darles de comer.
            Las abejas viven seguras en el panal; nosotros, como ellas, vivimos tranquilos cuando tenemos un trabajo fijo; y quererse así es protegerse el uno al otro, pero poco más.
            Los animales viven arropados por la manada; y la manada no sólo les da comida y estabilidad, sino también sentimiento de pertenecer a ella. Quererse así es defender lo propio a costa de lo ajeno. Buscar la identidad del grupo sin saberla valorar, y despreciar las identidades ajenas. El creyente lucha contra los infieles (aunque los infieles tengan razón) porque no son de los suyos; el hincha de un equipo insulta a los hinchas de los otros equipos solamente por ser diferentes (porque no aman lo ajeno); y las naciones se combaten unas a otras porque desprecian la diferencia, aunque tampoco sepan valorar su identidad, si es mala o es buena. Es el espíritu de la tribu, el del rebaño, superior al de la colmena porque no sólo el grupo nos da seguridad, sino también afecto.


            Y luego está el espíritu crítico; el del mérito; el de quien no solamente se siente a gusto sabiéndose querido en el grupo, sino que es capaz de criticar al grupo (aunque no quiera) cuando no es justo con él o con los demás; cada uno puede, no ya sacrificarse por el grupo como hacía en el rebaño, sino sacrificar su pertenencia a él y separarse cuando el grupo no lo merece. No es lo mismo ser excluido de la tribu que excluir a la tribu que no vale la pena; son dos formas de marginación, las dos por amor: pero una es un amor gregario y la otra un amor crítico; por eso San Agustín, cuando nos decía que había que amarse, no decía “ama”, sino “dirige”, es decir, ama con conocimiento de causa. No es lo mismo ser valorado por tus padres cuando no has hecho méritos que serlo y al mismo tiempo merecerlo; hay quienes les consienten todo a sus seres queridos y no se dan cuenta de que no deberían consentirlos; al menos no consentirlos sin crítica.
            Pero verse reconocido en sus méritos significa haber hecho algo para merecerlos; y cuando esos méritos corresponden a nuestra vocación, realizamos todas las cosas de las que somos capaces y a veces nos da energías el amor, como también nuestro amor le da energías al ser amado: entonces nos sentimos realizados. La autorrealización es a la vez el efecto y la causa del amor; del amor creativo, se entiende; por él trascendemos más allá de nuestras necesidades y trabajamos por el puro placer de trabajar, un poco a la manera como los griegos apreciaban el saber por el saber, practicaban la ciencia por gusto sin buscarle aplicaciones técnicas, y era el amor al saber sin necesitarlo: la búsqueda del saber gratuito. Precisamente podemos llamarlo trascendencia porque hacemos cosas que no necesitamos ni para vivir ni para crecer, pero que nos llenan de gozo y siembran plenitud en nuestro espíritu. Es el pintor que ya no necesita vender sus cuadros, y sin embargo sigue pintando.


            Hay padres que crían a sus hijos con un amor biológico y no conciben que el amor sea algo más que darles de comer, y atender con mimo sus necesidades básicas. (Amor que vemos en “Family life”, una película donde Ken Loach nos muestra a una chica infeliz en una familia donde la mayor felicidad, para la madre, es hacerle todos los domingos un pastel de manzana sin preocuparse por su desgracia).
Otros los crían con un amor servil, porque creen que querer a sus hijos es darles seguridad en el hogar, estabilidad en el empleo, brindarles protección; y se creen que los hijos, a cambio, tienen la obligación de obedecerles como el siervo pagaba con su mansedumbre la protección (por cierto interesada) que le daba el señor feudal. Es, por así decirlo, el espíritu de la colmena.
El amor tribal o gregario es el de los padres que sienten por sus hijos un afecto que va más allá de los cuidados que les dan, y les prohíben salir con jóvenes que a ellos no les gustan.
Por último el amor crítico es el de los padres que corrigen a sus hijos si hace falta y los elogian si lo merecen; el que no tienen, precisamente, quienes por confundir el amor con la tribu confunden también el honor con la reputación, con el miedo al qué dirán, y esconden sus vergüenzas bajo las apariencias; amor crítico es el de los padres del joven Billy Eliott, que le animan a dedicarse a la danza en contra de la opinión de quienes piensan que la danza es cosa de niñas, sin miedo a la mala reputación que les devolverá el entorno; y en contra de los padres del joven que, en “El club de los poetas muertos”, se ve obligado por ellos a estudiar derecho o medicina (no recuerdo ya), despreciando la vocación de actor que tenía el pobre muchacho. Por último, la relación de Mozart con su padre puede ser un buen ejemplo de amor creativo; o no.
            También podemos buscar ejemplos, no ya en la familia, sino en la pareja. Los instintos de dos amantes obsesionados sólo con el sexo son un ejemplo de amor biológico. La sociedad que obliga a la mujer a servir a su marido a cambio de que, con su sueldo, éste le dé protección, es un ejemplo de amor servil; por supuesto que el poder lo tiene quien lleva el sueldo a casa, y que la protección que la mujer recibe a cambio, al privarla de iniciativa, la convierte precisamente en desprotegida: en esa casa la mujer no tiene acceso a la toma de decisiones. El amor de Tony por María en “West Side Story” es un buen ejemplo de amor gregario, que intenta, sin éxito, escapar a la influencia de la tribu, lo mismo que les pasaba a Romeo y Julieta. Y lo fue también, quizá, la historia de Bonny y Clyde. Jimena, en “El Cid”, de Corneille, consigue finalmente escapar al amor gregario cuando comprende que la muerte de su padre a manos de su prometido no supone un obstáculo para que Rodrigo y ella se quieran: entonces aparece el amor crítico; como el que se profesaron, probablemente (quién sabe, acaso no), Darwin y su esposa, ella profundamente religiosa y él un ateo convencido; y si no se respetaron, debieran haberlo hecho. Pero la relación entre El Padrino con su hijo menor puede ser un buen ejemplo de amor crítico; y conflictivo. Como lo fue también el amor de Frida Kahlo. Por último, María Slodowska y Pierre Curie formaron una pareja donde el amor creativo unió sus vidas; lo mismo puede decirse de Carl Sagan y Lynn Margulis. Obsérvese que el matrimonio Curie, al profesarse un amor creativo, también sentían el uno por el otro amor crítico, gregario, servil y biológico; pero la protagonista de “Historia de O” o de “El último tango en París”, o quién sabe, tal vez de “Instinto básico”, al sentir un amor servil y biológico se quedaron en él: su relación nunca pudo ser ni crítica ni creativa. El todo incluye a la parte, pero en una parte no se contiene el todo; para decirlo con otras palabras, quien puede lo más puede lo menos, pero nunca sucede al revés.
            ¿Cuál es el tipo de amor que hemos levantado en nuestra vida?




viernes, 9 de marzo de 2018

PALABRAS PARA UN JOVEN QUE LEE A SAVATER




PALABRAS PARA UN JOVEN QUE LEE A SAVATER


             ¿Puedo ser feliz? ¿Cómo? Encontré la respuesta en un libro que Savater le había escrito a su hijo Amador. Si ser libre es lo mismo que ser feliz, no puede ser feliz quien ha renunciado a los placeres; y si el placer es bueno, el cuerpo, que es fuente de placer, no puede ser por naturaleza malo.

  1. El cuerpo.
Nosotros no tenemos cuerpo. No si entendemos que “tener” significa “poseer”. Muchos son los que dicen: “mi cuerpo es mío, yo hago con él lo que quiero”. Hablan como si su cuerpo fuera suyo. “Si me apetece emborracharme, me emborracho; si quiero copular, copulo; si quiero matarme, me mato”: y se quedan tan tranquilos. Hablan del cuerpo como si fuera una propiedad, una mercancía. Lo mismo que cuando compro un libro lo puedo usar como pisapapeles, si ése es mi deseo: del mismo modo cuando se trata de utilizar mi cuerpo también puedo estropearlo si quiero. Punto y aparte.
Hablar así es desconocer el significado de las palabras. Si le echamos un vistazo a un diccionario (el que sea), encontraremos que el primer significado de la palabra “tener” no es “poseer” (ése viene en sexto o séptimo lugar); antes que “poseer” significa “asir”, “gozar”, “mantener”, “contener” o “dominar”; también “guardar” y “hospedar”; de modo que “tener un cuerpo” no significa tenerlo en propiedad, sino en custodia; yo no soy el propietario de mi cuerpo, sino su guardián: él es mi huésped; a los huéspedes no se los mata ni se los estropea, sino que se los cuida; y “cuidar” significa también “dominar”, “contener”; si un niño se echa a correr cuesta abajo tendremos que contener sus bríos para que no se caiga por el barranco; y si pide muchos caramelos habrá que dominar sus deseos para evitar que le salgan caries en los dientes; el cuerpo se cuida, no se usa como si fuera una herramienta; lejos de ser nuestra propiedad (es decir, nuestro esclavo), el cuerpo es nuestro invitado; no hacemos con él lo que queremos, hay que tratarlo bien; emborracharse, drogarse, abusar sexualmente de él es la mejor forma de tratar mal al cuerpo; el cuerpo sólo nos proporciona un auténtico placer si nos enamoramos de él, como un amigo sólo se comporta como amigo si lo queremos de verdad; si nos dejamos ayudar por él, si lo ayudamos.
Además, nuestro cuerpo nos ha sido dado por nuestros padres. Si nosotros lo maltratamos ahora, no sólo nos maltrataremos a nosotros mismos, sino que también maltrataremos a nuestros padres; maltrataremos a nuestros amigos, que nos necesitan; y maltrataremos a cualquier desconocido, que a todos nos ofende y nos hace sufrir ver cuerpos enfermos, borrachos, sumidos en el exceso, mortecinos y débiles. El cuerpo no es una herramienta que usamos para gozar, sino el protagonista de nuestro placer; es un amigo, no una propiedad; es un ser íntimo que nos consuela, no un ser extraño.
¿Disfrutar? Por supuesto. Disfrutar con nuestro cuerpo, no a costa de él. Que la vida, al fin y al cabo, es alegría y la alegría es fuerza, salud que se consigue con el placer. ¿No habéis visto las caras tristes que deja en nuestro rostro el placer de la droga? El alcohol, cuyo exceso nos proporciona un falso placer, ¿no nos hace comportarnos como monos?


  1. El placer.
 La timidez y la falta de audacia son problemas que tienen que sufrir muchos jóvenes: no confían en sí mismos, miran de reojo, no se atreven, y muchos encuentran en el alcohol la solución a sus problemas. El alcohol te libera, te quita la vergüenza, te atreves a hablar y a bailar… También aumenta la alegría entre las personas.
Pero lo que tenemos ahora no es una cultura del vino, sino un culto al vino. Lo principal no es alegrarse, sino emborracharse. ¿Qué tal lo pasaste anoche? ¡Genial, me cogí una cogorza…! Genial, sí; es genial emborracharse a la media hora de salir de casa y estar tirado en una esquina mientras tus amigos se divierten; porque lo principal no es beber, sino presumir de que se bebe. Y presumir de que se aguanta. Nos reímos de quienes no pueden beber más de dos vasos sin emborracharse y no nos damos cuenta de que, si aguantamos seis, es porque ya estamos alcoholizados: confundimos intoxicación con resistencia. Presumir de borrachera es, entonces, una forma de sentirse fuerte; como si le echáramos un pulso al vino y creyéramos vencerlo cuando en realidad es él el que nos está venciendo.
Lo mismo pasa con el sexo: ya no se trata de disfrutar, sino de presumir; presume más quien antes empieza. ¿Lo has hecho?, te dicen a los trece años; y como digas que no, ya están llamándote ignorante, pardillo, anticuado, frustrado y hasta trastornado, si me apuras. Es como si el conocimiento estuviera dividido en dos mitades: saber de sexo y probarlo antes de tiempo (eso da prestigio); y saber latín y matemáticas (eso te lo quita). Es la antesala del maltrato para quienes estudian; los nuevos héroes son quienes prueban las cosas antes de estar preparados para probarlas: el alcohol, el sexo y el tabaco. Y hasta probar cosas que no hay que probar nunca: las drogas. El consumo nos hace más fuertes y más machos si somos chicos; más modernas y superadas si somos chicas.
Y es que hay jóvenes que no usan el cuerpo para buscar placer, sino poder. El poder nace cuando se muestra,  y no hay mejor forma de ser poderoso que aparentar serlo: hago como que domino el alcohol, y mostrar aguante significa, en realidad, que mi cuerpo ya no aguanta; hago como si el sexo para mí no tuviera secretos y cuanto más muestro mi experiencia más se muestra mi ignorancia; voy por ahí presumiendo de ser experto en drogas, hasta que me da una sobredosis y me mata.
Culto al cuerpo. En el cuerpo buscamos placer y lo encontramos en el alcohol, el tabaco, las drogas, el sexo y la comida rápida; pero también buscamos poder, y lo logramos compitiendo para ver si descubrimos nuevas fuentes de placer antes, mucho antes, que los demás; buscamos una imagen y la encontramos en el gimnasio; en el peircing, en los tatuajes, en las modas, en los símbolos de la tribu, en la ropa de marca. Placer, poder e imagen. En la imagen nos reconocemos, como si tuviéramos miedo de no gustarnos, de no disfrutar de lo que somos; le tenemos miedo al espejo; y, para no ver en él las miserias de nuestra desnudez, nos ponemos máscaras: los peircings, los tatuajes, los músculos hinchados en el gimnasio (aunque sea artificialmente, con anabolizantes), y los símbolos y ropas son imágenes: nos gustan para cubrir con ellas nuestra propia imagen, que no nos gusta. Así, presumimos de lo que no tenemos. No nos mostramos ante los demás como somos, sino como los personajes que nos hemos creado, con los disfraces que nos hemos puesto; cuando nos miramos al espejo no vemos nuestro rostro verdadero, sino el rostro de la sociedad, que se ha apoderado de nosotros; presumir de ser como quiere la moda es mostrar como fuerza lo que nos hace débiles: porque ser como Lady Gaga es la mejor forma de no ser ni ella, ni nosotros; esa manía de “ser como” es la mejor forma de no ser nada. ¿Qué hay detrás de ese culto al cuerpo? Una tremenda insatisfacción.


Buscar el placer, sí; es bueno, es bonito, pero tienen que ser placeres naturales (comer, beber, leer y escribir, ver cuadros y pintarlos, conversar con los amigos, pasear, escuchar música… buscando siempre la calidad, que nos llena por dentro; nos llena de satisfacción, de intensidad, de plenitud, de vida); no se trata de buscar placeres artificiales (alcohol, drogas, tabaco), que no nos llenan por dentro y son un exceso en sí mismos. La vida placentera nos llena de entusiasmo, de ganas de vivir, el trabajo se convierte en placer cuando lo vives con salud; pero los placeres tóxicos nos ponen la cara triste cuando nos reímos, la cara se nos queda demacrada a fuerza de disfrutarlos, nos quitan la ilusión y se nos apaga la fuerza de la vida. Hay que vivirlos con autenticidad, no imitando a los ídolos de los famosos; y ser auténticos es lo mismo que ser libres; hacer lo que queremos y no lo que quiere la moda; hacer nuestra voluntad y no nuestro capricho, porque el capricho no es más que la esclavitud de estar pendientes de que dirán los demás, de qué dirán los amigos. Ser auténtico es ser tú, con tus luces y tus sombras, tus virtudes y defectos, tus potencias, tus debilidades, un tesoro que hay dormido dentro de ti y tienes que despertarlo: no ser la cara que nos impone la sociedad y cuando la abres no hay ningún tesoro, está vacía; el mayor tesoro que tienes es poder disfrutar de lo que eres, disfrutar de tu imagen, tirando las máscaras pero sin olvidarte del mundo en el que vives; disfrutar de los placeres del cuerpo y de los del alma, sentirte fuerte porque no necesitas ninguna máscara, ningún tatuaje, ningún peircing, porque no necesitas ser un anuncio, te basta con ser tú mismo. Ni obedecer órdenes de la moda, ni dejarte arrastrar por los caprichos, ni ser esclavo de las tentaciones, y que tus costumbres obedezcan al corazón: y no ser un corazón encadenado a unas costumbres que te han dictado las máscaras de la sociedad: a través de la televisión, de internet, de las redes sociales, del móvil o del MP3, al servicio de los mitos. Si eres fuerte no necesitas presumir de lo fuerte que te sientes. Si te quieres a ti mismo no necesitas cuidar tu imagen, pues tu imagen se cuida sola. Y si sabes disfrutar no necesitas tentaciones, pues tú mismo sabrás elegir con qué cosas vas a motivarte, sin necesidad de que el mundo de la fama te diga lo que tienes que hacer: porque los famosos viven en un mundo que no es verdad, y, aunque disfrutemos alguna vez de ellos, no los necesitamos para vivir, necesitamos huir de sus mentiras. Ya lo decía Quevedo: atavío y afeite cuesta caro y miente.

  1. Nuestro prójimo.
 Podemos buscar la felicidad, el placer, el amor o la libertad y nos estaremos desarrollando como individuos: pero nos faltarán los amigos para desarrollarnos de verdad. Robinson Crusoe cambió radicalmente en su vida cuando se encontró con Viernes (porque estar con otra persona es estar en otro mundo; la compañía de una persona lo amplía todo y todo lo enriquece, nos cambia de cabo a rabo). El otro es un ser que al mismo tiempo que me potencia, me limita. Soy libre, pero mi libertad termina donde empieza la suya. El amor no tiene sentido si no tengo a una persona a quien amar. En cuanto a la felicidad, ¿cómo puedo ser feliz si no estoy rodeado de personas sino de cosas? Las cosas las puedo utilizar, a las personas no; en cambio las personas pueden darme satisfacciones que una cosa no me dará nunca. Estar con una persona quizá me permita hacer menos cosas, pero las cosas que hago tendrán, desde luego, mucha mayor calidad para mí; calidad humana, por lo menos.
Hoy en día utilizamos los móviles para comunicarnos (otros los llaman celulares, todo depende: en cada país los llaman de una manera distinta); y muchas son las personas que, teniendo amigos a su lado, no hablan con ellos sino con los móviles; o sea, que preferimos hablar con las máquinas antes que con las personas.


En el siglo pasado aparecieron los medios electrónicos de comunicación. El teléfono servía para hablar con las personas que estaban lejos; luego vino la radio para escuchar y entretenernos, no para hablar; cuando ibas al peluquero te callabas para escuchar la radio, o hablabas y la radio se convertía en un rumor de fondo, un ruido al que nos fuimos acostumbrando. Cuando llegó la televisión se convirtió en un huésped que rompió definitivamente todas nuestras conversaciones; huésped, porque, cuando volvías de trabajar, siempre estaba encendida, como un invitado más, aunque no la escucharas; plomo porque, como pasaba con los cortocircuitos, siempre saltaban los plomos de la conversación, y cuando estábamos todos a la mesa, la mirábamos y no hablaba nadie: pero al menos estábamos juntos. Hoy ya no vemos juntos la televisión. En algunos hogares cada uno tiene la suya y nos retiramos todos a nuestra habitación para verla: sin hablar con nadie. En otros hogares sólo hay una televisión para todos: pero entonces viene el móvil y cada uno está en lo suyo, sin interesarse por lo que hacen los demás. Antes veíamos una película juntos y la comentábamos. Ahora cada uno ve la suya y no comenta nada; nuestros cuerpos están juntos, pero nuestras mentes se han separado; estamos uno al lado del otro pero no  nos hablamos, preferimos hablar con las máquinas. Todavía habrá quien diga: “no, si yo no hablo con el móvil, sino con una persona que tengo al otro lado”. Y entonces nos preguntamos: “¿y qué tiene esa persona que está lejos para que prefieras hablar con ella y no conmigo, que estoy junto a ti?” Los medios de comunicación han nacido para incomunicarnos. Ya no compartimos cosas con los que están presentes, sino sólo con los ausentes, que no pueden acariciarnos, sonreírnos ni mirarnos; y el lugar donde estamos juntos ya no es un hogar, sino una casa.
Vas en el metro y la gente está leyendo. Pero lo que más ves es gente que usa el móvil. En ambos casos nos aislamos de cuantos nos rodean, pero es que en la parada del autobús, en el metro, en la calle, estamos rodeados de desconocidos; no es lo mismo que cuando nos aislamos con los que viven en casa. Por otro lado, los libros son comunicación con los ausentes, que son sus autores, sí: pero comunicación de calidad, llena de matices que alimentan nuestra fantasía, nuestra emoción, nuestro entendimiento; sin embargo pero los móviles wasapean con frases cortas, descuidadas, llenas de imprecisiones, faltas de matices y plagadas de faltas de ortografía, que nos introducen en conversaciones efímeras, en intrascendencias y banalidades; al cambiar el libro por el móvil también hemos salido perdiendo.
El hogar y la amistad son calor de vida que se alimenta comunicando. Los japoneses identifican al silencio con el diablo: de modo que, si seguimos esa forma metafórica de hablar, al meter en casa esos medios de comunicación que nos incomunican resultará que hemos metido en casa al diablo. Acordémonos de Robinson: cuando, en lugar de hablar con las cosas, pudo hablar con un semejante que compartía sus alegrías y sus tristezas, pudo darle a su vida un salto de gigante. Yo creo que ese sentimiento lo podríamos compartir. Rescatar a ese ángel que duerme dentro de nosotros, no al diablo del silencio, de la insolidaridad y de la incomunicación que también tenemos dentro. Sería bueno que el móvil nos ayudara a comunicarnos con los ausentes; no a sustituir a los presentes que tenemos a nuestro lado.


  1. La felicidad.
 Tanto gusto. Con esa frase de presentación nos invita Savater a saborear el placer. Los límites del placer son, por un lado, el exceso; los excesos nos traen pobreza espiritual y un cuerpo en un espíritu insatisfecho es, a la postre, también un cuerpo insatisfecho; el hastío; el hastío lo sentimos cuando lo hemos probado todo como quien come sin digerir, le hemos quitado a la vida el misterio que tenía y ya no nos satisface nada. Y si por abajo tenemos la puerta del empobrecimiento (que no deberíamos franquear nunca), por arriba tenemos otra puerta igualmente perversa: la del puritanismo, que es pensar que una cosa es mala sólo porque nos da placer. Entre esos dos límites, la permisividad y la prohibición, se extienden todas las formas del placer, todas sus gamas, allí tienes donde elegir; “tanto gusto”, dice Savater; que te aproveche.
Hay placeres que vibran en el cuerpo. Hay otros que vibran en el corazón. El cuerpo es un camino que lleva al corazón, y el temblor de la piel sólo es hermoso cuando escucha sus voces. “Haz lo que quieras”, dice Savater: pero sólo si lo haces por amor; porque, hagas lo que hagas, si es el amor el que te guía sólo puede ser bueno. Y en otro momento dice Savater: “tendrás que pensártelo”; el pensamiento sólo es bueno si late al unísono con el corazón. Yo puedo estudiar la radiactividad, pero no es lo mismo estudiarla para fabricar bombas que para combatir el cáncer. El corazón tiene que ponerse de acuerdo con la cabeza. Quererte a ti mismo es lo mismo que querer a los demás, que el egoísmo, cuando se transforma en empatía, no es más que generosidad. No es posible que una madre que se odia a sí misma pueda querer de verdad a sus hijos. No olvides lo que dice Frankestein cuando se encuentra con una niña; “¿por qué eres malo?”, le pregunta la niña; y Frankestein le contesta: “porque no soy feliz”. ¡Qué fácil es ser bueno! Basta solamente con ser feliz.
Toda la ética se resume una sola palabra: felicidad. Las personas que son felices nunca son malas, y para ser felices hay que disfrutar de los placeres (del alma, por supuesto, pero si tu cuerpo no disfrutara sería muy difícil que tu espíritu llegara también a disfrutar). Ni esclavizar el cuerpo con las cadenas del alma, como hacían los antiguos, ni esclavizar el alma con las cadenas del cuerpo, como algunos jóvenes lo están llegando a creer. El cuerpo y el alma deben ser libres y deben quererse, del amor entre ambos sale la verdadera felicidad. Y la felicidad, como todas las medallas, tiene dos caras: la otra es la justicia. Si quieres ser justo debes ser feliz y sólo los jóvenes que se realizan pueden ser felices de verdad. “¡Despierta, baby!”, dice Savater. Despertar al mundo es abrirle los brazos, y en el abrazo que tú das está también el abrazo que recibes: ser justo es ser feliz y si haces felices a los otros ¿quién te quitará el placer de ser bueno? ¿Quién te quitará las ganas de disfrutar?









viernes, 2 de marzo de 2018

LO QUE NO PODEMOS DECIR MEJOR CALLARLO



LO QUE NO PODEMOS DECIR MEJOR CALLARLO


             Wittgenstein nos invitaba a callar cuando queríamos decir cosas que no se podían decir; Plotino hablaba de lo inefable, lo que no cabe en las palabras. Hay cosas que, por mucho que las retorzamos, no se pueden comunicar (y, más que decir tonterías, es preferible no decir nada); el silencio; quedarse callados es mejor que hablar cuando las palabras son incapaces de transmitir lo que queremos; es como empeñarse en quitar un tornillo grueso con un destornillador pequeño, por mucho que nos empeñemos, la punta del destornillador bailará dentro de la ranura sin ajustarse a ella; lo único que podemos hacer es renunciar a quitar el tornillo.
            La propuesta de Wittgenstein se puede interpretar de dos maneras. Veamos la primera: si las palabras se refieren a las cosas y hay cosas que no se pueden decir, entonces sólo podemos resignarnos a no decirlas. Podemos decir que un color es una longitud de onda pero no podemos decir lo que es un color para un ciego. El mundo se divide en dos regiones: la de lo que se puede decir y la de lo que no se puede. Y como decir es lo mismo que conocer, el mundo contiene cosas que podemos conocer y cosas que no conoceremos nunca. El conjunto de las cosas accesibles al conocimiento son los hechos que percibimos, deducimos y comunicamos: la ciencia; la ciencia está construida con hechos de los que salen ideas y teorías que, a su vez, nos permiten descubrir otros hechos. Esta concepción de la ciencia como conjunto de hechos observables recibe el nombre de positivismo.


            Pero hay otra interpretación posible de la propuesta de Wittgenstein. Yo siento mucho dolor y no puedo decir qué es el dolor, pero grito: entonces el médico sabe que me tiene que poner un calmante. Anthony de Mello hablaba del canto del pájaro: el pájaro no canta –decía- porque tenga nada que decir, sino porque tiene algo que expresar. Lo que se expresa no se puede decir con palabras, pero se transmite con gritos, gestos, risas, distancias, silencios. La música dice sonidos, pero expresa sentimientos. Hay un territorio lleno de cosas que no se pueden decir pero pueden expresarse. ¿Y qué es expresarse? Decir a medias. Acercarse al significado de las cosas sin entrar en él, pero sin quedarse fuera. Es como tener una palabra en la punta de la lengua, la sentimos pero no llegamos a saberla. Pensar no es ahora decir cosas exactas que caben dentro de una fórmula, sino moverse entre inexactitudes acercándonos siempre a la precisión, pero sin llegar a ella. Ningún concepto puede decir lo que sentimos, ni mucho menos expresarlo: entonces recurrimos a la imagen, a la comparación, a la sinécdoque, a la metáfora; esto es como aquello pero no exactamente así, y tiene un poco de lo otro. Y cuando, escuchando una metáfora, llegamos a sentir cosas parecidas a las que siente quien la dice, entonces la metáfora ha conseguido expresarse. El positivismo llega a todas esas realidades que se pueden encerrar en las palabras, y construye telarañas muy complicadas con conceptos muy simples; pero este otro tipo de realidad donde las cosas que no se pueden decir, sin embargo, se expresan, nos permite acceder a otra forma de conocimiento: la de las realidades que son tan complejas que no caben en ninguna palabra, pero cuya relación es tan simple que hasta el más simple puede captarlas; a esa forma de conocer no la llamamos entendimiento, sino sentimiento; nadie puede saber lo que es un color más allá de su naturaleza electromagnética, pero podemos sentirlo. El amor, la bondad, la pasión, la belleza, son cosas que no se entienden; pero se sienten; se conocen, sí, pero de otra forma; esas cosas las sabemos, como decía San Juan de la Cruz, “toda ciencia trascendiendo”.
            Wittgenstein tenía una palabra para nombrar ese tipo de realidades: lo místico. Pero como era positivista, se pasó toda la vida sintiendo el universo místico sin intentar expresarlo. Se lo prohibió a sí mismo, porque lo místico no se  puede decir con palabras. Se condenó al silencio. Pero callar es una forma dolorosa de sentir y sólo puede aliviarse intentando expresar (aunque ya las palabras no sean conceptos) lo inefable. El poeta es el que quiere expresar lo tremendo. Lo tremendo es resignarse a sentir la vida sin poder expresarla. Pero podemos expresarla a medias. Renunciando a conocer del todo. Por eso el poeta goza, y Wittgenstein, empeñado en no abrir sus puertas, sufrió siempre; se quedó a este lado de la poesía sin conocer lo que hay dentro, sin atreverse a mirar, sin pasar al otro lado.