viernes, 4 de mayo de 2018

EL GENARES EN RUSIA





EL GENARES EN RUSIA  
  

            Uno de aquellos jóvenes idealistas deseaba conocer en directo la revolución que estaba en marcha. Y se fue de viaje a Rusia (por aquellos tiempos, la Unión Soviética). Creyó que volvería contando las bondades del socialismo y volvió contando… que no le quisieron vender helados. Fue el caso que todos los españoles que estaba alojados en el hotel quisieron comprar helados por el mucho calor que hacía, y el camarada vendedor no quiso porque ya eran las ocho de la tarde: justo la hora a la que él cerraba su tienda. (En el viejo mundo capitalista el chiringuito habría seguido abierto media hora más, y hasta dos si hacía falta, para vender de golpe sesenta helados a sesenta turistas). Contó también que había visto regar los campos un día de lluvias torrenciales porque lo habían planificado desde hacía tiempo. Y que no pudieron visitar el país libremente porque las autoridades se encargaban de que sólo se visitase lo que ellas querían. Aun así, al volver se compraron un buen coche soviético; y como las soldaduras del Lada se caían a pedazos, acabaron comprándose un buen coche capitalista.
            También recuerdo cuando, siendo estudiante, trabajaba durante el verano para hacerme con algún dinerillo. Trabajé en los montajes, en una gran fábrica de productos químicos. Me tocó con un viejo comunista que había decidido ir aquel año de vacaciones a Yugoslavia: y ante el aburrimiento soberbio de un turismo espartano decidió, desde entonces, que pasaría siempre sus vacaciones en una buena playa capitalista. Tal otro había comprobado que en una fábrica soviética el obrero se escaqueaba de la tarea todo lo que podía (no le iban a pagar más: total, a él le daba lo mismo); y no sólo perdía el tiempo con un aburrimiento descomunal, sino que el desinterés y la desidia generaban productos de una calidad ínfima; luego pasaban al consumidor para no alegrarle la vida más de lo que un lingote de oro se la alegra a un perro. Recuerdo también que, estando trabajando en las carreteras, terminamos de asfaltar el camino que conectaba una casa con la carretera vecinal; y, como nos sobrase todavía medio camión de asfalto bien caliente, le preguntamos al dueño: ¿lo aprovechamos para asfaltar el pueblo? Total, el asfalto y la mano de obra ya estaban pagados, al pueblo le iban a salir gratis. A lo que el buen señor nos dijo: “que el ayuntamiento se lo pague si quiere, que esto es mío; así que lo vais a tirar ahí, en la cuneta”. Entre la falta de solidaridad de este campesino capitalista y la falta de implicación de aquel obrero soviético, o del camarada que vendía helados, ¿no había más semejanzas que diferencias? Al campesino le faltaba solidaridad, al camarada le faltaba motivación: el incentivo. El primero pensaba que, si él había asfaltado su casa con su trabajo, el ayuntamiento tendría que trabajar también para asfaltar el suyo; y el camarada pensaba que, trabajara más o trabajara menos, a él le iban a pagar lo mismo. El campesino, obsesionado con su trabajo, no podía concebir, aunque lo entendiera, que el trabajo no era un arte individual, sino un esfuerzo colectivo; y el camarada no sentía que en su trabajo estaba el bienestar de sus conciudadanos además del suyo. Los dos comprendían lo que era mejor para todos pero ninguno lo aceptaba: el uno porque creía que ayudar a los demás era sostener vagos, y el otro porque no sentía que su trabajo repercutiese en el bienestar de los demás y por lo tanto tampoco en el suyo; el primero creía sólo en él, y el segundo no creía en la sociedad: tampoco en sí mismo. El primero adoraba al dinero en el mismo altar en que le rendía culto al individualismo; y el segundo, en el altar del socialismo, no podía rendirle culto a la propiedad, y por lo tanto se desentendía de lo que no era suyo: igual que el campesino que no había querido regalarle al ayuntamiento el asfalto que le sobraba. Desde dos horizontes opuestos, capitalismo y socialismo, los dos acababan adorando al individuo: el primero estaba vacío porque era tan pobre que no tenía más que dinero; y el segundo vacío también, porque era tan pobre que no sabía aspirar más que al dinero: y no podía. Capitalismo y socialismo habían desembocado en la misma suerte de nihilismo: no creer en nada, no confiar en nada, nacer y vegetar sin esperar nada, consumidos en su riqueza el uno, el otro en su pobreza, y ambos en la misma miseria moral: la de vivir sin ilusión, el horizonte ciego, la pasión seca, la mirada vacía, la razón sin esperanza; vivir sobreviviendo, sin ninguna motivación; y la fe en un mundo mejor, desguarnecida.




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